lunes, 5 de febrero de 2007

Como en Bizancio...

Por Fernando Fernández

Algunas posturas de los teístas tienen sus carices, por demás inverosímiles, sustentadas con gran audacia intelectual y al amparo de los atributos que a dios le confieren quienes esta confusa figura propugnan.

Tanto fantasioso imaginario, tejido por siglos, continúa aún rampante cebando los vacíos existenciales de los seguidores de la deidad que los provee del necesario sustento sicológico para su cotidiano vivir. Entre tantos de estos desmanes, amerita atención la premisa según la cual “todo lo que sucede, sucede por algo”, no interpretada como la corriente relación causa-efecto, sino subentendida como la sujeción de todo a un plan divino y que cualquier evento estaría fríamente calculado y sería pieza de una muy precisa planeación, así ésta escape a nuestro raciocinio. Simpática teoría, que reposa sobre fundamentos de sólo milimétricas profundidades. Veamos. Si algo sale bien es porque ese dios lo quiso y si acaece mal, pues ídem: facilista y siempre cierta la proposición de marras, ocurra lo que ocurra; los testaferros de dios tienen con esta coartada tautológica todas las de ganar.

Han definido los milenarios creadores de ensueños para su conveniencia y apoyados en las fragilidades del género humano, un ser dotado de incontables superlativos y lo han acuñado a imagen y semejanza de sus aspiraciones, del trascendental modelo que saben que nunca alcanzarán, de la proyección de sus ontológicas frustraciones. Ese dios ataviado de atemporalidad, todo lo sabe y lo conoce, desconoce la noción de pretérito y de futuro. Es una entelequia que sólo posee Presente y es en virtud de ello que lo sabe y lo conoce todo. Ese saber y conocer todo, a guisa de omnipresencia, obedece a su propia manufactura –entiéndase aquélla que se le ha atribuido: él lo ha creado todo y conoce el futuro de sus siervos a quienes creó a su imagen y semejanza, pero de un nivel inferior –ni más faltaba fabricar competidores–, sin superlativos, como no sean los del sufrir en este valle de lágrimas que estableció para su dudosa satisfacción. Al final, como se ve, se vislumbra el entuerto de “quién creó a quién”, pero esto y por lo pronto considerémoslo como harina de otro costal.

Sus siervos deben presentarle ofrendas, recrearle con ritos, postrársele sumisamente, humillarse para garantizarle su temor y en virtud de la frecuencia de estos actos y del tenor de sus asiduidades les concede favores. Se podría pensar, y aquí radica el intríngulis, que este ser supremo cambia a veces de parecer, que su Presente no es absoluto pues no es inmutable. ¿Bajo que circunstancias cambia su celestial Presente? Claramente en función del grado de relación que el vasallo mantenga a través de la oración, de las buenas acciones, del seguimiento estricto a sus normas, de la reverencia y acato a sus representantes, de la propagación que de su reino y nombre haga y en general de la práctica de los actos anteriormente mencionados. Esos siervos privilegiados pueden hacer cambiar el rumbo pre-establecido por el plan divino, incluso de manera radical y causar que en un trance magnánimo surja un cambio asombroso, que se produzca algo de apariencia imposible, que contradiga todo tipo de pronósticos. Esta es la noción de milagro, el cual es, pues, una alteración de la realidad que contradice el Presente divino, pero que a voluntad se permite este creador-legislador. Si por definición, la voluntad única de este ser le es conocida desde siempre ¿cómo puede cambiar en función del suplicante, relegándose a subjetivos y circunstanciales cambios, impropios de su altísimo y probo cargo? Demasiado humana se muestra la deidad y en notoria contradicción, pues esto significaría que Todo no hacía parte de su Presente, que este cambio milagroso o leve fue improvisado y que no era conocido, por él, desde siempre. Falla, entonces, la deidad en su conocimiento del Presente y por ende de su encargo. Otra alternativa, excusatoria de la falla detectada, podría avocarse: en realidad la divinidad conocía esta “excepción” que su divino parecer habría de permitirse, con lo cual se salva su noción de Presente. Falla sin embargo, aquí también, pues la deidad se comportaría con argucia engañosa, al hacer creer a su piadoso cliente que hubo excepción, cambio de parecer, cuando en realidad sólo se ejecutó un devenir del cual él tenía conocimiento desde la eternidad. El sujeto del milagro agradece a la deidad el haberse dejado apiadar por sus súplicas y lamentos y cambiar su parecer ¿Podrá analizar el muy cándido que tan sólo se ejecutó lo que ya estaba previsto desde siempre y que tal salvedad, tal milagro, entonces, no existió?

Podríamos continuar por siglos –como en efecto ha venido ocurriendo– con desperdicio de tiempo y de intelecto en este tipo de bizantinas conjeturas, pero, alto aquí ¿no es ya hora de abandonar el intento de dilucidar estos enredos metafísicos tendientes a entender la intrincada administración celestial? Algunos jamás llegaremos a comprenderlo, por un muy elemental motivo: habríamos de abandonar las herramientas de la razón y adoptar aquéllas de la fe, aquéllas que para imponer peregrinas verdades niegan el raciocinio y hasta tildan este último de soberbio. Quienes estén dispuestos a acoger como base de reflexión estos exóticos mecanismos que impiden analizar, que aniquilan la razón, que introducen dimensiones fantásticas, pues que lo hagan y qué bien les asista su derecho, pero que no intenten adoctrinarnos y menos aún imponernos su simplista pensar que con insolencia y no menos imprudencia equiparan al elaborado fruto de la razón y la lógica.

Entonces, ¿Todo lo que pasa, pasa porque debe pasar? Banal pregunta que sólo tiene interés como juego de palabras, diremos los cartesianos, “Los designios de dios son inescrutables” responderán los otros. La eternidad será escasa para acabar con el sencillismo de estos últimos. Sencillismo que es fruto axiomático de las tribulaciones del hombre que lo encaminan a subyugar su intelecto ante protectoras deidades que socorran su humana debilidad.

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