miércoles, 28 de febrero de 2007

Mariposa Negra

Por Fernando Fernández

Octubre 30 de 2007

Las tenía cerca de mí, me rondaban, escuchaba sus ruidos de vuelo en el aire, sus comentarios agrios y malignos. No me quedaba duda: existían, las veía de cuerpo presente. Sus narices y sombreros puntiagudos, sus trajes negros y largos tal como se les veía en las fotos, en la imaginación, en el cine. La rareza no era tanto la imagen que se me presentaba, que mi niñez podía sin dificultad asimilar, sino lo extraordinario era ese constatar de su real existencia. La manada se desplazaba en circunvoluciones de mariposas negras como si buscaran algo preciso, o quizás era un ritual rutinario que sólo tenía como objetivo el reunirse a plena luz de luna, en particular la de esa noche que estaba llena y sin asomo de nubes.

Se adivinaba, por los chillidos estridentes más fuertes que emitía, que aquel aquelarre estaba comandado por Dominga, nuestra empleada de servicio doméstico encargada de los menesteres de la cocina, a quien mi padre tanto estimaba, pero de quien, paradoja, tanto desconfiaba. Dominga Tibaduiza era su nombre completo, así ella lo pronunciase torpemente Tibagüiza. Pocas veces salía de casa, a pesar de tener abundante familia, muchos hermanos y un hormiguero de sobrinos, a quienes poco visitaba y que cuando venían a verla a nuestra casa ella les huía, pues sus visitas siempre tenían por finalidad el solicitarle préstamos de dinero del que ella escaseaba y que cuando lograban sonsacárselo nunca le reembolsaban. Sus salidas eran los domingos en las horas de la tarde, porque por la mañana iba a la misa de la iglesia del pueblo y luego, sin falta, a visitar tumbas al camposanto. Regresaba a casa hacia las siete de la noche con hedores alcohólicos y con tambaleos que delataban las ingurgitaciones de chicha, una bebida alcohólica de invento ancestral, espesa, fruto de la fermentación del maíz y que gozaba de muy mala reputación entre las gentes que se consideraban de bien. En años anteriores el gobierno y los púlpitos habían declarado una guerra mortal a esta bebida por considerar que embrutecía los cerebros del pueblo; sin embargo, cosa curiosa, la cerveza que por entonces se había comenzado a comercializar y por la que los fabricantes pagaban impuestos, contaba con toda la legalidad y apoyo, y ésta no animalizaba al pueblo, según anunciaba la publicidad, sino tan sólo divertía y refrescaba. En todo caso a Dominga los domingos le sabían a chicha, y la cerveza le era extraña y sofisticada.

Mi padre se recelaba de aquella mujer, a pesar de que la conocía y había estado en casa desde mucho antes de que aparecería mi madre por su vida; y más razones de aprensión hubiese tenido, si como yo, la tuviese a su alcance, viendo como dirigía aquella caterva negra que a mí me parecía un suntuoso ballet acrobático, como aquellos que veía en los circos que rara vez tendían carpa en el pueblo. Dominga desbordaba ya los cincuenta años, nunca se había casado, ni se supo si tuvo pretendientes, pero lo dudo dada su fealdad casi natural, su maquillaje vulgar, sus enaguas esponjadas y de colorines, su pequeña estatura, sus garfios de uñas pintorreteadas de rojo, sus blusas muy vaporosas de ostentosos y grotescos escotes. Todo en ella repelía, excepto las delicias que preparaba en la cocina. De todas maneras mi padre aunque se saboreaba con deleite sus platillos, siempre pensaba que aquella mujer podría introducirle algún maleficio a nuestra comida, por ejemplo añadirle tierra de cementerio, que era altamente letal, aún en minúsculas proporciones, decía a menudo papá. Según entendí de mi padre, no era que tal adobo causase la muerte, sino que dejaba a quien la ingiriese en estado de sumisión como los zombies, como aquellos que veíamos en las películas de nuestro precario aparato de televisión. Y mi padre de carácter indómito prefería la muerte a la subordinación y pérdida de voluntad. Dominga lo miraba de reojo, con deseos de vengarse de no sé qué, tal vez porque estaba sujeta a un trabajo y a unas reglas que dictaba mi padre. Sin embargo, nos engolosinábamos, y mi padre el primero, con las pezuñas de cerdo aún medio peludas que preparaba en suculenta y copiosa salsa en la que los cominos se olfateaban a distancia. Nos comíamos bandejas enormes de pares de patitas de cerdo. ¿Cuántos marranos habrían sido acribillados para que nosotros nos comiéramos sus patas gelatinosas? Y como estas patas tienen tantos huesecillos, era imposible comerlas con cubiertos, mi madre había renunciado a exigirnos su uso para este guisado, entonces usábamos directamente las manos que con placer nos embadurnábamos al tiempo que las camisas y el mantel. Qué delicia, así estuviera sazonado de tierra de muertos, la de mis abuelos, por ejemplo, que nunca conocí y que estaban durmiendo eternidades en el olvido del tierrero sacrosanto del pueblo. Es que mi padre debía creer que la muerte era contagiosa; razón habría de asistirlo, pues ya cuenta me había dado de que quien frecuentaba moribundos terminaba en las mismas al cabo del tiempo. El mismo tiempo me enseñaría que los otros también, que sin frecuentarlos el contagio era el mismo.

Tan increíbles como el vuelo nocturno que ahora estaba presenciando, eran las historias que nos contaba aquella mujer; cómo se nos quedaban los ojos alelados y las bocas abiertas cuando nos narraba sus testimonios de frecuentación de espantos, cuando nos aseguraba haber visto un cortejo de ánimas en pena pasar por su lado en medio de la noche y en un coro de penitencia suplicarle oraciones para finiquitar el insoportable suplicio de fuego por el que transitaban. Cuando nos contaba que había visto al espanto de la desgraciada Llorona que se lamentaba por la eternidad por haber matado a sus hijos y que ella, Dominga, había enfrentado arrojándole agua bendita en la cara y haciéndola correr despavorida con sus lloriqueos a otros lugares. Cuando nos describía con detalles que en varios ocasiones había visto el alma del judío errante en su vagar eterno, en ese arrebato sin fin que no le daba tiempo para trabar conversación, sino sólo para correr y así pagar por su traición a Cristo. Que el mismísimo diablo le había propuesto que le vendiera su alma y que ella con cruz en mano lo había alejado.

Como zumbaban en mi cabeza aquellos espantajos voladores aquella noche y con que claridad les oía decir a pesar de sus roncas voces que necesitaban sacrificar a un muchacho, uno que fuera virtuoso y que tuviera la sangre casta; yo que ni sabía bien lo que significaba todo aquello, me sentí candidato a estos rituales de las nigromantes voladoras y lancé gritos en aquel desierto de soledad sin que fuera escuchado, sentí y vi como se me abalanzaban estos esperpentos, vi como preparaban un brebaje ocre de tierra de muertos y leí en sus pensamientos las horribles intenciones de obligarme a engullirlo. Grite con todas mis fuerzas, intenté zafarme de aquel nudo de brazos huesudos y cabellos hirsutos. Salté de mi nada y caí al vacío de mi existencia, desperté de aquella pesadilla justo cuando Dominga me sacudía las sábanas para hacerme beber aquel jugo de remolacha color sanguíneo que mi madre le había ordenado hacernos tomar cada mañana al despertar para criar mejor sangre...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy buena, si se puede decir, tu pesadilla. Los cuentos de sustos y espantos que sufrimos de las muchachas nos causaron muchas en la infancia.
Un abrazo.
Nelson



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