viernes, 16 de marzo de 2012

"La presa" de Kenzaburo Oé


Para iniciarse con Oé
por Fernando Fernández


Reseña del libro Introducirse en el mundo del escritor japonés Kenzaburo Oé vale la pena, su mundo particular es de gran relevancia y contrastante con la literatura occidental. Un buen inicio es la novela La presa que recibió en 1958 el prestigioso Premio Akutagawa, sin duda el más alto galardón literario japonés. En 1994 el escritor gana el Premio Nobel de literatura.

La acción de la novela se sitúa en la época de la Segunda Guerra Mundial en Japón, un país entonces poco desarrollado y en guerra; más precisamente los hechos se localizan en un pequeño pueblo, menesteroso y aislado; la comunicación con “la ciudad” más cercana es solo posible a través de difíciles desplazamientos de mandaderos por entre la montaña tupida y peligrosa.

Esta corta novela puede dar la sensación de un cuento escrito para niños, sin embargo, mirado en pormenor, se descubre una sorprendente descripción de la vida de un pequeño poblado nipón en donde nada ocurre, descontando lo habitual e ininteresante de supervivencia material, de gran precariedad.

Por eso el accidente de un avión enemigo –tema central de la narración– en estos parajes constituye un acontecimiento mayor que estremece niños y adultos. De sus ocupantes sobrevive solo uno: un soldado negro, alto y fornido que es visto con total estupefacción en aquel mísero y relegado entorno.

La comunicación con este piloto accidentado es poco menos que imposible por razones lingüísticas y culturales. Aunque tratado el rehén con piedad, es considerado como un animal al que con el tiempo le van descubriendo características humanas: inteligencia y necesidades fisiológicas; sus movimientos son espiados con minucia por entre las agujereadas paredes que sirven de prisión, en procura curiosa de entendimiento de su comportamiento. Son los niños quienes se encargan de auscultar al prisionero negro y de descubrir que esta mascota tiene humanidad.

No se sabe qué hacer con esta “presa” que han atrapado, la escudriñan, la alimentan, la pasean hasta descubrirla inofensiva, entonces las cadenas caen y el prisionero es en parte integrado a esta comunidad. De todas maneras la gran pregunta subyace: ¿Qué hacer con él que es, no obstante, un prisionero y enemigo de guerra y que por razones de la incomunicación con “la ciudad” no se puede tomar ninguna decisión sobre su suerte?

Entonces la presa se convierte en un bonito pasatiempos, en un animal doméstico, al tiempo que en una especie de objeto sagrado que se venera y cuyos movimientos son admirados y hasta sus excrementos apreciados. Aquellos que tienen derecho de estar en contacto más cercano con él son considerados como elegidos, son los sacerdotes de este nuevo dios que amerita reverencia y atención. Es que aquí como en toda sociedad, el contacto con el dios de turno llena de privilegios y santidades a quienes se ponen en contacto directo con la deidad.

El escritor ha querido hacer en la narración algunos guiños tímidos y tenues sobre los despertares sexuales de los niños, tal vez, para que no se olvide que por entre los eventos corrientes o excepcionales de la vida, la humanidad también tiene este componente importante que se abre camino y entra en acción muy prontamente para marcar un derrotero ineludible como bien podría la escuela freudiana indicarlo con mucho mayor acento.

Está escrito este libro en un admirable lenguaje de tonalidades poéticas, que permite la exaltación de la naturaleza, de la humildad de lo cotidiano y en donde la simplicidad de lo vivido y lo narrado toma dimensiones que oscilan entre lo místico, lo admirativo, lo contemplativo y lo fuera de común con este evento acaecido y caído del cielo. Se retozará el lector con algunas construcciones bucólicas en donde seguramente el traductor también tiene grandes méritos. He aquí un ejemplo: “Teníamos la sensación de que el verano que mostraba de aquel modo su poderosa musculatura, con un resplandor deslumbrante, el verano que, al igual que un pozo de petróleo que nos embadurnara de un pesado líquido negro, hacía manar un repentino surtidor de inacabable alegría, sería un verano que duraría eternamente, que no acabaría jamás.”

Con qué sutileza describe el escritor, aquí poeta, la fragilidad y fugacidad de la niñez: “Mi hermano y yo éramos dos menudas semillas envueltas en una vaina dura y de pulpa espesa, dos semillas verdes engastadas en una fina película que, apenas fuera cosquilleada por la luz del exterior, se estremecería y acabaría por desprenderse”.

Pronto aprenderían los niños de la novela que cada dios tiene su periodo, que a cada uno de ellos el tiempo convierte en menor frente a otros nuevos que se erigen y ante los cuales sucumbe o es inmolado por sus mismos siervos el anterior, en este caso ante el de la época: la guerra.

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