miércoles, 28 de febrero de 2007

Como si fuera ayer

Por Fernando Fernández
Diciembre de 2008



Ya se avistaba la pista de aterrizaje, la ansiedad se incrementaba y se le hacía visible por la sudoración de las manos, la aceleración del ritmo cardíaco y la alta salivación. Y no era esta alteración debida al hecho de estar de vuelta a París a donde no regresaba desde hacía más de dos lustros y en donde había vivido largos años. La emoción que la invadía ahora y le confundía el control, estaba relacionada con Mario. En cuanto se enteró que el festival de Théâtre de Printemps se realizaría en París tomó por dado que su antiguo compañero de tantos años, y a quien no había visto desde que abandonó la Ciudad Luz se encontraría allí. Lo supuso con carácter de certeza, ésa que produce el intangible sentimiento de la intuición, de lo que no se explica sino que se capta por los sensores de la no razón.


Ni el carreteo veloz ni los ruidos de la aeronave sobre la pista parisina de Orly la distrajeron de su fija idea: volver a ver a Mario después de tantos años, de tanta vida vivida y de tantos hechos acaecidos y de cosas no dichas. ¿Qué le diría concretamente? Había todo por hablar y, sin embargo, nada al mismo tiempo; el paso de tantos años había aniquilado la necesidad de comunicación y el interés de intercambiar palabras y vivencias. Talvez, lo único que tenía sentido ahora era comentarle sobre Roberto, sobre su existencia. ¿De dónde le surgía esa necesidad de develar esta noticia ya tan añeja? ¿De dónde le salía el romper ese silencio, esa distancia y ocultamiento que se había interpuesto durante este largo lapso? Sólo tenía por respuesta, un sencillo e irracional “no sé”.

Ahora que el avión se había detenido completamente en el terminal aéreo, se le atiborraba el cerebro de recuerdos, pero en particular lo que le monopolizaba los circuitos neurales era el momento en que ella había decidido abandonar aquella relación en que coexistía, amor, afecto y trabajo en el mundo artístico en el cual habían sido tan exitosos. Indudable era que la compañía teatral Azimut que Mario había fundado varios años antes de que se conocieran fue quien la acogió desde su llegada a Francia; Mario la había “importado” de Colombia porque en uno de sus viajes de vacaciones, éste la descubrió como artista y como hembra; esta combinación lo sedujo inmediatamente. Lo que siguió también era indudable: el mucho trabajo y dedicación crearon una sinergia tan fuerte y productiva que entre ambos le dieron grandeza y renombre al grupo teatral. Azimut se creció y remozó de esta asociación pertinaz de bríos.

Tomar la decisión le fue entonces difícil -lo recordó con alguna nostalgia mientras sacaba su maletín de mano de la pequeña bodega encima de su silla- de separarse de quien entonces amaba y justo cuando todo el andamiaje artístico y de prestigio estaba en la cúspide; lo que sí le fue fácil fue consolidar la idea que desde entonces tenía de Mario como ser humano. Tiró, entonces, la toalla. Entendió que la idiosincrasia de Mario era incambiable, que la calidad de persona, que el desprecio que éste profesaba hacia los demás, fueran éstos cercanos o lejanos, era insuperable, que el cúmulo de rencores y deseos revanchistas habían hecho metástasis en su corazón, que eran superiores a lo que la razón pudiera dictarle. Y que ella no compartía tales opiniones, como tampoco podría compartir su vida con alguien tan profundamente divergente de sus propias convicciones. Es cierto que ella en muchas ocasiones había incluso alimentado esta manera de ser de Mario, la había, incluso, propiciado y fortalecido con sus comentarios, y que en muchos casos había callado por evitar disputas que en su momento juzgaba estériles, o peor contraproducentes para el buen funcionamiento de la simbiosis artístico-amatoria en la que se desarrollaba este contubernio.

Claro que le era sencillo ahora –como también lo fue entonces, a decir verdad-, endilgar orgullo y arribismo en las actitudes y comportamiento natural de Mario; era esto sin duda cierto, pero lo que una voz interior -que desde hacía mucho tiempo trataba de enmudecer- le dictaba era que ella había entendido todo esto desde el primer instante, y que así hubiese permanecido junto a él por muchos más años debido al supuesto amor que le profesaba, también la voz ahogada le hubiese igualmente gritado que de su parte también había habido oportunismo, que Mario había representado para ella el pasaporte al escenario europeo, que lo admitiese o no: gracias a él, ella había tenido reconocimiento, carrera y éxito. ¡ Silénciate voz ! le gritaba ella más fuerte, al tiempo que recuperaba su equipaje en la banda giratoria. Cómo no reconocer en silencio y acallarse así la consciencia para admitir que cuando se sublevó de sus tribulaciones y que remplazó por vocinglería silenciosa, pero de acción determinada contra su queda cómplice, era ya tarde y que su pecado –inconfeso pero no menos doloso- había sido el beneficio que obtuvo con su pasividad deliberada y permisiva, con su serenidad aparente que ocultaba búsqueda de prebendas y bienestares y que justificaba con el amor ciego que experimentaba. Ciego de afecto y de utilitarismo. ¿Qué tanto había de lo uno, qué tanto de lo otro? Era lo que la voz interior, ya ronca de tan sorda gritería, cuestionaba y que ella amordazaba argumentándose en los defectos de Mario.

Ya instalada en un pequeño hotel con todo el charme parisino, en el distrito 3°, el llamado Marais, miró fijamente desde el pequeño balcón de su habitación la place des Vosges que tenía en frente, a su disposición visual y turística; abstraída su vista, como si las contemplara por primera vez, sobre las bellas arcadas que rodeaban aquel conjunto arquitectónico gótico, al tiempo que recordó la historia de esta plaza, la más antigua de París, por donde tantas veces había pasado cogida de la mano de Mario, como tórtola enamorada, como oveja segura de la buena dirección que le indica su pastor. Allí con la mirada meditabunda sobre los transeúntes escuchó de nuevo los comentarios de Onofre, ésos que tenía como eco enjaulado en sus oídos, de nuevo nítida la voz de aquel vecino, amigo íntimo, de Mario, del mismo barrio humilde en Bogotá en donde éste había nacido. Cuando regresó a Colombia ella había hecho una labor investigativa de Mario, quería saber todo sobre su pasado, talvez para justificar y afianzarse aún más en su decisión.

Absorta en la imagen ecuestre de Luis XIII que majestuosa centra la plaza, repasaba otra vez las conversaciones con Onofre, su voz le contaba sobre la vida pasada de Mario. Era, decía, un personaje sencillo, un poco distante y con deseos inmensos de abandonar el intrascendente trabajo que ejercía como cajero en el Banco del Comercio; tenía inclinaciones por el teatro, talvez porque en la escuela pública había hecho parte del elenco de un sainete teatral y porque asistía asiduamente al cine de su barrio, adonde entraba gratuitamente con la complicidad de la portera a quien le hacía galanteos interesados; le ayudada en las noches o los fines de semana a Onofre a arreglar las vitrinas del almacén de ropa de su padre, y la verdad, decía Onofre, eran las más vistosas y coloridas del barrio, incluso en varias navidades habían ganado premios de aguinaldos. Por estas razones en el medio modesto al que pertenecía su familia, se le consideraba como el intelectual del barrio, su figura larga, sus grandes orejas y su nariz afilada junto con su vestimenta descuidada y destartalada ayudan a impulsar y a apuntalar la idea que todos se hacían del personaje: excéntrico y un pelín descocado. Poco interés tenía por la lectura, aunque a veces se le veía con libros de Julio Verne o de Emilio Salgari; le encantaban las aventuras, que éstas fueran sentimentales o de acción. La peluquería del barrio era su biblioteca, allí encontraba revistas de farándula y fotonovelas de las que se volvió adicto y que consideraba como obras de teatro. Poco asidero, se decía ella a menudo, tenían entonces las frases de Mario cuando en entrevistas o en conversaciones diversas en las cuales se ufanaba de su pasión y dedicación al mundo literario y teatral desde su infancia.

No había duda de que Onofre había estimado mucho a Mario, era su “parche”, su “llave” según la jerga que la barriada utilizaba para indicar la amistad que los unía. Fueron testigos y cómplices el uno del otro, de los primeros amoríos, de los primeros orgasmos, de las primeras borracheras; se vieron crecer y madurar como adolescentes y luego como hombres jóvenes. Las confidencias eran de rigor, sobre todo en lo que a las conquistas y lascivias femeninas se refería. Pero, de repente Mario se distanció, conoció -nunca supo en qué circunstancias- a un francés que trabajaba en el servicio cultural de la embajada gala, Luc se llamaba; Mario se volvió misterioso, dejó de frecuentar a Onofre, así como al resto de amigos del barrio; y así de repente y al cabo de unos meses les anunció sin más explicaciones que viajaría a Francia a hacer estudios de teatro; desde entonces nunca más volvieron a saber de él, ni a escuchar hablar del tal Luc. El resto ya le era historia conocida: Luc lo había acogido en su apartamento parisino, muy bien situado en el exclusivo distrito 16º, le presentó e introdujo en el medio artístico parisino, al cual muy rápidamente Mario sedujo con su toque exótico, además por haber nacido en un país extraño apenas conocido en la cartografía francesa. Ella también había sabido que Luc, a quien nunca conoció, se había cansado de poco o nada recibir como favores personales más íntimos de su exótico protegido, pidió cambio consular a África, de donde nunca más se tuvo noticias, andará aún consolándose, dice uno, con negritudes más colaboradoras y más devolvedoras de servicios.

Esa noche mientras cenaba sola en Chez Genny el restaurante especializado en gastronomía alsaciana situado en la place de la République y que descubría, para sorpresa y placer suyos, que aún existía, así como esos suculentos platos de chocrouttes que apetitosamente mezclaban salchichas, tocino, codillos de cerdo en salmuera, papas y repollo fermentado. Con qué gusto paladeaba el sabor de las pepitas de enebro, y como se regalaba cuando ya à table el maître, ceremonioso, asperjaba generosamente el platillo con vino Riesling o con Champagne. Mientras degustaba pedacitos de repollo que sumergía en mostaza avinagrada de Dijon, recordaba con rabia la primera vez que recibió una bofetada de Mario, la primera que recibía en toda su vida. Se atragantó de mostaza para mejor recordar el vinagre de humillación que se tuvo que tragar, al tiempo que recordó como lo había entonces perdonado, como había cedido a las mil disculpas de Mario y como, y casi en la misma mesa de Chez Genny la había invitado a cenar una choucroutte royal y la había colmado y calmado con besos marrulleros, así como le había anunciado que en la próxima obra de Azimut ella interpretaría el personaje principal. Todo malestar entonces se olvidó, la cachetada no tuvo resonancia, el dolor moral se desvaneció, se ocultó entre la maraña de esperanzas artísticas que le trenzó. El ramalazo sin embargo reapareció semanas después bajo la forma de una trompada que le hizo sangrar el labio superior; nuevamente caricias, regalos, Chez Genny con mostaza de olvido y el inicio de los ensayos de la nueva pieza hicieron olvidar la reincidencia. Y esta fue la secuencia de agravios y disculpas que marcó la relación, y que ella cómplice aceptó.


Cómo amaba a Roberto, su Roby, lo pensó mientras lo abrazaba; qué adoración le profesaba, estaba segura que todo este afecto era recíproco. Se sentía correspondida. Y además qué estampa era Roby, no se cansaba de mirar el azabache profundo de sus ojos penetrantes, de su cara trazada con fino pincel, ninguna desarmonía, sus níveos dientes le adornaban una espontánea sonrisa y sus carnosos labios emitían sonidos que se le ocurrían musicales e inspiradores de pasiones. Este mocetón de cuerpo perfecto, armonioso, con piernas musculosas sostenidas por el pedestal de sus enormes y sólidos pies, y que al mirarlo y admirarlo le producía una mixtura de orgullo, dicha y recuerdos que se engarzaban en la nostalgia de su pretérito. Así veía a Roby aquella mañana cuando fue a buscarlo a la estación de tren, gare de Lyon. Roby, ¿cómo fue tu viaje? hace una semana que no te veía, qué buena idea fue que hubieses ido a visitar a tus amigos de Grenoble, pero me hiciste mucha falta, te he extrañado, le dijo con tono amoroso que se confundía un poco con un mimoso reproche.

Apenas si tuvieron tiempo para llegar al Théâtre de la Ville, sede del festival de Printemps; no lo hicieron por el metro, a pesar de la gran cercanía de la estación Châtelet; fue ella quien prefirió tomar un taxi, así estaría segura que verían a Mario justo antes de la función vespertina de preestreno según anunciaba la programación. Ella conocía el Théâtre de la Ville en todos sus rincones; varias, muchas veces se habían presentado allí con Azimut, así es que avanzó, asida de la mano de Roby, directamente a los camerinos, como si caminará sobre tierra conquistada. Se sentía segura, no golpeó la puerta del camerino de Mario, empujó sin recato la puerta y cortos segundos le bastaron para auscultar el lugar. Allí, en menos de un parpadeo, vio sobre el tocador de muchas luces los amuletos que tantas veces había compartido, de un jalón rápido y fotográfico examinó la habitación; todo seguía el mismo ritual de tantos años atrás: sobre la silla la frazada roja, el maletín marrón entreabierto, la loción de marca Egoïste de Chanel, la boina negra, la bufanda de seda roja, las pantuflas mullidas y desgastadas, el pequeño radio de larga antena, el reguero de pastillas para curar todo tipo de hipocondrias, y el jarrón con rosas amarillas. Fue suficiente y demasiado. Empujó casi con violencia a su Roby de nuevo a la puerta, y antes de que éste, atónito entendiera, ya se encontraban de regreso a la calle. Caminaron a largos pasos sin que ella ni Roby supieran en qué dirección avanzaban ni de qué o de quién huían. Finalmente balbuceó: disculpa Roby, me sentí mal, me ahogaba, son demasiados recuerdos. Entiéndeme. Otro día vendremos.

Y efectivamente regresaron dos días más tarde al Théâtre de la Ville, a la première de la “Belle Hélène”, una adaptación de la opereta de Offenbach; compraron boletas y se situaron en primera fila de platea, sin pasar por camerinos, como parte del público asistente, y como espectadora al lado de su Roby presenció el nuevo espectáculo de la compañía Azimut; constatando que en la pieza de estreno, de novedad había poco, que lo nuevo estaba anclado en el pasado, la temática de dudoso interés y una evidente repetición dramatúrgica de lo ya expresado anteriormente, el estilo abiertamente reiterativo, el colorido y el vestuario que había sido el plato fuerte de Azimut ahora rebasaba los límites de la exuberancia, los guiños a la commedia dell´arte, sutiles antes, ahora regresaban con un prosaico fatigoso y sin matiz, la sobreactuación era la regla; es como si el tiempo se hubiese estancado y la creatividad estacionado en el pretérito.

Claro que sus ojos se cruzaron. Claro que en ese intercambio de miradas se transmitieron mensajes de saludo, de cuánto-tiempo-sin-vernos, de dudas, de interrogaciones. Claro que esto ocurrió en el corto lapso al final del espectáculo, cuando Mario fue llamado al escenario para recibir ovaciones y lluvia de flores y que él, so pretexto de agradecer a los intérpretes y a los productores del espectáculo, arengó sobre la obra, sobre su carrera y se posicionó en la estratosfera parisina con mucha más sutileza que en el pasado, debía ella admitirlo. Pudo ella también comprobar que esa charla que se suponía improvisada era, así como la pieza teatral que acababa de finalizar, una repetición ya escuchada en el pasado; las mismas frases, la misma entonación, no observó ningún cambio, ni siquiera en su acento francés que continuaba aún en el mismo nivel precario y con los mismos errores simplistas de léxico y fonética. Por supuesto que Mario la reconoció entre los nubarrones de ovación, y la observó detenidamente, y detectó a Roby su acompañante, así como la familiaridad y afecto que los unía. Ella no hizo nada por ocultar a Roby ni lo mucho que los ataba, las manifestaciones externas de afecto no faltaron, casi, se podría decir, que ella las puso en evidencia sin ningún recato.

Cuando los aplausos se silenciaron y la algarabía de luces y sonido cesaron y cuando ella y Roby estuvieron a punto de atravesar la calle para tomar el metro, una chica acomodadora del teatro le golpeó suavemente el hombro y al voltearse le entregó una esquela de parte del maestro Mario, así lo llamó. Le rogaba aceptar esa misma noche una invitación a las once de la noche en el restaurante habitual. “Habitual”, sonrió ella, tantos años que no se veían. Y añadía el mensaje, escrito con la misma tinta verde que siempre utilizaba: por favor preséntate sola, sin el amoroso acompañante, así lo escribía directo con su inconfundible caligrafía garrapateada.

Cuando ella llegó a Chez Genny, hacía las once y media, ya la choucroutte royal estaba ordenada y una botella fría de Riesling –ese néctar cargado de aromas ligeramente azufradas entremezcladas voluptuosamente con los de manzana, aceite y miel- reposaba en un balde cromado repleto de cubos de hielo y a guisa de saludo: el tas tas de las copas, una de las cuales, y sin que ella fuera consciente ni cuándo ni a qué hora, le apareció entre sus manos; instintivamente ella chocó sonriendo con gran espontaneidad su copa contra la de Mario, al tiempo que le auscultaba la enorme sonrisa de dientes tan amarillentos como sus dedos ennicotinados.

Veinte años dijo él; veintiuno farfulló ella. Rápidamente Mario tornó a su conversación favorita: sus obras teatrales, sus éxitos, sus correrías por el mundo, su gran reconocimiento en la escena francesa e internacional, su presente y futuro profesional, para desembocar en “La belle Hélène” que acababa de estrenar. Nada agregó ella, lo dejó hablar, ahogarse en sus autoelogios, zambullirse en sus muchos éxitos, lo vio atarugarse de su celebridad, atragantarse de su gloria en el mundo artístico. Ella guardó silencio inspeccionante, se focalizó sobre la infinita tristeza que expelían los ojos de Mario al mismo tiempo que las bocanadas de laureles y el vapor ácido del repollo alsaciano.

Y a Mario las palabras se le fueron mezclando con el vino, y las ideas con el alcohol que se servía a borbotones, y los recuerdos con la nostalgia, y la melancolía con el enfado, y la rabia con el arrebato, y la excitación con el berrinche, y la venganza con el ardor, y la revancha con la violencia; y esta última desencadenó la feroz bofetada que le propinó mientras que le increpaba por haber sido desagradecida, una traidora –le gruñía–, y que la humillación aún la tenía atragantada y que el perdón no existía, y que le aplicaría una ignominia similar a la que él había sufrido, y que ahora mismo y con este cuchillo –que cogió precipitadamente de la mesa– te voy a cortar tu puto pescuezo, así como el de tu maldito amante. Y los comensales de las mesas aledañas se incomodaron por la gritería y en un santiamén aparecieron meseros, guardias de seguridad que inmovilizaron al maestro quien fuera de control continuaba vociferando sus verdades incongruentes.

También en un santiamén apareció Roby quien había esperado silencioso y atento en la sala vecina, y entonces Mario se descompuso aún más ante esta inusitada presencia, y cuando más amenazante se tornaba su gritería, más se le transformaba a ella la bulla en asombro y silencio interior que le permitió revivir la escena real, ésta vez no ficticia como las interpretadas en sus años de teatro, cuando veinte años atrás, a pesar de estar embarazada, había decidido abandonar a Mario, sin siquiera contarle que finalmente después de tantos esfuerzos y tratamientos de fertilidad habían logrado el objetivo de perpetuarse genéticamente en este mundo; que alguien fuera huella de sus carnes, testimonio de su relación y paso por este mundo. Y fue así como finalmente ella salió de su mutismo, abrió la boca, interrumpió la algarabía para pronunciar sus únicas palabras de la noche, y con un gesto indefinido que reunía culpa, desespero, expiación, dolor, vergüenza, pero sobre todo conmiseración, espetó directo a los ojos de Mario mientras señalaba a Roby: “Lo que debe estar pensando de ti Roby, tu hijo, el nuestro...”

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bien llevado. El final es inesperado. Bravo. Un abrazo. Nelson

Anónimo dijo...

Leí tu cuento, me gustó, el párrafo que empieza "Y a Mario las palabras se fueron mezclando con el vino....", es muy bueno. Un beso, Carmiña

Anónimo dijo...

¡¡Feliz año!!, Fernando, con mucho placer de escribir además de todos los demás. :-) Un abrazo. Nelson



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Gran motivación en la consolidación de una ideología libertaria; hedonista; redimida de prejuicios; derribadora de paradigmas, en particular los religiosos; cuestionadora de tradiciones; cartesiana...