miércoles, 28 de febrero de 2007

Nostalgias mortales

Por Fernando Fernández
Abril 1 de 2008




Asistía a las iglesias sólo por compromiso social, así es que cada entrada a esos lugares era en su cabeza sinónimo de un matrimonio, de un entierro o cualquiera de esos eventos que todavía la sociedad no concebía sin presencia de un cura. Aprovechaba entonces esas ocasiones para pasar en revista imágenes, estatuas de santos y vírgenes percudidas de polvo, para escuchar la lectura de textos sagrados y la prédica de los sempiternos sermones, con la vana esperanza de actualizarse; constataba siempre lo infundado de su propósito: nada ahí había cambiado desde su niñez, seguía remozado en el tema a pesar de los años y del alejamiento voluntario a que lo había conducido su raciocinio de adulto. Aquellos ritos, se decía, ni en su forma ni en su fondo evolucionaban. En cierta manera esto le era reconfortante, experimentaba la agradable sensación de que el tiempo no había pasado, que envejecer no era cierto y que aún continuaba siendo el monaguillo que hace tantos años había sido. El tiempo se le presentaba detenido en aquellas épocas de devoción que gracias a la complicidad de los genes de sus fervorosos padres había heredado.

Mientras transcurría la liturgia se embelesaba en el recuerdo de aquellos tiempos de niñez, cuando en su pueblo natal pensaba en volverse cura; por entonces era su máxima aspiración y en ello se empeñó algún tiempo, creyendo que era un anhelo personal, sin percatarse que sus padres aspiraban e influenciaban secretamente para que él, su primogénito, les procurara la felicidad de aproximarse al altar. Finalmente habría un varón de la familia que se instalara más cerca del ara santa, porque en aquella familia sólo las mujeres lo habían conseguido, en posiciones inferiores, por supuesto, como lo dictaminaba la santa madre Iglesia para las féminas, Éstas sólo habían logrado coser manteles y remendar túnicas desgastadas de vírgenes, así como limpiar herramientas sagradas y andamiajes de capillas de santos. Solamente habían conseguido ser monjas de la caridad, vestales de templos de pueblo.

Cómo le latía el corazón con un ritmo doloroso y cómo, casi a ese mismo alborotado compás, se le revolcaban los recuerdos cuando en la ceremonia de misa de muerto presente, a la que asistía en ese momento, llegó el instante sublime, el clímax litúrgico. Él sabía de memoria que en ese punto se alzaban a rebato las campanillas. Lo había hecho muchas veces en sus épocas de acólito; así se anunciaba con vehemencia el milagro que inexplicablemente se realizaba en directo; y ahora tantos años después estaba viendo ese mismo milagro repetirse. Aquel día, sin embargo, ese milagro era de talla mayor, siete curas enfundados en sus mejores ornamentos, ensalzando las virtudes del muerto y pronunciando en su honor las palabras mágicas que hacían que Dios en persona dejara sus múltiples ocupaciones de gestión universal para descender y meterse en una hostia e inyectar su sangre en un vaso de vino. Aquel abracadabra se le llama transubstanciación. De niño acólito no lograba pronunciar esta palabra y constataba que aún en la actualidad tenía dificultades, su lengua rebelde y un tantín irreverente se resistía a articular correctamente el sagrado prodigio, o talvez sería porque tan estrambótico milagro aparte de incomprensible era impronunciable. Ya Dios desangrado estaba en el altar y los asistentes postrados de rodillas con las manos juntas adoraban y aplaudían silenciosamente el excelente espectáculo que, a pesar de la frecuencia con que se realizaba, siempre los embargaba de temor, de respeto y de satisfacción por la invisible presencia del gran protector y creador de sus congojas.

Con la respiración entrecortada por un creciente e imprevisible dolor en el pecho, veía transcurrir la misa de siete curas, al tiempo que recordaba que la monja San Juan, la maestra de sus primeros años de escuela, le había explicado que el cuerpo de Dios era tan sagrado que la hostia que lo contenía no podía tocar objeto alguno, aparte del consagrado cáliz, ni nadie podía tocarla, excepto las bendecidas y autorizadas manos de un sacerdote, que eran ungidas en pomposas ceremonias para tan grandioso fin. Una hostia que cayera en el piso, decía con gravedad la hermana San Juan, era extremadamente delicado, ponía en gran dificultad al cura y a los encargados del culto, porque había que, aparte de desagraviar a Dios por tamaño descuido, limpiar meticulosamente el piso con agua bendita -la traída de Lourdes era la más adecuada- de manera que no quedara huella de que Dios había tocado tierra. De ahí nacía la necesidad de utilizar una patena debajo de la quijada de los comulgantes para evitar que algún humano desatino pudiera convertirse en celeste entuerto, rayano de ofensa divina y de nefastas consecuencias.

Ah, la hermana San Juan, cuántas enseñanzas le había dado sobre el manejo de la Eucaristía, del santísimo cuerpo del Señor, del cual ella se declaraba su enamorada y su esposa; poco entendía el niño ese matrimonio, pero la infancia no es época de cuestionamientos ni de desconfianzas sobre lo que dicen o inculcan los mayores, sobre todo si son monjas, que siempre, como todos los eclesiásticos, tienen la razón por definición o por dogma de infalibilidad. Ah, y cuánta tristeza le produjo la muerte de la hermana San Juan. Era la primera persona de la que fue consciente que abandonó este mundo. Lloró y lloró junto con sus compañeros de escuela, todos reunidos en un sólo sollozo en el aula de estudios, en donde la hermana profesora les había con tanta paciencia enseñado, así a veces tuviese que acudir a la regla de punición para mejor transmitir sus conocimientos, que “M con A, MA y otra vez, da MAMA”. El lloriqueo general fue apaciguado por la hermana San Sebastián, la profesora que la remplazó y quién explicó que la hermana San Juan ahora era una verdadera santa y que se había reunido con su esposo. Nunca entendió tal frase, que debía ser cierta puesto que la pronunciaba una monja.

No podía determinar con claridad si las lágrimas que le recorrían las mejillas, eran consecuencia del achaque torácico que se le estaba instalando, o del inventario nostálgico a que se libraba sin control, pero con masoquista complacencia, su pobre cabeza. En medio del malestar recordó espontáneamente como en ausencia definitiva de la hermana San Juan, fue a la hermana San Sebastián, candidata también a santidad perenne, a quien en gran confidencia le contó que en una de las capillas de la iglesia, en donde oficiaba diariamente y muy de mañana como acólito, en el piso alfombrado había descubierto diseminados, a pesar del uso de la patena, unas partículas de hostia. Pedazos de Dios. La hermana San Sebastián abrió los ojos en estupor, encontró en ésto un horrible escándalo, profirió palabras extrañas: profanación y sacrilegio. Confundido y con cargas de culpa por haber alertado de tal situación, como si fuese responsable de tal descalabro ritual, recibió la orden de la hermana San Sebastián de informar sobre el monstruoso hallazgo al sacerdote, quien también para entonces ya debía ser santo. Difícil le fue contactar al cura, no tanto porque no conociera su paradero, sino porque para aquel pueblo, a pesar de ser pequeño, mucho trabajo le exigía su divino jefe: confesiones de tantos pecadores que por allí pululaban, extremaunciones para viejos que no querían llegar al más allá sin el debido sacramento y verse así negada la entrada al paraíso; matrimonios de parejas acaloradas que estaban ansiosas de subirse al tálamo, o que habiéndolo hecho querían regularizar los extravíos; bautizos rápidos para evitar que los niños perecieran y se fueran a la inmensidad del limbo; confesiones de dudosa contrición para esquivar una mortal caída a las calderas eternas del infierno; recolección de limosnas y caridades para sostener la administración celestial en tierra; misas sobre medida para cualquier ocasión y pretexto; requiems para reconfortar a muertos y sus deudos; consejerías para almas, sobre cualquier acción terrena; y muchas otras actividades de promoción de quimeras celestes, sin las cuales aquel pueblo olvidadizo se podría apartar del supremo Señor o entregarse a señores más díscolos, más humanos. Ocho días duró la persecución que le tendió al cura. En varias ocasiones se le aproximó al terminar la misa, pero siempre éste le dijo que hablarían al día siguiente y que si se trataba de confesarse esto podría esperar; sus pecados de niño, le decía, serían seguramente veniales y por tanto no merecedores de infierno. Al tiempo que le recomendaba rezar un padrenuestro y cinco avemarías, le recordaba que lo que ofendía al Señor y lo único verdaderamente grave eran los pecados de sexo y él no estaba en edad aún de tales perturbaciones. Al final desistió de la misión y la dejó inconclusa. Nunca el cura, ni nadie más fue informado de tal catástrofe. Los trozos de Dios seguramente fueron a parar al basurero municipal a punta de los escobazos que sin compasión propinaba de vez en cuando una vieja beata.

Y entonces cuando vio la fila de comulgantes se le agitó aún más el corazón y el recuerdo de su niñez; se vio vestido de acólito, con patena en mano impidiendo que Dios se cayera, recordó lo mucho que le había sido problemático aprender a tragar la sagrada hostia, a Dios entero, que según se le había explicado, sería pecado masticar; sólo la lengua y la salivación podían intervenir so pena de mortal pecado. Cuánta dificultad le causaba cuando, en no pocas ocasiones, la hostia se le pegaba al paladar y cómo desesperadamente trataba de despegarla evitando de darle demasiado manoseo a Dios con su terrena lengua. Pecado de los que no se perdonan hubiese sido el intentar utilizar los dedos. Cómo recordaba con mezcla de nostalgia y tormento aquel día que comulgó dos veces y que luego la hermana San Sebastián al enterarse le sentenció fuego eterno por tamaño pecado. Una sola vez por día le recordó con tono de orden. Nunca entendió por qué se restringía el cuerpo de Dios a una sola ingestión diaria, sobre todo porque desde su sitio privilegiado de acólito veía, al cura que a veces se comía varias hostias de las que sobraban, ésas que escapaban al ferviente apetito de los fieles. Incluso escuchaba el traquetear de los dientes cuando las masticaba; difícil entender porqué Dios se dejaba morder de sus empleados, de quienes se suponía la dosis de respeto debería ser más elevada.

Mientras avanzaba la larga fila de los que esperaban para engullir a Dios transubstanciado en las hostias, revivió con gran nostalgia el día de su primera comunión, de la cual aún conservaba nítidas las fotos en papel y en la mente. Todo, así como sus compañeros, vestido de nuevo, con una gota de agua de Colonia de su padre, con un saco de color amarillo claro que lo hacía ver como pollito recién nacido. Todo de inocencia cargado por dentro y por fuera, con un cirio en la mano, con la infantil confusión de si devoraba a Dios o si sería Dios quién lo engullía a él; se dijo que cuando fuera sacerdote entendería mejor estos misterios. Había seguido a pie juntillas las instrucciones de la hermana San Juan, quien durante meses lo instruyó sobre la forma y protocolo de aquel sagrado banquete. Totalmente en ayunas, ni agua había tragado desde el día anterior; se atormentó con la duda de saber si la saliva que se le había involuntariamente colado en la garganta constituía pecado. Limpio de toda mácula con la absolución que el cura le había impartido la víspera, y en la que no habiendo encontrado faltas por confesar, llenó el silencio confesional acusándose del pecado original, de no colaborar con el ángel de la guarda, de comer cucharadas de azúcar, de no rezar todas las noches, de dormirse durante el rezo del rosario, de no saberse de memoria el credo en latín, de cometer faltas de ortografía, de haber escrito dios en minúsculas, de no ducharse todos los días; y hasta de tener pensamientos impuros, sin ni siquiera saber qué era esto.

Las recordaciones se le enredaron en la cabeza, se le entrecortó aún más la respiración y casi entre jadeos revivió, como si se le viniera encima, el cántico que tantas veces repitió en preparación a su primera comunión, la letra olvidada tantos años hacía se le zafó de las neuronas y le retumbó en los oídos: “Ya llegó la fecha dulce y bendecida, hoy es la mañana bella de mi vida. Lleguemos al templo do está mi Señor que tierno y amante nos brinda su amor”. No aguantó más. Como animal desbocado, desafiando todo raciocinio, se precipitó hacia la fila de los comulgantes, esperó afanosamente los dos puestos que lo separaban del cura que distribuía comuniones y, a su turno, fervoroso como angelito acólito, se tragó la hostia que le supo a niñez, a recuerdo recuperado, a fe perdida, a infancia rescatada. Ignoró el dolor intenso que ahora albergaba su pecho y lloró mares de nostalgia, dejándose indefenso consumir por la añoranza.

Varias veces le golpeó el acólito la espalda tratando de levantarlo, de enderezarlo de la posición fetal, de sacarlo del sueño imposible en que andaba sumergido; le dijo susurrando, para no molestar con voces altas la casa del Señor, que la misa había terminado, que el muerto y su ataúd habían partido hacía ya un buen tiempo, que nadie quedaba en el templo. Por falta de respuesta, el monaguillo cesó su intento, se retiró, sin darse cuenta, de momento, que allí se encontraba, además del aroma de azucenas rancias y de los restos de penetrante incienso, un cuerpo yerto, otro muerto de quien la nostalgia no se había apiadado.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Felicitaciones por la manera tan fascinante en que ha logrado
escribir este ensayo. Hay una fluidez especial que lo mantiene a uno
"imanado" al texto.
Gloria Stella

Anónimo dijo...

Muy bien, Fernando. Me olió a incienso tu relato. Al césar lo que es del césar, a Dios lo que es de Dios y al blog lo que es del blog.
Nelson



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