viernes, 16 de marzo de 2012

"El inquilino" de Guido Tamayo

El grado barcelonés de escritura
por Fernando Fernández





“Después de haber vivido en este mundo infame
no menos terrible será la muerte”
Facundo Cabral.




Coger una buena dosis de frustración, algunas gotas de arribismo, no pocos gramos de esperanza ficticia, una cucharada rebosada de autodestrucción y por supuesto espolvorear una buena medida de apariencias y mentirillas, con ello el coctel queda listo: Manuel de Narváez, el protagonista de El inquilino, cuya semblanza nos presenta, a pedir de boca, estupenda y sabrosamente Guido Tamayo en su primera novela.

En la segunda mitad del siglo XX, los pintores latinoamericanos necesitaban “graduarse” en París a través de una buena exposición a la luz contaminante de esta ciudad; los escritores lo hacían en Barcelona; quienes tenían tendencias de izquierda –a falta de ir a la guerrilla– iban a Rusia o a Cuba sino alcanzaba el viaje para tan largo periplo. Clichés todos que brillaban –salvo contadísimos casos– por su patetismo y por su desoladora desilusión, tan solo comparable a quienes buscaban holguras económicas en el american dream con los resultados que hoy en día se conocen: amargura y frustración.

Guido Tamayo retrata magistralmente en su libro esta situación, circunscrita al ámbito literario; el protagonista de su novela establece residencia en Barcelona para lograr el sueño de ser escritor, el sol bogotano ya no lo inspira. Allí, en la Ciudad Condal, se encuentra con otros “escritores” con el mismo talante y sueño delirante. Todos “famosos”, todos escritores “consagrados” y todos “influyentes” en el mundillo hispanoparlante; poco importa que nadie crea sus notoriedades y éxitos, ni que nadie los conozca, su pequeño pecado de fingimiento lo ocultan con: reserva, astucia y una supuesta vida de bohemia. Entiéndase aquí por bohemia exactamente lo contrario, pues la lúdica que normalmente se asocia al concepto (o estilo de vida) está totalmente ausente e inmersa en una miseria material y moral que desafía con creces la que originalmente poseían en sus países de origen. Manuel de Narváez es el caso típico: alcohólico, paupérrimo, carente de afecto, solitario y “famoso”.

El escritor logra en un corto libro (unas cien páginas) adentrarnos, a través de una narración en tercera persona, en el mundo de este novel escritor y en todo su dolor, a través de un estilo de escritura conciso, pero no menos encantador, lleno de estupendos fraseos y con un léxico elaborado para contento de quienes disfrutamos de esta peculiaridad. Autodestructivo es sin duda Manuel de Narváez, se suicida a diario mediante inyección de dos paquetes de cigarrillos, de muchas copas de alcohol en las que no escatima la absenta, bebida prohibida en muchos países por considerarse alucinógena y altamente adictiva. Recordemos que este licor que tiene como base el amarguísimo ajenjo fue delectación inspiradora de Verlaine, Rimbaud: los “poetas malditos”, así como de Lautréamont, Artaud, Oscar Wilde, Gauguin, Degàs, Van Gogh, Toulouse-Lautrec y Picasso, entre otros. El protagonista ingiere esta bebida en bares “cutres” del barrio chino barcelonés en donde se da cita con el amor: Encarna, una mujer que se prostituye en consecución de dinero para procurarse la dosis diaria de heroína a la cual es adicta.

El hábitat de Manuel: un sórdido apartamento cercano a las Ramblas, en donde pasa hambre, mucho frío en invierno y sofocos en verano. Allí fabrica su “obra” y allí muere canceroso y solo, como se anuncia desde la primera página del libro. Habitación de bohemio se dirá con alguna utopía romántica.

Este ser sin futuro, negado para los menesteres del amor y para la practicidad de la vida es evocador de un nihil que recuerda las náuseas sartrianas o los espejismos desorientados del extranjero camusiano, vive o sobrevive en un magma de sinsentido y vacuidad que Encarna, con quien comparte algunos de sus míseros momentos, describe atinadamente así: “… Manuel no duerme sino que se ejercita para morir. Practica el abandono total de cualquier noción de vida. No desfallece sino que fallece”. Cree Manuel sentir cuando llora desesperadamente la muerte de una traductora francesa a quien nunca conoció y de cuya muerte se enteró por un lacónico correo. Cree Manuel estar inspirado y escribir cuando obsesivamente teclea en su Remington hojas que nadie leerá. Cree Manuel amar cuando comparte soledades y cama insípida con Encarna. Cree Manuel ser libre cuando se atosiga de humo de tabaco y vapores de alcohol. Cree Manuel vivir cuando… está muriendo.

La lectura de este interesante libro se hace con voracidad y no sin dejar el corazón arrugado, esquivo y sensible ante el drama que en estas pocas páginas expone impecablemente el escritor; puede, aunque lo dudo, la narrativa dejar indiferente, más no la tragedia del personaje que refleja la de todos aquéllos candorosos que iban (y ¿continúan yendo?) a otras latitudes en busca de ese sueño de eternidad y notoriedad que, según sus fantasías y otros contares, sólo se encuentra allende los mares. ¡Buena lectura!

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