miércoles, 28 de febrero de 2007

Aquella noche era su noche

Por Fernando Fernández

Julio 20 de 2007


Aquella noche era su noche, la tenía comprometida, planeada con antelación de varias semanas, talvez meses. El trabajo arduo de los últimos tiempos no le había dejado posibilidad de respiro. Cada noche y en diferentes ciudades acudía un numeroso público a presenciar y a aplaudir las presentaciones del repertorio de obras de teatro de las cuales era director. La fatiga, aunque ya desmedida, se le mitigaba y hasta le pasaba desapercibida cuando el bálsamo de los aplausos y elogios le masajeaba la estima y le relajaba las tensiones, las inherentes a la actividad artística y las muy numerosas otras: las de manejar un equipo de actores y técnicos de escena con todas sus debilidades humanas, sus variables e imprevisibles estados de ánimo, sus tan diversas personalidades, sus dudas, alegrías, expectativas y no pocas depresiones. Y todo eso sin dejarse emponzoñar, guardando cordura y apariencias. Eso era ser director, Tiberio lo era, le gustaba y lo asumía; sabía además que tenía que dominar sus impulsos primarios, no dejar que sus vísceras intervinieran en su comportamiento, así como soportar la carga adicional creada por los multifacéticos celos profesionales que le propinaban sus colegas pares de profesión que de mal ojo veían cada uno de sus éxitos. Cada triunfo, cada aplauso era recibido como una afrenta personal que caro le cobraban con comentarios malintencionados, con críticas mordaces y con solapadas intrigas.

Pero aquella noche era la suya. Diversión asegurada, juerga de copas y desmadre con amigos, con los verdaderos, los pocos sinceros, desinteresados que en realidad tenía y que en su interior apreciaba mucho, así no lo expresara porque era un hombre que reservaba la manifestación de sus sentimientos para el proscenio. Olvidarse por unas horas de sus compromisos y retos artísticos, así al otro día su cabeza enresacada pagase las consecuencias y en aprendiz de bombero tuviese que apagar el incendio de sus tripas y meninges irritadas.

Conduciendo su carro y detenido frente a un semáforo en rojo reflexionaba sobre la última función de temporada, la de nocturna que acababa de finalizar, aún le retumbaban en el cráneo los aplausos, las generosas y amplias ovaciones. Había valido la pena, se decía con aplomo y orgullo, tanto trabajo y angustias. El público había asimilado y apreciado esta última obra, creación difícil, osada, un tanto irreverente, inusual, plasmada de simbolismos, de lectura entre líneas, y en la cual –de ello se sentía orgulloso– no había hecho ninguna concesión, ningún sacrificio de sus ideas para complacer el público con facilismos; éste lo había comprendido y valorado justamente eso: su sinceridad, su honestidad y coherencia. Tantas horas de duda y desvelos, parecían ahora olvidadas y recompensadas por la aclamación fuerte, reafirmada luego por los motivantes títulos de prensa. Poco habitual: aun sus resentidos contradictores habían osado frases tímidas pero amables, algunos, los más recalcitrantes, habían guardado respetuoso y aprobatorio silencio, alguna fibra interna les había cosquilleado esta última obra.

Abstraído en tales consideraciones conducía Tiberio su carro recién salido de reparación del taller, descendiendo de sus olimpos meditatorios de cuando en cuando para realizar llamadas desde su teléfono móvil, al que ya había notado estaba a punto de agotársele la carga de batería, para asegurarse que sus amigos lo acompañarían esa noche para celebrar en el bar “El Cactus rosado”. De todos ellos recibía confirmaciones de asistencia, todos de acuerdo y entusiastas para la cita de farra. Estos amigos de larga data constituían su sustento afectivo. Algunos, incluso, trabajaban con él, compartiendo lucha y sudores, otros los había cultivado desde la universidad o el colegio; Francisco era capítulo aparte, había sido su compañero, amigo y confidente desde la escuela primaria. Tiberio llamaba a aquellos compinches sus doce apóstoles, aunque en realidad eran catorce. Buscaban la oportunidad de encontrarse a menudo y lo lograban. Se entendían de maravilla, compartían dichas y pesares, amores y despechos. Tiberio sabía que él había sido el elemento aglutinador en la conformación de este grupo tan cercano y cerrado. Hacía ya algún tiempo, sin embargo, que Tiberio no los veía, su trabajo se lo había impedido. Qué alegría reunirlos de nuevo, verlos esa noche. De verdad los quería.

El reloj marcaba las diez y media de la noche, una leve llovizna empañaba el parabrisas y a la ciudad como cada sábado en la noche se le congestionaban sus calles. Corrían aquellos citadinos presurosos en busca de diversión, lenitivo efectivo de las cuitas semanales, sin deseos de desperdiciar ni una hora de jolgorio; los motorizados hundían los aceleradores de los carros con más presión que durante la semana y los peatones cruzaban las húmedas calles tomando riesgos, toreando y sacando quites peligrosos a los automotores embravecidos.

La programación de su próxima obra estaba casi asegurada, así se lo había manifestado con entusiasmo su productor un par de horas antes y prometió animoso que vendría también de regocijos al “Cactus rosado”. Otro motivo de celebración para Tiberio, y así lo comentaría a sus amigos en el bar, ellos que siempre estaban listos a compartir y a hacer suyos todos sus triunfos. Al lado de estas reflexiones felices desfilaba veloz la jauría de vehículos que esta noche de luna llena se mostraba particularmente temeraria y atrevida. En fin, qué importaba tanto jaleo de desmandado tráfico, ya poco faltaba para llegar a casa, justo el tiempo de una ducha para despabilarse, algo de comer para engañarse el estomago y muy pronta salida al “Cactus rosado”, lugar de reunión de noctámbulos de todas las pelambres: artistas, gentes de farándula, políticos jóvenes, hombres de negocio, yuppies y cuanto personaje notable tenía la ciudad. Sitio en donde rumba, alcohol, música y ligue -todos en uno- se daban cita. Esta noche era la suya.

El semáforo marcaba el rojo en aquella arteria principal de la ciudad, su carro inmóvil en espera de cambio de color. De lo que ocurrió, tan sólo sintió el impacto. Su carro fue sacudido y propulsado hacia delante con violencia. ¿Cómo pudo chocarlo tan brutalmente ese carro mientras el semáforo estaba en rojo y su carro perfectamente detenido? Salió de sus ensimismamientos y también del carro para constatar que el bumper trasero había quedado completamente abollado. Miró con ojos de rabia, pero se contuvo antes de preguntar al causante del accidente ¿qué le ocurrió? La respuesta no tardó en aflorar en la boca del conductor responsable del estropicio; impávido musitó “lo lamento estaba distraído”. Aquel hombre estaba pálido, mustio, difícilmente se tenía en pie, como si un temblor le arrebatara las piernas, parecía como si llevase algunas copas en la cabeza, sin embargo su apariencia no era de hombre que se diera al licor. Tiberio lo sacó del sopor y asombro cuando con voz firme e impaciente le dijo “tenemos que llamar a la policía de tráfico”, acto seguido y sin consultarle llamó al número de emergencia en donde le prometieron el envío rápido de una patrulla para levantar el croquis del accidente. Tuvo apenas tiempo, antes de que la carga de batería de su teléfono móvil muriera por completo, para llamar a su compañía de seguros, desde donde le dijeron que prontamente un perito evaluador del incidente se haría presente en el lugar del siniestro. Con rabia y escondiéndosele a la lluvia se introdujo en el carro en espera de la patrulla de tránsito y del perito.

Una hora después nadie había aparecido por allí, así es que decidió salir a hablar con el conductor del vehículo que lo colisionó y que permanecía mojándose bajo la lluvia que arreciaba. Lo encontró absorto fijando su atención en el fuerte daño que había sufrido su automotor en la parte delantera. A pesar de esta evidente petrificación delante del accidente, no parecía interesarle realmente el hecho, ni menos el carro que acababa de chocar. Herrera, así dijo apellidarse, no estaba presente, su mirada y pensamiento deambulaban por otras latitudes, sin embargo con parsimonia insistió de nuevo desde su teléfono para que enviaran una patrulla. Tiberio entraba y salía impaciente de su automóvil estrellado y observaba en medio del chaparrón en que ahora se había convertido la llovizna, que Herrera tenía muchos libros en su carro, también vio que le llegaban varios amigos, quienes, era evidente, tenían el ambiente festivo que producen los efluvios de alcohol, sus conversaciones no dejaban duda que habían estado previamente con Herrera en la misma reunión, así éste hubiese dicho entre muelas que estuvo comprando libros como buen lector que parecía ser. Argumento que no era peregrino admitir porque Herrera comentó que era profesor de Sociología de la reconocida Universidad Estatal Politécnica. Por cosas del azar esta universidad se encontraba justo en frente del sitio en donde ocurrió el accidente; plantel educativo célebre por sus acciones de protesta contra cualquier gobierno de turno, el que fuese, sus estudiantes salían en marchas de protesta a las calles y entablaban a menudo enfrentamientos de fuerza con las autoridades. Ocurría esto con inusitada frecuencia y alegando cualquier evento que acaeciera en el país; de agitadores profesionales los tildaban algunos; lo cierto, y era muy conocido, en muchos casos eran secundados por algunos de sus profesores.

Otras cosas que corresponden a los albures de aquella noche: algunos de los fiesteros compañeros de Herrera resultaron ser conocidos de Tiberio a quienes éste, malhumorado, apenas si saludó. Cada vez masticaba más su rabia, que se incrementó cuando llegó el perito que con gran asertividad indicó que la compañía de seguros del otro conductor debería también acudir al lugar del percance con su respectivo perito, así como los abogados de ambas compañías de seguros. En poco decir, había que armar una tropa de funcionarios fisgones, siendo ya cerca de la una de la mañana. Se subió de nuevo al carro mientras el perito tomaba fotos, indagaba y conversaba con Herrera y sus amigos. Tiberio pensaba en el bar y las horas de fiesta que estaba dejando de lado, pero a la que seguramente se uniría, qué importaba, un poco más tarde.

Tiempo después apareció el perito de la aseguradora de Herrera al que Tiberio no prestó la menor atención; en realidad sólo prestaba atención al paso del tiempo en su reloj que obsesivamente consultaba. Escuchó que en el corrillo de amigos y peritos alguien decía a Herrera, usted chocó a Tiberio Estarfonde, el afamado director de teatro. Herrera palideció aún más y dejó de examinar su automóvil medio desbaratado, parecía que ahora esto ya no le interesaba, que su mente divagaba por otros lugares, musitó palabra para indicar que deseaba terminar todo esto cuanto antes, a lo cual los peritos casi en coro le respondieron que sólo sería posible dar por concluido el trámite una vez que la patrulla y los abogados aparecieran en el sitio. Primero y con gran retraso se presentó la abogada de Tiberio que con poco examinar la circunstancia dictaminó que Herrera tenía copas en la cabeza y que habría que exigir un alcohotest en medicina legal, advirtió con amabilidad que este tipo de análisis se realizaba en un lugar lejano del que se encontraban ahora y, añadió, que contando colas de espera propias del sábado en la noche y otras minucias jurídicas podría tardar tres largas horas. Tiberio cerraba los dientes con enojo y comenzando a entender que esa noche era la suya pero para otros no previstos menesteres. Al rato tardío apareció la contraparte legal que resultó ser también una abogada. Poco se supo del contenido de la larga discusión que sostuvieron en el carro de una de ellas, lo cierto es que cuando salió humo blanco de ese carro tenían un acta elaborada mediante la cual Herrera aceptaba la culpabilidad del accidente, se evitaba así el análisis de alcoholimetría que parecía desfavorecer a Herrera. Se estamparon las debidas firmas. La patrulla nunca apareció por el sitio. El reloj marcaba las cuatro menos cinco minutos de la mañana.

Con rabia y con forzada cortesía Tiberio se despidió de todo ese tropel con el que había compartido aquellas últimas e interminables horas. Quiso evitar despedirse de Herrera pero se tropezó con su mirada enigmática, en la que atisbó nubarrones negros y un viento gélido que le heló el adusto adiós. Intentó una despedida insípida, pero Herrera la solemnizó alargando la mano, dejando a Tiberio sin excusa para no imitarlo; se topó con una mano fría, recargadamente firme, así lo demostraba el apretón triturador de dedos que le ofreció. Con fastidio Tiberio retiró la mano, no apreció la despedida que le impuso, como tampoco la frialdad de su mirada, que esquivó; así es que sin más palabras ni miramientos se dio vuelta, deseando no volver a tropezarse con este espécimen.

Aceleró su carro estrellado que hacía un ruido infernal dejando evidencia por entre las calles ahora vacías que el tubo de escape había sido severamente estropeado. Llegó a casa, se tomó una dosis de somníferos más elevada que lo usual para conciliar el sueño, apagó la luz de su habitación y en pocos minutos, sin darse tiempo para recapacitar sobre lo ocurrido, se instaló en ronquidos ahuyentadores de cualquier consideración consciente sobre aquellos malos momentos que acababa de vivir y que le había arruinado sus planes.

Debería ser las dos de la tarde cuando abrió los ojos, creyó escuchar el timbre del teléfono, cambió de posición y se adentró en nuevos ronquidos y sueños mientras afuera la ciudad vivía. Cuando abrió nuevamente las ventanas de sus ojos, el reloj marcaba ya las cuatro de la tarde y su teléfono fijo sonaba ahora desesperadamente. De mala gana contestó. Era Justina llorosa, aterrada, histérica, apenas si se le entendía aquel flujo de frases entrecortadas y que a Tiberio aún adormilado le entraban incomprensibles al oído y a la razón aún alelada.

- Eres tú –preguntó ella.
- Pues claro, quién sino.
- ¿Estás vivo?
- No, estoy durmiendo –añadió con reclamo.
- ¿No fuiste al “Cactus rosado”?
- Pues no.
- Yo tampoco –dijo ella– esperé ansiosa tu llamada y nunca te comunicaste. Todos los demás, los doce apóstoles estaban allí.

Lloraba sorbiéndose los mocos. Un ataque de celos, pensó Tiberio.

- ¿Y estás al corriente? –continuó ella.
- ¿Al corriente de qué? –preguntó él.
- Enciende la televisión –le ordenó casi.

En el canal de noticias se explayaban en detalles, se mostraban imágenes escalofriantes y reportajes angustiosos. Sólo se despertó completamente cuando vio y reconoció la foto de Herrera a quien se le identificaba claramente como el cerebro de la organización que había ocasionado el atentado terrorista la noche anterior y que había reducido a cenizas el célebre y bien frecuentado bar “el Cactus rosado”, sin que hubiera quedado ningún sobreviviente… Apagó el televisor, se recostó nuevamente en su cama y miró al techo al que no tardó en confundir con el infinito, el infinito dolor sin salida y sin expresión, el infinito vacío al que deseaba ahora integrarse.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Tiberio y Herrera me mantuvieron al vilo hasta el último párrafo. Yo creo que lo mejor es que renuncie a esa presidencia y se salga a escribir, así todos disfrutaremos de su intelecto.
Un abrazo,
Aura

Anónimo dijo...

HASTA HOY LEO ESTAS LÍNEAS. ME GUSTARON MUCHÍSIMO.
ACASO INSPIRADAS EN LO OCURRIDO HACE UNOS DÍAS?
SALUDOS.
ÁLVARO

Anónimo dijo...

Muy bien, Fernando. Un abrazo.
Nelson

Anónimo dijo...

Uf! de la que nos libramos y nosotros en Madrid y un año des
pués sin enterarnos
Un saludo.



Tu colaboración es muy importante; participa con tus comentarios.
__________________________________________

Datos personales

Gran motivación en la consolidación de una ideología libertaria; hedonista; redimida de prejuicios; derribadora de paradigmas, en particular los religiosos; cuestionadora de tradiciones; cartesiana...