sábado, 17 de marzo de 2012

"Nieve en otoño" de Irène Némirovsky


Una corta e intensa vida

por Fernando Fernández



La escritora Irène Némirovsky tiene una serie de cualidades y calidades que la hacen muy atrayente, dos me parecen esenciales: la primera, su estupenda y prolífica narrativa que alboroza a los lectores por su temática y estilo (por sólo mencionar estos aspectos), la segunda su vida variada, atropellada y muy corta que le correspondió en destino.

Esta rusa de origen judío nacida en Kiev en 1903 se vio obligada a los 16 años a huir con su familia como escape a la revolución rusa. Después de una breve estadía en Finlandia y Suecia se estableció en Francia, cuya cultura no le era extraña dada la formación recibida con una institutriz francesa desde su infancia. De hecho el conjunto de su obra está escrita en francés, aunque esta virtuosa también hablaba ruso, inglés, polaco, finés, euskera y yiddish. Fue después de sus estudios en la Sorbona que se dedicó a la escritura. En su obra es palpable su procedencia burguesa, a veces como reafirmación de su origen, otras, como irónica crítica.

Un hecho muy notable es que a esta gran escritora francófona el gobierno francés de Vichy, cómplice de la ocupación alemana de la II Guerra Mundial, nunca le dio la nacionalidad francesa y que por el contrario le negó trabajo y posibilidades de publicación y difusión de su obra. Murió a los 39 años en el temible campo polaco de concentración de Auschwitz, así como parte de su familia, por un sólo pecado: el racial, era judía, y no le bastó su conversión al catolicismo e incluso algunos escritos en revistas antisemitas (más por ocultación que otra cosa); para el gobierno nazi alemán la cuestión racial era fundamental. Su vida es ciertamente inverosímil, aparte del dolor del exilio logra una insoportable acumulación de enemigos: los bolcheviques, los nazis y hasta los mismos judíos. Qué gran paradoja, muere por ser judía pero esta comunidad tampoco la aceptó debido a algunas de sus ideas sobre la cuestión hebrea.

Muy pocas publicaciones tuvo en vida, aunque las escasas fueron muy bien acogidas. Muchos años después de su muerte, su obra fue dada a conocer gracias a sus hijas quienes clandestinamente conservaron en un baúl los manuscritos de su madre. La mayor parte de su obra fue conocida y aclamada postreramente y cuenta con una docena de libros escritos en su corta vida; su primera novela “David Golder” encantó la crítica, le siguieron “El baile” y “Los perros y los lobos”, entre otros, pero es sin duda “Suite francesa” su obra emblemática y que le valió póstumamente el premio Renaudot: prestigioso galardón francés de literatura.

“Nieve en Otoño” es su tercera novela, muy corta, de lectura aprehensora que sólo se abandona al cabo de un par de horas que gasta uno emocionado en llegar a la última página. Se trata de la historia de la anciana Tatiana Ivanovna quien ha servido de criada a la muy adinerada y aristocrática familia Karin, en la mansión rusa de Surajevo, cerca de Moscú; al menos dos generaciones de esta familia han estado a su cargo de crianza. La revolución de Octubre obliga a los Karin a huir de Rusia e instalarse con muy escasos recursos en París, allí Niánechka –como muy cariñosamente llaman a la anciana– se establece, sin poder adaptarse, añorando su dulce Rusia, su pasado y hasta la nieve que por allí cae hasta en otoño. Es una historia de exilio en donde ni el duro cambio de cultura ni el menguado confort eclipsan la fidelidad y el amor que la anciana profesa por la familia Karin y por su patria.

Es enternecedor ver el amor que Tatiana Ivanovna profesa por los Karin, cuyos vástagos considera como sus propios sus hijos; sus modales de rudeza rusa ocultan defensivamente y con algo de orgullo su inmenso amor por esta familia, en vano, porque éste se delata y percibe fácilmente.

Nemirovsky describe muy bien en esta novela, seguramente porque fue su caso personal, la difícil vida y adaptación de un exiliado a su nuevo contexto: “…caminaba de prisa, aspirando los olores de París, mirando las luces que brillaban en el crepúsculo, casi feliz y con el corazón henchido de una paz triste”.

La escritora nos lleva en este corto viaje por un recorrido de sentimientos, en donde priman la nostalgia del tiempo pasado, la añoranza insoportable de lo vivido y el dolor que causa la pérdida definitiva de lo que se tuvo.

Cuando se dice que “somos animales de costumbres”, razón hay, cambiamos nuestros hábitos, muchas veces con dificultad y hasta dolor; es el caso de la familia Karin que ve radicalmente cambiado su contexto, pero el correr de unos cuantos años y la necesidad les induce a adaptarse a nuevas prácticas: las francesas, en las que evolucionan; en el caso de la vieja Tatiana esto le resulta imposible, la melancolía le es superior a la exigencia de cambio. La vieja niñera sólo ansiaba pertenecer a un mundo que se desplomó, que ya no existía: “A mi edad, ya no se cambia más que en el ataúd –respondió la anciana con una débil sonrisa.”

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