lunes, 20 de abril de 2009

Entre nubes y realidades

Por Fernando Fernández
Abril de 2009


Denso vaho que impide la visión, que humedece la piel y que permea el alma para calentarla, para protegerla y ocultarle las lucideces del prosaico cotidiano; vapor que lo inunda todo, que hace que mi cuerpo sienta cada partícula de agua flotante, mientras se deleita con el azote del chorro de agua hirviendo y sofocante de este ambiente casi asfixiante.

Mis manos cortan parsimoniosamente la tupida nube que se encierra en este cubículo de baño, al ritmo que marca el sopor que crea la elevada temperatura. Siento mi corazón latir con menos presteza, sin afanes, quedamente, quizás imitando la cadencia serena de mi época fetal. Recorro con mis manos mi cuerpo empapado, lo estriego con gran suavidad, con la misma que quisiera que el mundo me aplicara. Palpo cada palmo de mi cuerpo en un ejercicio apaciguador y voluptuoso, le aplico esencias, de comienzo una mixtura de canela y sándalo, mis favoritas, y siento que ese olor me invade, que me llena deleitosamente los pulmones y que mi piel se retoza, al tiempo que una infinitud de minúsculas gotitas de agua gaseosa me purifican, me inflan y recargan de energía mis células.

En ese denso nubarrón blanco que me envuelve, y en el que creo flotar, mis pensamientos parecen navegar, mis cuitas pasan en revista e imponen su presencia, se agrandan y magnifican; yo les huyo, intento espantarlas y lo logro canturreándoles en voz alta una vieja canción; el método no resulta muy apropiado pues, en corto tiempo éstas terminan voluntariosas regresando, castigando con su deprimente presencia. En respuesta aumento la presión de la ducha y la temperatura. Efectivo. Qué deleite, cómo se regocija mi cuerpo y cómo se relajan mis neuronas, qué olvido produce, qué sosiego a mis desconsuelos.

Prosigo mi tarea ungiéndome con bálsamos que encuentro a mano y de los cuales conozco bien su ubicación y la forma de sus recipientes, es una búsqueda táctil, de otra manera me sería imposible leer sus etiquetas a través de la espesa neblina que invade mi sala de baño, que más se aparenta a un improvisado baño turco. Qué suave y sensual untarse y consentirse el cuerpo, ahora, con aceite de almendras; cómo se deslizan con facilidad mis manos olorosas por mi pecho, mis caderas, mi sexo hoy tímido y mis largas piernas; repito una y otra vez la deleitosa restriega; de nuevo por mi cabeza aflora el presente con sus contrariedades que asustan, que piden resolución, y exigen dosis molestas de análisis; ay, que no logro embadurnar y acariciar mis neuronas con estos ungüentos resbaladizos, distractores y bienolientes. Aumento, entonces, la presión de la ducha nuevamente y la temperatura; qué milagroso antídoto: ahuyento fugazmente de mi mente este intruso terco y así puedo entregarme al frote ahora con gel de Aloe. Qué aroma, qué delicado ungüento al tacto, lo estriego con lisura sobre mis pies, uno a uno por entre los dedos, repaso con dedicación la planta y el empeine de mis pies, aparento descubrirlos, explorarlos por primera vez, como si fueran ajenos, los masajeo, les agradezco con esta fricción lo mucho que me han transportado por esta vida. Ahora me detengo en mis piernas, les dedico tiempo, las manoseo con afecto, las encuentro duras, consigo ablandarlas –lo que no ha logrado el trasegar de los años- con la humedad, la temperatura y el trajín de mis manos.

Cuando paso por mis genitales se me vienen a la cabeza las deliciosas lubricidades de dos días atrás, cuando con tanta pasión y energía me entregué a tan placenteros e intensos juegos eróticos. Qué compañía la de esa noche. Qué sensaciones, qué satisfacciones, qué abandono de la conciencia, qué paz, talvez sean las únicas acciones humanas que valgan la pena. Lástima. Tan efímeras. Instintivamente paso mis manos sobre mis ingles que aún conservan el calor y la memoria de esas voluptuosidades recientes, evito dejar que los frotes puedan llevarme a placeres solitarios, y no por algún tipo de prejuicio, sino por evitarme frustraciones y ratificarme soledades. Me fricciono entonces el pecho; qué agradable sentir mis manos sobre mi pelambre abundante y ahora suavizada con un gel untuoso y relajante de algas marinas; paso insistentemente una y otra vez mis manos sobre esa piel a la que tan poco cuidado he prestado, y entre los vaporosos Cumulus Nimbus de repente se me aparece Adriano, el emperador romano, recitándome “Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que terminará por devorar a su amo” y le contesto que tampoco conozco bien mi alma, o que en todo caso no he sido capaz de comprenderla, lo dejo partir entre los nubarrones pesados, mientras el chorro cada vez más abrasador golpea con placer ahora mis espaldas. Reparo que conozco bien mi cuerpo, pero que poca idea tengo de mis espaldas, mis manos difícilmente alcanzan ese lugar recóndito, y sin embargo, sí ha sido conocido y acariciado por mis amores, por mis compañías sexuales y por quienes tantas veces me han abrazado amistosamente; prefiero no pensar en aquellos que falaciosamente me han engañado con su abrazo.

El cuerpo se habitúa rápidamente a las altas temperaturas e incluso reclama más de lo mismo al poco tiempo, es como el efecto adictivo de los narcóticos, que exige un crescendo permanente. Doy, entonces, gusto a mi cuerpo y acciono en aumento nuevamente el grifo caliente, y siento con deleite el nuevo fuete de calor y el chorro de presión, veo como el vapor se torna más denso y de nuevo me veo flotar en esa apretujada nube, de la que con placer me siento su prisionero; no veo nada, sólo el blanquísimo nubarrón que intenta vanamente escaparse de este cuarto de baño herméticamente cerrado.

La última palabra que me gritó mi compañera sentimental de tantos años, antes de partir para siempre fue: ¡Egoísta! Eso lo recuerdo, así como la rectificación que intenté y que no me salió de la boca: Hedonista, querrás decir.

Sí que recuerdo ahora en este clima tropical que me he creado, y entre estas tinieblas blancas ratifico mi postura: resistir a la vanidad fácil de perdurar mi existencia fabricando un hijo, o en plural como lo deseaba mi ex compañera; la idea era narcisamente seductora: continuar viviendo a través de otros, hacer que mis gestos, mis características, mis pensamientos, mi cara, mis brazos, mi cuerpo, ése que ahora estoy ungiendo con bálsamos aromáticos entre nubes vaporosas, continuara siendo. Ilusa materialización de la eternidad, clonación fácil, continuidad delegada; para qué. Y en un pragmatismo evidente, pero de difícil confesión, hacer que un retoño divierta y produzca la unidad de pareja, esa que se va gastando con el tiempo, que fortalezca ese interés que escasea y que hace las conversaciones infrecuentes y los escarceos sexuales de peregrina frecuencia, y que paliativamente sean reemplazados por la atención a lloriqueos infantiles, la dicha de ver al clon con un nuevo diente o curar una nueva diarrea, o cambiar pañales al filo de la noche, y así ver sacrificada la vida de adulto, por años, en aras de un alargamiento de la vida y de una unión marital que sin estos artilugios se antoja artificial. A eso me negué y la decisión la repetiría sin arrepentimiento alguno, se lo dije al nubarrón gaseoso con el cual quería confundirse, se lo grité como si fuera mi ex amante. Con el dedo dibujo corazones en la delgada pared de vidrio empañada de vapor. Corazones, muchos corazones que se derriten tan rápidamente como mis manos los trazan.

El torrente fuerte que me golpea no me impide pensar sobre la otra gran facilidad que había desechado de mi vida: entregar mi debilidad humana a la creencia ilusoria de un dios protector de mis fragilidades. Mi mente no me ha dado para tanta engañifa utilitarista. Y entonces he tenido que cargar en solitario mi propia humanidad, sin ayudas celestes, sin protecciones venidas de un presumible más allá. Nunca he podido poner mi vida y problemas en manos de la gran fábula creadora y protectora, con lo cual mi vida ha sido más compleja, tortuosa y confrontada a mis soledades existenciales, pienso en voz alta, mientras aumento el caudal del chorro lacerante pero apaciguador de ideas. Dibujo corazones, los veo desaparecer, desvanecerse en vapores.

¿Acaso no hubiese sido más cómodo entregarse a placeres simples que a sofisticaciones intelectuales, con las cuales, no he conseguido dar respuesta a mis zozobras y ni siquiera sosegado mi existir? Pienso, entonces, en el atontamiento de tanta gente frente a un aparato de televisión viendo partidos de fútbol. Evoco casi con desprecio, ese entusiasmo auténtico de la multitud televidente sudando adrenalina y exacerbación por algunas patadas de balón. Veo lo superfluo y superficial de aquellas faenas, pero al mismo tiempo no emito crítica, más bien secretamente las envidió porque hubiesen sido óbice a mis cuitas que poco he logrado apaciguar a base de discursos racionales y comprensiones metafísicas.

Qué placer sentir en el estómago ese masaje férreo del agua candente, cuánto alivia y distrae el magín confuso de mi inútil y acongojante reflexión. No dudo en aumentar aún más la presión y la temperatura. No había reparado que suaves son mis nalgas, las froto o, más bien, las acaricio con cariño y dedicación; no puedo dejar de pensar en mi ex compañera que las encontraba seductoras, esto me enorgullecía. A ellas les dedico mi gel de vainilla, con el que generosamente las embadurno.

Comienzo a tener dificultad para organizar el equilibrio, tambaleo, intento sostenerme en las paredes desnudas y resbalosas, y de repente me veo en el piso arrimado a la pared y con toda la presión del agua sobre mi recogido cuerpo que ahora instintivamente he colocado en posición fetal. Afuera escuchó a Dory, mi mascota, husmear por el intersticio de la puerta fuertemente cerrada para no dejar escapar el vapor. Entre sueños de nubes, la oigo ladrar preocupada y sin prestar mayor atención recuerdo que es el único ser viviente visible que comparte conmigo últimamente aquella casa.

Y entonces me veo entrar en ese larguísimo tobogán, un infinito túnel por el que desciendo y avanzo vertiginosamente entre el vaho denso en donde siento mi vida alejarse de la realidad; sin prestar importancia advierto como mi discernimiento se pierde entre las suaves curvas peraltadas y el recorrido que, sin rumbo aparente, produce un alejamiento y un sosiego anestesiante del drama del diario vivir, de sus angustias, de sus vicisitudes; sin temor vagabundeo, o me dejó llevar por este impulso nuevo, por este escape libertario en donde hasta el denso vaho se disipa y el raciocinio pierde relevancia frente a la atmósfera de gran silencio y serenidad que poco a poco se instala; insensiblemente mi cuerpo desaparece, se confunde con el etéreo vapor, se une a ese magma amorfo de conciencia sideral e individualidad, en donde mi clarividencia unitaria se mezcla con un todo inconsciente, sin memoria, en donde reina un vacío integrado y armónico, y en donde mi razón privada desaparece, al tiempo que constato que ésta carece de interés en esta tranquila e indivisa dimensión.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bien. Es una manera de hacer que las preocupaciones metafísicas se vayan con el agua por el sifón. :-)
Nelson

Anónimo dijo...

Sus escritos tocan realidades que conozco, y por eso me llegan...cáusticos y a la vez sensuales...muy bueno. Gracias por compartirlo. Saludos.
P.



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Gran motivación en la consolidación de una ideología libertaria; hedonista; redimida de prejuicios; derribadora de paradigmas, en particular los religiosos; cuestionadora de tradiciones; cartesiana...