miércoles, 28 de febrero de 2007

Rumbo al destino

Por Fernando Fernández
Marzo 30 de 2007

Ritmado de una algarabía infernal avanzaba el tropel de cascos en trote atropellado sobre la calle adoquinada de mi pueblo. Me parecían miles de animales que castigaban desesperadamente la piedra como presintiendo que su fin no estaba lejos, que el final del rápido recorrido, azuzados por hombres de a caballo -tal vez eran mulas, mi memoria de infancia no me es muy fiel-, era también para estos cuadrúpedos el ocaso de sus vidas. Vidas de reses, paridas con un único propósito: crecer, cebarse y luego servir de alimento.

Y a mí, de tan escasos años entonces, aquello me atemorizaba; observaba con angustia como los mayores presurosos cerraban puertas para evitar que alguna de estas bestias de carne entrara en sus casas; en la mía, también se cerraban las ventanas, como previniendo que estos infelices animales, en camino al patíbulo, pudiesen alzar vuelo y por allí colársenos. El aliento se me cortaba cada vez que aparecía este desfile vacuno, así de repente, sin ninguna previsión ni advertencia. Mis neuronas poco adiestradas a lo sorpresivo me lanzaban señales de temor y de prevención. ¿Qué pasaría si un buen día aquella horda de cuernos me sorprendiese fuera de casa, en la calle, al descubierto? Temor inconcluso que aún recuerdo con agitación.

¿Por qué aquellos animales avanzaban a tal velocidad como en búsqueda urgida de sus matarifes, por qué mugían lastimosamente, por qué si entendían el objetivo de tan impetuosa carrera, no escapaban, ni huían en dirección contraria, por qué cooperar con ese trágico designio? Así se preguntaba mi mente infantil no curtida aún con los desmanes del destino, sin percatarme que los humanos adultos también tenían este mismo proceder.

El casqueteo retumbaba con furor en mis oídos, sentía miedo, veo aún esa manada de prontos cadáveres que corría desaforadamente al encuentro de su fin y capaces en su último esfuerzo de atacar, arrasar lo que encontrasen a su veloz y furibundo paso. Podrían traspasar la puerta con sus astas, entrar en casa, devastarla y encornarme. Nadie parecía temer eso. Sólo yo. Mi madre vociferaba como intentando encubrir los bramidos exteriores: “cierren las puertas”, su afán de protección, acrecentaba más mis sustos. ¡Qué sólo estaba ya con mis temores, que prefiguración del crescendo que éstos alcanzarían en mi vida de adulto, en la cual -vaya ironía- las dificultades menores serían justamente las concernientes con los cuernos!

Y yo detrás de la puerta, convertida a la ocasión en burladero, atisbando por entre las hendijas la carne nutriente de mañana y escuchando sus bufidos de despedida; sólo me separaba de ese séquito tenebroso, una tabla de madera, que encontraba frágil frente a la corpulencia de las cornudas y veloces reses. Qué escalofrío, aquello duraba eternidades, muchas eternidades, según cuentas de niño.

El correr de los años habría de confirmarme aquella imagen: del peligro siempre nos separa una débil pared, usualmente insuficiente, no hay protección total al riesgo, el guarecernos era el objeto de nuestros sentidos, que habrían de ser aguzados y entrenados para mantenerse vigilantes, que ésta era la lucha por la vida, por la supervivencia. Mucho más tarde entendí que estas circunstancias habían desflorado mi inocencia…

Ritmado de un silencio ronco avanzaba el tropel de zapatos en trote atropellado sobre la calle adoquinada de mi ciudad. Eran miles de hombres que castigaban desesperadamente la piedra como presintiendo que su fin no estaba lejos, que al final del rápido recorrido, azuzados por otros hombres –con aspecto de mulas, mi memoria de adulto me es fiel-, era también para estos bípedos el ocaso de sus vidas. Vidas humanas como de reses, paridas con ambicioso propósito, pero en realidad con uno fundamental e inconfesable: crecer, engordar familias y luego, o al mismo tiempo, servir de alimento al engranaje económico.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Querido Fernando, como siempre tus escritos describen con desagarrador realismo pasajes de la vida humana. Nuevamente se revela un ser humano con un alma noble, que repudia la violencia y que, desde niño, se pregunta qué sentido tienen tantos actos que parecen darse con total inconsciencia.

Gracias como siempre por compartir tus pensamientos vueltos palabras escritas... que no se llevarán el viento.

Abrazos, Esther Cris

Anónimo dijo...

Me gustó mucho este texto.
Adela



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Gran motivación en la consolidación de una ideología libertaria; hedonista; redimida de prejuicios; derribadora de paradigmas, en particular los religiosos; cuestionadora de tradiciones; cartesiana...