miércoles, 28 de febrero de 2007

Magdalena

Por Fernando Fernández
Agosto de 2008


Desde que se había casado la veíamos mucho menos, se nos había vuelto ausente; ella que era tan comunicativa, que siempre encontraba algún pretexto para llamarnos, y que nos mantenía al corriente de la vida y milagros de cada una de las personas de ese grupo de amigos que conformábamos. Éramos todos tan diferentes. Un verdadero muestrario de ideologías, de maneras de vivir y hasta de razas. De todo había en esa variopinta cosecha: libertinos y mojigatos, librepensadores y conservadores, casados y solteros, divorciados y hasta un cura que recitaba avemarías y alardeaba incumplidos celibatos. Pero, dentro de esta manada ella, Magdalena, se destacaba, era especial, era quien cohesionaba este ecléctico grupo, era ella quien inventaba y organizaba planes de diversión a los que todos adheríamos y participábamos gustosa y voluntariamente.

No es que ya no viéramos del todo a Magdalena, sino que la frecuencia de encuentros había notablemente disminuido, y que, cuando la veíamos, su conversación se había vuelto monotemática, siempre nos hablaba de su marido, elogiando sus muchas cualidades, comentando lo mucho que lo amaba y de cuánto representaba para ella esta relación tan sólida en su nueva vida. Daba temor pensar en lo que podría ser de ella si aquella relación llegase por infortunio a malograrse; pero, en fin, esos nubarrones de duda nadie los expresaba y los manteníamos discretamente en el imaginario silencioso.

Tantos deseos sentíamos de ver a Magdalena, que a menudo le proponíamos traer a su marido a nuestras reuniones de grupo; la intención velada era recuperarla y ganarnos un nuevo compañero para lo que considerábamos nuestras grandes farras, que en el fondo eran sencillas y más bien ingenuas, pero nuestro ego colectivo nos las hacía ver osadas y singulares. Inútiles habían sido estas sugerencias, siempre recibíamos excusas: su marido estaba muy atareado, estaba de viaje o cualquier otra disculpa. Llegamos a pensar que se trataba de un pretexto evasivo.

A José María, así se llamaba nuestro rival, probablemente no le gustaba nuestra compañía; hipótesis que resultaba un tanto inverosímil, puesto que éste ni siquiera nos conocía. Por el contrario, de él, y por boca de Magdalena, lo sabíamos todo: que le gustaban las corridas de toros, que adoraba los caballos, que era reacio a las fiestas de amigos, que era un gran ejecutivo pero que prefería los pueblos pequeños y sobre todo la vida de campo, y que gustoso se iría a vivir a una finca en medio de árboles y animales, como no fuera por la oposición que tal idea encontraba en Magdalena, así nos decía ella.

Cómo viajaba aquel hombre; recorría el país a lo largo y a lo ancho, y sus viajes al extranjero eran muy frecuentes, también de ello nos daba razón Magdalena. Lástima que en estos viajes no tuviera tiempo para darle alguna llamada telefónica o para comprarle algún pequeño regalo; esto no lo decía directamente Magdalena pero lo leíamos en sus ojos y en sus veladas alusiones. Era José María una persona demasiado ocupada, sus viajes no eran de placer, lo excusaba Magdalena, y no tenía tiempo sino para las largas reuniones que apenas le daban tiempo de descansar algunas horas en las noches de hotel. Cómo lo compadecía Magdalena y cómo nosotros a ella.

Al matrimonio de Magdalena no habíamos asistido, por la sencilla razón de no haber sido invitados; se trató, nos dijo, de una muy parca reunión, a la cual sólo participaron los más allegados familiares, debido a la aversión que José María tenía a las grandes reuniones. Ni fotos vimos. Magdalena se había disculpado con nosotros en todos los tonos y modos, y a regañadientes habíamos entendido sus razones, o mejor, las de su marido. De todas maneras nos llenaba de contento el saberla ahora instalada en una estable relación como ella siempre había añorado y buscado.

Ella que a lo largo de su vida, y esto nos constaba, había estado tan sola; los hombres que se le acercaban habían sido muy escasos y esencialmente éramos nosotros sus grandes amigos. Llegamos a pensar, sin decirlo directamente, que Magdalena, había llegado, a pesar de sus treinta y cinco años, virgen al matrimonio. Qué felicidad nos invadía al verla ahora más segura de sí misma, con tantas ganas de vivir, así a veces la viésemos languidecer y navegar entre enigmáticas nubes, sobre todo cuando su marido se ausentaba, que no era en pocas ocasiones.
Para Magdalena la vida no había estado pintada en colores de rosas; para comenzar había trabajado toda su vida, desde temprana edad, carga que sobrellevó mucho antes que cualquiera de nosotros. Su familia tenía dificultades para sufragar sus estudios universitarios pero ella con trabajos sencillos y mal remunerados había logrado salir adelante y terminar su carrera; había conseguido, como todos nosotros, graduarse en medicina. De gran talento y afabilidad, atestiguaron sus pacientes cuando se les solicitó aquel día hablar sobre ella, y así lo leímos en los periódicos en grandes letras.

Como olvidar que a muchos de nosotros, sus compañeros, Magdalena nos había intentado seducir, sin mayor éxito, mejor dicho sin ninguno; que ella había intentado tener alguna relación sentimental y que para ello no escatimó empeño, ni ahorró esfuerzo con ninguno de los que de cerca o de lejos la rodeaban, así es que nuestros, amigos, hermanos y primos fueron objeto de sus múltiples e infructuosos asedios. Cómo la queríamos, pero daba lástima ver tanto denuedo con resultado ninguno. Así es que saber que José María estaba a su lado, de verdad, nos alegraba.
Magdalena no era ni bonita ni fea, ni gorda ni flaca, ni alta ni baja. Todo en ella era medio, nada de su aspecto físico destacaba. Era más que normal, pero lo que sí tenía en exceso eran ganas de vivir en compañía de un hombre que supiera quererla, mimarla y repetir lo que había visto de sus padres. Quería un príncipe, así su azul no fuese tan índigo; se consolaba con el celeste; infortunadamente no le había correspondido de este noble color ni desteñido.

Así como nos habíamos acostumbrado a la presencia hablada de José María, también nos habíamos acostumbrado a la presencia física de John Fredy, su sobrino. Un fortacho muchacho de unos veinte años, quién según nos explicó Magdalena había venido a vivir a la capital por pedido de su hermana. Nos acostumbramos a su presencia y a tenerlo muchas veces en nuestras reuniones; siempre él, muy callado, parecía aburrirse con nuestras charlas y ocurrencias que seguramente entendía como salidas de siglos anteriores; no sabía expresarse sin incurrir en sartas de errores elementales de idioma, lo que denotaba su bajo nivel de instrucción, contrastando esto con su impecable vestir, sus ropas de marcas finas, que la verdad ha de decirse, portaba sin propiedad, no se asociaba el personaje con el vestuario, casi podría decirse que parecía ropa prestada. Lo que era indiscutible era su masculinidad, esa que hace brotar por los poros a borbotones la testosterona en ebullición propia de la edad por la que el jayán atravesaba; Magdalena lo miraba con orgullo. Era la tía que se ocupaba de la vida de su sobrino, lo protegía, le disimulaba su falta de refinamiento, su aspecto y maneras toscas, completaba sus frases torpes y ponía en relieve ideas banales dándoles una mayor envergadura y haciéndolas aparecer como interesantes. Muy cariñosa tía con su sobrino provincial.

Con el acostumbramiento que ya teníamos de él, nos fue triste, además de sorprendente, cuando supimos por Magdalena que John Fredy había sucumbido víctima de un horrible accidente. En los periódicos constatamos esta horrenda noticia, en los que con lujo de detalles y con fotos escabrosas de apoyo al texto explicativo, los periodistas daban parte del asesinato efectuado y la gran sevicia con que se había producido; propio de una venganza sentenciaban, sin especificar los móviles ni autores de la tragedia. Magdalena estaba demasiado compungida, ni su corazón ni su razón encontraban reposo; y José María estaba ausente según nos indicó. Así es que nosotros asumimos la tarea de ser su paño de lágrimas; poco teníamos por decirle, aparte de prestarle nuestras espaldas amigas para que pasara ese duro trance. Si bien, nos decíamos, la vida no nos había sido fácil a ninguno, el destino que acompañaba a Magdalena parecía ensañarse para arrebatarle los momentos dichosos que esta etapa de estabilidad matrimonial le ofrecía.
Después de este hecho, Magdalena ya no volvió a ser la misma; nos veíamos, eso sí, con más regularidad; su marido viajaba más que judío errante dijo nuestro compañero el cura y sus conversaciones sobre él escaseaban en nuestras bocas, que poco atizaba Magdalena en ese sentido. Pero se intuía que el eterno ausente para nosotros, también comenzaba a serlo para ella. Nuestra prudencia impedía que escudriñáramos detalles de las tantas ocupaciones de José María.

Parecía que el tanto dolor que le causaba la muerte de su sobrino, cuyos detalles nunca conversamos con Magdalena para evitarle sufrimientos y hacerle creer que la información del accidente que ella nos había suministrado continuaba vigente y creíble en nuestro magín colectivo. En medio de tanto dolor se refugió en su trabajo, se atareó más que de costumbre, tratando de eclipsar el ramalazo con sobreocupaciones laborales. Entendimos, que al esposo dedicado pero ausente poco le interesó la muerte de su sobrino, tenía quehaceres más importantes, musitó Magdalena uno de esos días de lluvia y tristeza.

Por fortuna para nosotros y para ella, seguíamos siendo, a pesar de los años, un grupo muy compacto y solidario; siempre teníamos noticias frescas los unos de los otros; nos seguíamos reuniendo bajo la batuta de Magdalena. Muy a menudo, rememorábamos nuestras hazañas pasadas, nuestros ya muchos cumpleaños y la imaginación nos era fértil para encontrar motivos para encontrarnos. El placer de vernos, la complicidad de la vida pasada, de los años que se nos acumulaban al igual que las delatadoras arrugas, los achaques y las adiposidades. No nos juzgábamos, todos íbamos al mismo ritmo, al menos en el físico; avanzábamos en manada, talvez para sentirnos protegidos del tiempo que nos agredía.

Y es que los periódicos eran enfáticos en sus conclusiones investigativas, John Fredy era un bribonzuelo que había acumulado un prontuario de pequeños robos, los cuales había venido sofisticando hasta derivar en atracos a mano armada, y, luego -refería la prensa-, había participado en un asalto a una sucursal bancaria y en varios hurtos a residencias de lujo. Lo último que de este aprendiz de delincuente se había conocido es que había colaborado en el saqueo, a plena luz del día, de una prestigiosa joyería. Y Magdalena, era también citada, no como partícipe de esos desmanes, sino como la persona que alojaba a este rufián, cuyos apellidos –pudimos comprobar- en nada coincidían con los de nuestra amiga Magdalena. Es más, en algún periódico se sembraba la duda sobre las relaciones entre el malandrín y su protectora. Posibilidad que nos pareció inaceptable y tan sólo digna del amarillismo que utilizan algunos periódicos por motivos mercantiles. Detestable objetivo, nos decíamos indignados.

Fue entonces por esta época que Magdalena volvió a buscarnos, a organizar más reuniones, y que nosotros gustosos aceptamos; veíamos su necesidad de hablar, de divertirse, así sus ojos nos transmitieran otros lúgubres pensamientos que se incrementaban a medida que los periódicos insistían en sus odiosas investigaciones en las cuales ya hasta José María comenzaba a ser nombrado e incluso asociado con esta tragedia. Cuanto detestamos estos mercaderes de información inexacta y cuanto deseamos que esto terminara pronto.

Y, oh, milagro, José María apareció antes de ayer acompañando a Magdalena a una de nuestras reuniones, nos impresionó sobremanera su don de gran señor, su vestir vistoso y costoso, el uso de pulsera, mancornas y otros aderezos en oro. Sin duda que no era un hombre tímido, su conversación era interesante, agradable y cálida. Creo que a todos nos cautivó y se nos desdibujó la imagen que de él nos había forjado su ausencia. No escatimó en obsequiarnos varias botellas de champán francés, cuyas burbujas nos cosquillearon las narices, casi tanto como la espesa y fina colonia, también gala, que usaba. Cuando se retiró, dejándonos a Magdalena, se excusó de no poder acompañarnos hasta más tarde pues tenía un vuelo muy de mañana al día siguiente. ¿Ya sabía Magdalena lo que anunciarían los titulares al día siguiente? No lo sabemos, en todo caso, ella estuvo feliz como nunca, se dejó tentar por algunas copas de más, talvez para ocultar la nubosidad impenetrable que tenían sus ojos. Magdalena no habló ni de José María, ni de John Fredy, se contentó con rememorar tantos momentos que habíamos pasado juntos, con una brizna de nostalgia que le surcaba imperceptiblemente el rostro. Estuvo charlatana como nunca, casi no nos cedió la palabra, se veía su necesidad imperiosa de hablar sin pausa y nosotros comprendíamos. Parecía apurada por hablar, casi como si no tuviera tiempo. No dijo nada extraño, y lo único curioso era el fondo de sus ojos que en medio de las alegrías del alcohol delataban un no-sé-sabe-qué, unas cuantas tristezas enigmáticas, unas profundidades inexplicables.

El jolgorio de aquella noche continuó entre chocar de copas, bromas y recuerdos desgastados; sólo reaccionamos cuando pasado un largo lapso de permanencia de Magdalena en el baño nos inquietamos y fuimos a buscarla. Sin respuesta a nuestros llamados forzamos la puerta y la encontramos tendida al interior, en el suelo, con la misma sonrisa que había exhibido aquella noche, los ojos aún abiertos seguían ostentando internos arcanos. No valió la pena llamar de urgencia una ambulancia, nuestro instinto y conocimientos médicos nos indicaron que el cuerpo de Magdalena yacía ya sin vida y como liberado de un drama que nunca logramos imaginar.

Ver la triste coincidencia en el periódico de hoy, en donde aparece el aviso fúnebre de invitación a la velación del cadáver de Magdalena y en primicia de primera página el desarrollo de la noticia sobre la vida de José María, nos impresionó. Cómo era posible creer que “El Escorpión” era el alias de un capo narcotraficante que nosotros habíamos conocido como José María, su foto era irrefutable. Cómo era posible creer que Magdalena había ingerido con tanta frialdad y en nuestras narices una alta dosis de estricnina. Cómo era posible creer que John Fredy no era sobrino sino el joven amante de Magdalena y que había sido asesinado por los compinches del “Escorpión” porque aquél lo extorsionaba para no delatarlo a las autoridades. Cómo creer que todavía estábamos juntos frente al ataúd de Magdalena y que ésta descansaba serena y liberada, y que nosotros en silencio nos alegrábamos de su paz.

11 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bien. Vidas dobles secretas que algunos tienen pero que ineluctablemente terminan develadas trágicamente.
Nelson

Anónimo dijo...

HOLA: muy bueno, gracias,
Saludos,
ROSA LUZ

Anónimo dijo...

Cómo me alegra volver a recibir tus cuentos.
Mil gracias
OLga C. Franco

Anónimo dijo...

uyyyy volviste con tus escritos. Muy chévere. Éste me encanto, muy triste el final de Magdalena. A mitad de la lectura la descripción del sobrino me hizo pensar en su amante. Un abrazo y chevere, sigue escribiendo.

abrazos Ángel

Anónimo dijo...

Sabes que yo creo que existen muchas magdalenas, el cuento es creíble
en un país como el nuestro donde por falta de malicia nos atropella la
realidad.
William

Anónimo dijo...

De verdad gracias por volver a mandarme cosas tan bonitas, escribes divino fer, este cuentito me encanto, no importa si no hay tiempo, sin afán ....es delicioso leerlo, me atrapó y no pude dejar de leerlo hasta el final te agradezco mucho y espero seguir leyéndote......
un beso
patu....

Anónimo dijo...

Hola Fernando,
Quien hubiera sospechado ese final si Magdalena era tan buena muchacha !
Me gusto este cuento.
Recuerdos de María Cristina

Anónimo dijo...

Hola Fernando, ¡qué bueno tu cuento!
Me gustó la historia y cómo la fuiste deshilvanando. Es una Magdalena patética en su necesidad de afecto. Cómo inventa para los demás ese personaje, ese "José María", que ella quisiera que el capo de su marido fuera. Cómo al vestir a ese joven, su amante, y presentarlo como su sobrino, volcaba, pienso yo, no tanto sus necesidades de hembra, sino una tremenda necesidad de depositar en alguien que la necesitara, y que no se escurriera fácilmente, ese amor que no encontraba puerto seguro para anclar. Ese deseo de cuidar de los demás, de llenar su soledad tejiendo fantasías que la mostraban interesante y querida por alguien, lo manifestaba también en todos esos encuentros que ella facilitaba de su grupo de amigos. Había tratado de tener acercamientos amorosos con algunos de ellos. Solamente quería ser amada. Todas esas mentiras que hizo creer a los demás, no eran sino el disfraz de su soledad, de su patética necesidad de afecto."Quería un príncipe, así su azul no fuera tan índigo". Muy buena frase, expresa muy bien su permanente deseo de amar y ser amada. Transformaba sapos en príncipes, porque sólo así justificaba el haber depositado su amor en esos hombres, sólo así podía ser reconocida en el grupo, sin lástima. Solamente con el suicidio va a ser mirada realmente. Fue su última llamada de auxilio. Los amigos vieron su dolor, su honda tristeza, sus profundas complejidades, irónicamente, en sus ojos ya sin vida.

Me encantó cómo terminaste el cuento.
Un cariñoso abrazo, Carmiña

Anónimo dijo...

HOLA FERNANDO.

TE FELICITO. QUE CUENTO!!!!!! ME ENCANTO.
BESOS

Patricia MARTINEZ

Anónimo dijo...

Muy bueno, muy bueno!!
Un abrazo,
Dione

Anónimo dijo...

Te cuento que he disfrutado pilas leyendo el relato de Magdalena. Te felicito porque siento que cada vez más tu estilo se hace inconfundible y, sin atreverme a ser yo ni aprendiz de comentarista, te cuento que me gusta mucho la forma como escribes. Maravilla que sigas cultivando esas artes, mi encantador Merlín!!!!

Martha



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