sábado, 17 de marzo de 2012

“El regreso del Joven Príncipe” de A.G. Roemmers


El Principito – Segunda parte

por Fernando Fernández



“El destino siempre encuentra el modo de hacernos aprender lo que más resistencia nos genera, lo que menos queremos aceptar”.
A. G. R.

Sobre el libro “El Principito”, publicado en 1943, queda poco por decir, prácticamente todo tipo de análisis ha sido ya hecho a esta obra del francés y gran aviador Antoine de Saint-Exupéry. Libro escrito en ciernes para niños, pero que su contenido y mensaje ha escapado a la niñez para virarlo a libro culto pertinente a toda franja de edad. Pues sí, todo se ha dicho, y el libro se basta por sí solo sin necesidad de continuaciones.

No obstante, el mundo del mercadeo, hábil motivador, nos bombardea los sentidos hasta que cedemos y nos doblegamos ante sus maquinados productos; aquello a lo que de inicio nos habíamos negado o permanecido indiferentes se nos convierte en atractivo, cuando no en necesidad. Un ejemplo sencillo es lo que ocurre con la moda que se nos impone: cada quien de alguna manera se acoge a los designios estéticos (ie. vestimentarios) que otros nos dictan. Algunos, con un cierto pudor, nos cuidamos de no confesarlo, pero en el fondo caemos, nos topamos con un lavado mediático permanente y eficaz. La literatura, aunque con más sofisticación, no hace excepción a este tipo de técnicas mercantiles.

Cuando se ve el título de un libro por primera vez, se leen sus primeros comentarios publicitarios de las editoriales, o los de prensa impulsados obviamente por las mismas editoriales, uno es consciente de la campaña publicitaria y rebeldemente se resiste. ¿Cuánto dura esta renuencia? de una parte el orgulloso libre albedrío firme, atrincherado, y de otra el hostigamiento permanente, hasta que la duda se instala y se sucumbe; eso me ocurre con alguna frecuencia, he de confesarlo a ver si con ello mi falta mengua.

Pues bien, el caso del libro objeto de esta reseña, “El regreso del Joven Príncipe”, es buena ilustración: mi ´no´ de inicio se transformó poco a poco en un ´debo leerlo para juzgar por mí mismo´, y lo leí. Ahora sé.

Debe decirse ante todo que el escritor es Alejandro Roemmers, nacido en Buenos Aires en 1958, empresario y propietario de los prestigiosos laboratorios farmacéuticos Roemmers. Al tiempo que ha dedicado su vida a la gerencia empresarial también la ha mezclado con una labor de escritura. Loable ciertamente.

Siente uno curiosidad (inducida, ya lo he aludido) por saber cómo se comporta el Principito, el niño, cuando llega a la adolescencia y que además decide venir a la tierra. De ello trata este libro. El joven Príncipe es encontrado atravesado en una carretera en la Patagonia por un viajero; inmediatamente lo recoge y durante tres días –el lapso del escrito– el camionero conduce al joven por carreteras, lo que le da oportunidad de tener un largo diálogo y un compartir de sucesos. La trama es ésta, no hay más que añadir sobre ella. De lo que sí habría por decir es que el camionero se comporta como filósofo que predica e instruye al ritmo que el ingenuo adolescente lo interpela sobre banalidades que el conductor convierte en temas de “alta” reflexión, ejemplos: “El mejor método, o la mejor disposición para resolver un problema, es no considerarlo un problema, sino sólo una dificultad o un reto”, para complementarlo con: “Otra cosa que puedes hacer, una vez hayas localizado la dificultad, es reconocerla, observarla desde distintos ángulos o dividirla en partes más pequeñas, en dificultades menores”. Amén.

Catalogar este libro en el género puramente literario sería gran imprecisión, es más bien clasificable entre las toneladas de páginas (menos mal que la electrónica nos ha liberado de su peso…) de autoayuda, a las cuales soy alérgico. Dentro de este género lanza el escritor, muy asertivamente, frases como: “El sentimiento de culpa nos paraliza y nos impide resolver muchos problemas. Asumir la responsabilidad hará que éste desaparezca y nos permitirá llevar a cabo acciones más positivas, como compensar los daños causados, en la medida de lo posible”. Así sea.

Como me he dado por norma no abandonar una lectura comenzada, fui exhaustivamente hasta la última página, qué suerte que el trajín sólo tuve que mantenerlo ciento cuarenta páginas bien espaciadas y que me pilló la circunstancia en un largo vuelo; allí avizorando las nubes intentaba recordar al aviador Saint-Exupéry y al asteroide B 612 con el que soñaba en mis años adolescentes. Para ser completamente justo, debo añadir que en medio de tanta cursilería que destila la parrafada, se pueden recuperar algunas frases, así estén llenas de lugares comunes; no hace daño recordarlas, me dije. “Al imaginar las cosas, lo más probable es que existan para ti. Hasta cierto punto, tú mismo creas la realidad que te rodea, como si fueses un pequeño dios de tu entorno”.

El libro es también aprovechado por el escritor a guisa de púlpito desde donde predica sus marcadas tendencias deístas, la existencia del dios judeocristiano está más que expresada directamente, sin matices, sin controversia sino como bases de la epístola. Simplista también, así como el discurso en general con el que Roemmers intenta dar continuidad a la obra de Saint-Exupéry. “Cuanto más experimentamos el sufrimiento, más disfrutamos de la felicidad”, reza el escritor al mejor estilo judeocristiano.

Colofón: francamente no debería uno sucumbir a la propaganda hecha sobre este libro; francamente su lectura (¿su escritura?) no era necesaria porque, entre otras, nos desbarata un sueño. Tal vez, entonces, hacer caso al escritor cuando dice dogmáticamente: “¡Desconfía de aquellos que destruyen tus sueños con la excusa de hacerte un favor, porque normalmente no tienen nada que ofrecerte a cambio!

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