miércoles, 27 de mayo de 2009

Indigencias

Por Fernando Fernández
Mayo de 2009




A menudo encontramos nuestro destino
por los caminos que tomamos para evitarlo.
Jean de La Fontaine


Cuando conseguí mi primer empleo, fruto de gran dificultad y después de haber pasado cientos de entrevistas y repartidas Hojas de Vida a granel como si fueran folletines publicitarios, me sentí muy satisfecho, a pesar de no haber logrado un trabajo que correspondiera a las ilusiones y sueños que me forje en mis años de estudios. Pero, en fin, acepté, cómo no, un trabajo como abogado auxiliar en una empresa de mediano tamaño que fabricaba productos agropecuarios, en donde me encargaron de revisar para el departamento jurídico los documentos y trámites propios al proceso de contratación de la empresa; esforzada y minuciosa labor que no me aportaba ni grandes experiencias ni emociones, y ni siquiera un salario que me permitiera emanciparme de mis padres y vivir independientemente y a mis anchas en un apartamento guiado sólo por mi libre albedrío. Cómo estaría de joven que aún pensaba que esta noción existía; ni me cuestionaba por entonces sobre los efectos perversos y deterministas de la genética y del acondicionamiento social. En fin, quería ser autónomo y jefe de mi propio destino. No es que tuviera problemas con mis padres, al contrario, gozábamos, ellos y yo, de un muy buen entendimiento, pero consideraba que a mis veintitrés años, ya era hora de hacer de mi vida lo que a bien me placiera, sin tantas explicaciones y testigos jueces de mi vida y actos.

Tenía por entonces un carro que había adquirido gracias a algunos ahorros y a un cuantioso préstamo del cual debía aún la mayor parte; por fortuna contaba con este medio de transporte, pues el sitio de mi trabajo era de difícil acceso y poco o ningún transporte público llegaba por allí, por estar situado en una zona industrial en las afueras de la ciudad. A fuerza de pasar todos los días por los mismos sitios, terminé por conocer el recorrido en sus mínimos detalles, así es que al cabo de unos meses ya conocía hasta los huecos de las calles por donde a diario transitaba en ese carro que le pertenecía más al Banco de Crédito que a mí mismo. Llegué a reconocer gente que veía a mi paso, sin que ésta me conociese o siquiera se hubiese percatado de mi vida o de mi existencia. La indiferencia de los pasantes y el carro que me envolvía, a guisa de escafandra, impedía cualquier contacto con estos peatones. Entre tanto banal detalle había atraído mi atención un cambuche que estaba situado en un pequeño parque cerca de las instalaciones de la fábrica en donde laboraba como abogado, ya lo he dicho, pero que mejor visto era más bien de aprendiz de jurista; durante mucho tiempo supuse que ese cambuche era un abrigo para albergar contra la intemperie y la abundante lluvia típica de esta ciudad, a los muchos obreros que frecuentemente trabajaban en ensanchamientos de la vía o en reparación de las averías que causaba el incesante paso de grandes camiones. Con la rutina de mi paso por allí, pude notar que ese toldo cambuche estaba elaborado por una superposición de múltiples capas de plástico, y que tenía una altura que no superaba el metro y recubierto todo por encima por un grueso plástico negro. Cuando salía de mi trabajo, al finalizar la jornada laboral, no veía ese toldo en el mismo lugar, sino, cosa curiosa, lo veía instalado sobre la misma vía varias cuadras más arriba, su ubicación dependía de la hora del día. Meses tardó mi desinteresada observación, sin que mi nivel de curiosidad superara la de descubrir anodinamente un nuevo árbol o una nueva construcción a la vera de esta vía tan transitada por vehículos de carga que traían materias primas a las fábricas y que luego se devolvían con cargamentos de productos elaborados. Esta era la repetición y paisaje de mi diario recorrido.

Normalmente llegaba a mi oficina a las ocho de la mañana, siempre he sido muy puntual y esta rutina no cambio en mucho tiempo; en una ocasión solicité permiso para llegar un poco más tarde debido a un quehacer personal, así es que pasé por enfrente del cambuche un poco más tarde, y entonces me percaté que en su exterior había dos mujeres recién levantadas y que visiblemente habían pasado la noche allí al interior de ese toldo. No presté mayor atención, pero como tuve que, un tiempo después, cambiar de horarios por orden de la oficina jurídica, pude confirmar que efectivamente estas mujeres dormían allí y que ahora mi paso diario coincidía con su hora de despertar; tenían siempre a esa hora en sus manos sendos pocillos humeantes, supongo de café; al lado una pequeña hoguera hecha con algunas piedras sobre las que tambaleante reposaba una ennegrecida olla que me llamó la atención por su desproporcionado tamaño. Desgreñadas, con sus ropas ajadas, soñolientas a juzgar por los bostezos, permanecían silenciosas sentadas al lado del plástico negro entreabierto del cambuche. De manera casi inconsciente cada mañana al ir a mi oficina, así como al finalizar las tardes, al regreso a casa, ralentizaba el carro para observar a estas dos mujeres; a veces avanzaba tan lentamente y pasaba tan cerca de ellas que me entrometía en su “casa”. Tantas veces practiqué este acto de voyerismo que llegué a conocer bien sus caras, así como los objetos que había en aquel toldo ambulante; los elementos del menaje no eran numerosos, los pocos que poseían eran los prácticos y de subsistencia: la gran olla ahumada y abollada por todos sus costados, dos platos bastante desportillados, dos pocillos sin asas, algunos vestidos que era difícil distinguir por tener todos el mismo color grisáceo y el desgaste del tiempo y, como a veces éstos lucían más limpios, quiero decir el gris cenizoso menos reteñido, supuse que los lavaban en una quebrada que se divisaba desde la vía y que tenía más bien aspecto de desagüe de aguas de dudosa fuente. Tenían un carrito de ruedas de balines -una zorra, la llamamos por aquí- en donde transportaban desarmado el cambuche. Había que ver como doblaban cada uno de esos harapos, objetos desgastados y capas de plástico, todo en perfecto orden, como tan perfecta era su suciedad. No bien acababan de ordenar, doblar y transportar todo ese arrume organizado de andrajos, que ya tenían, después de un trayecto de varias cuadras, que descargarlos cuadras más arriba o abajo para rearmar el toldo. Gran parte del día la gastaban en ese trajín de doblar, desdoblar, armar, desarmar y transportar. En medio de esa mugre callejera, era curioso ver que tenían una vieja escoba que usaban para “limpiar” el lugar en donde acampaban.

Era interesante, en todo caso excitaba mi curiosidad, ver esas dos mujeres mugrientas, tan ordenadas y con una disciplina diaria que incluía esa agotadora, y a mi parecer inútil, rutina de transporte que ejecutaban con estoicismo. Cuando empujaban la zorra a lo largo de la vía, lo hacían sin ninguna discreción y con algún donaire; entendí que se desplazaban de una habitación a otra, del dormitorio hacia otra dependencia, hacia la sala comedor, que hacía figura también de cocina al medio día y en las noches. Su cobijo tenía así varias dependencias.

Muchos perros callejeros rondaban el lugar, una jauría que salía de no sabe dónde, todos tan sucios y con una pelambre tiznada y enredada que en poco se diferenciaba de la de las dos mujeres nómadas; esta piara canina acompañaba en séquito a las errantes, y luego pasaban la mayor parte del día buscando alimento entre los botes y bolsas de basura que contenían restos de comida que tiraban los pocos restaurantes del lugar; no me cabe duda que estos canes comían más, y más variado, que las dos habitantes de la tolda. Eran seres vivos, me decía yo, como las mujeres aquellas, los diferenciaba que éstos caminaban en cuatro patas y que en lugar de piojos alimentaban pulgas.

No hablaban estas mujeres con nadie, sólo entre ellas y lo hacían a través de señas que se entendían mutuamente en un código tácito. Al medio día preparaban el almuerzo en la olla, en la que mis intrusiones detectaron que agregaban algunas escasas legumbres y a veces sopa en polvo que compraban en la única tienda de abarrotes del lugar.

Un día mi carácter obsesivo no pudo aguantar más e incrementé mis febriles investigaciones y mi malsana curiosidad, así es que estacioné el carro cerca del toldo y vine hacia ellas; más tardé en bajarme del carro que en escuchar los gruñidos de las mujeres y de Nerón, y más tardé yo en saludar que en sentir el zumbido de la escoba muy cerca de mi cabeza, así es que me refugié de nuevo en el carro, arranqué el motor y entendí que uno no se presenta en la sala de una casa sin ser invitado y menos horadándola como un ladrón. Dejé pasar algún tiempo y so pretexto de comprar alguna inutilidad me informé en la tienda de abarrotes sobre estas mujeres; no me fue muy difícil saber que una de ellas compraba allí legumbres, pastas, arroz, harina de maíz y otros precarios artículos alimenticios. Siempre lo mismo. También me comentaron que la compradora venía una vez por semana, pero que no conocían nada sobre ellas, excepto que eran madre e hija, a pesar de que la apariencia no develará esta diferencia de edades. Compré para ellas un kilo de arroz y unos garbanzos y esa misma tarde regresé nuevamente al cambuche, teniendo en esta ocasión la precaución de no bajarme del carro y de anunciar desde la ventanilla que venía a traerles un regalo; recibí, como la primera vez, en respuesta los mismos gruñidos y mi carro sintió el azote del palo de la escoba. Me esforcé en calmar la situación y entablar conversación, con el mismo inútil resultado: gruñidos amenazantes. Me retiré frustrado. Pero, como soy de proceder empecinado, comencé a cogitar sobre cuál sería el pretexto de una próxima incursión que me permitiera aproximarme a aquellas ermitañas de ciudad.

Su verdadera compañía era un perro negro, Nerón escuché que lo llamaban, éste no se iba de su lado, por la peregrina y sencilla razón de que lo mantenían atado a una estaca my cerca del cambuche. Nerón miraba con nostalgia perruna a sus congéneres, sucios y mugrientos como él, pero libres como el viento; tenía un único problema, la vida lo había destinado a ser amado, y como pago había obtenido, como suele ocurrir, el perder la libertad. Pobre Nerón amado y preso, o preso porque amado. Negro Nerón que poco entendía de amores, pero sí de deseos de correr con los otros mugrientos canes, de buscar comida, de ladrar en manada a los pasantes, de roer sucios y rancios huesos a los que el tiempo había borrado el sabor. Nerón escuálido y huesudo, se le podían contar las costillas a través de su sucia piel. Esclavo de amor y que por éste recibía la lavadura de la olla que con gusto y necesidad lamía y relamía dejándola limpia para que en esta misma sus amas prepararan el menjurje que les servía de comida. A veces Nerón en la noche, cuando el frío acosaba, era invitado a pasar al interior de la tolda. Nerón calentador oficial y natural. Una vez intentó escaparse, pero como el amor vuelve sumisos a sus víctimas, el pobre Néron regresó a su prisión con cara de culpabilidad y con muchos lengüetazos a sus amas se disculpó de su osadía y solicitó, con el rabo entre las piernas, que lo encadenaran de nuevo y lo castigaran con el palo de la escoba por su absurda intrepidez.

Cuando llovía que era muy frecuente en esta ciudad, cuando hacía frío que era todos los días y cuando en la madrugaba helaba y el césped se cubría de rocío que era muy a menudo, sin contar la escarcha matutina, me preguntaba al pasar por allí de mañana, y acabando de dejar mi abrigada cama, cómo habría sido la noche de estas amigas. Amigas, ya las imaginaba de esta manera, así en ellas no viera el más mínimo asomo de tal consideración. Me embargaba la curiosidad de averiguar sobre ellas, no sé decir ahora si ésta era de carácter voyerista, por lo que siempre he tenido claras inclinaciones, o era que me dejaba llevar por algún asomo de compasión o de altruismo juvenil. Lo cierto es que, no teniendo mucha motivación por mi ocupación laboral, y habiendo congeniado con muy pocos de mis colegas, estas amigas se me convirtieron en una obstinación. Las atisbaba por lo menos tres veces al día, porque ya había añadido la hora del almuerzo a la que ex profeso pasaba por enfrente de su habitáculo. Podría describir qué comían cada día, y afirmar que bien magra e infecta que era su triste pitanza que en nada variaba día a día. Comencé a venir los fines de semana, algún pretexto me conseguía para retirar algunos papeles de la oficina, siendo el real motivo verlas e indagar más sobre sus costumbres. Era evidente que a pesar del fastidio que en apariencia me manifestaban, ellas ya se habían habituado a mis husmeos y que estos fisgoneos no las molestaban, por el contrario creí que tenían deseos de entablar algún tipo de acercamiento, pero su orgullo era tan fuerte como mi timidez o falta de osadía.

Entonces, coherente con mi obcecación, regresé a la tienda de abarrotes, en donde hice un pequeño mercado de verduras, arroz, lentejas y sobres de sopa en polvo, y solicité al dependiente el servicio de entregarlo a las dos mujeres del cambuche cuando vinieran a efectuar sus compras, ah, y añadí una caja de galletas, sobre la que pegué una tarjetita que decía simplemente “disculpen mi atrevimiento, deseo poder saludarlas personalmente”. Esa misma tarde, al salir de mi oficina pasé, como de costumbre, por en frente del cambuche, rozándolo casi, me aproximé lentamente con mi carro de mil deudas, y del que tenía ya varias cuotas atrasadas con el Vampiro de Crédito, vi sus caras más amables, creí descubrir algún asomo de sonrisa en la boca desdentada de la madre, así como en los negros dientes de la hija; estaban comiendo galletas, esta vez Nerón no me ladró, y yo osé también sonreír; no creí conveniente detenerme, aceleré el carro al tiempo que apoyé el claxon a manera de saludo. ¿Qué diablos me atraía de esas dos mujeres? Si algún observador externo hubiese dicho que se trataba de curiosidad, no se hubiera equivocado, y yo hubiera añadido que este fisgoneo mezclado a mi falta de actividad social me daba tiempo y motivos para indagar impertinentemente en la vida de estas gitanas. Aparte de mi trabajo de oficina tenía poca o ninguna ocupación. No salía con amigos, que bien escasos me eran, no tenía novia y ni siquiera interés en conseguir alguna, poco interés tenía por el sexo, por no decir apatía, total inacción que complementaba con largos lapsos de sueño escapista. En el fondo, sentía una atracción por la aventura que vivían estas mujeres, por el gran esfuerzo diario que era sus vidas, admiración por esas Robinson Crusoes instaladas y naufragadas en medio de la ciudad indolente.

Así es que el sábado salté temprano de mi cama, abandonando excepcionalmente así mi única ocupación de fin de semana, y salí presuroso en dirección de las dos mujeres a esta cita que no se me había dado, pero que yo suponía de hecho consentida.

Fui recibido en el cambuche sin sorpresa por dos caras que se esforzaban por mostrar una sonrisa, a pesar de la escasez de dientes en el caso de la madre y de las ennegrecidas y avanzadas caries que amenazaban seriamente con acabar los dientes delanteros, en el otro caso, el de la hija. Sus sonrisas eran forzadas, tensas y fruto de un agradecimiento a mi regalo, supuse. Estuvimos sentados en el piso, su sala comedor, no sé cuantas horas, aquellas mujeres hablaban poco, tenían una tristeza que les marcaba la cara de infinitas arrugas y angustias, pero por encima de todo tenían miedo de hablar. Para mi gran sorpresa tenían un léxico elaborado, un hablar que delataba personas que alguna vez habían frecuentado ambientes menos adustos, tenían maneras que no correspondían a las indigencias en que vivían, un refinamiento que deseaban ocultar. Intenté arrebatadamente indagar sobre su pasado y me fue imposible entablar diálogo sobre el tema; cuando intentaba hablar de su pasado, la conversación era inmediatamente cambiada, el pretérito parecía vedado de plática. Dejé pues de insistir y me contenté con hablar de presentes inmediatos, puesto que del futuro tampoco se hablaba, más por desdén que por negligencia; la palabra mañana no tenía mayor importancia, como si no existiera en su vocabulario y menos en sus míseras vidas. Alcira me llamo, dijo exhibiendo sus dientes inexistentes, y añadió con alguna socarronería que no tenía apellido y que María Claudia, su hija, había heredado este mismo apellido. Llegado el mediodía y mientras charlábamos, la madre puso en la tiznada olla, la que Nerón tenía por tarea limpiar, el arroz que yo les había obsequiado junto con mucha agua amarillenta sacada de una botella a la que era difícil adivinar si tenía más mugre por dentro que por fuera, sal no añadió porque no había; es rizotto señor, dijo al tiempo que colocaba la olla sobre el fuego de tres piedras. María Claudia apenas si participaba de la conversación, sus palabras eran escasas y su mirada se perdía en infinitos imaginarios en los que se absorbía extática. Es que después del accidente se volvió casi autista explicó Alcira, sin que me permitiera saber a qué accidente se refería, sólo añadió son ya diez años de todo esto.

En cuanto el rizotto amarillento estuvo listo, Alcira lo sirvió en los dos platos descascarillados que tenía, tendió uno de ellos a María Claudia y el segundo lo posó sobre un viejo tronco que hacía oficio de mesa. María Claudia atacó apetitosamente el manjar con su mano, y yo fui invitado con cuchara a compartir con Alcira aquella pasta infesta, mientras Alcira se excusaba del mal estado de los platos y asegurándome que eran los últimos que le quedaban de su vajilla de matrimonio. ¿Matrimonio? Inquirí, sin obtener respuesta distinta de: aún les quedan algunos rebordes dorados de esa vajilla que mi suegra me trajo de Londres. No supe si era broma o ironía.

Ya cuando a las seis de la tarde comenzaron a recoger el cambuche para trasladarse a la habitación de dos cuadras más abajo, entendí que era hora de despedirme, lo cual hice no sin antes proponerles algún dinero, la respuesta, a pesar de mis ruegos, fue contundentemente negativa. Regresé a casa pensativo. Dormí de un sueño desapacible e inquieto. El domingo contuve mi alma para no arrastrarla con mi cuerpo a donde las damas sin apellido. Los días siguientes me contenté con dejarles algún mercado en la tienda de abarrotes y de saludarlas con el claxon, no quería hacerles sentir mi presencia con molestia o que ésta fuera juzgada como impositiva.

Fue dos semanas más tarde, un sábado, cuando regresé; la visita fue muy similar a la anterior, el menú del almuerzo cambió, pues esta vez Alcira preparó unas pastas al burro, salvo que al platillo le faltaba la mantequilla y por supuesto sal; yo me permití abrir una lata de salchichas que había llevado y que sólo saqué de su envoltorio a última hora. Comieron ellas con visible apetito y yo con disimulado asco. Lo novedoso fue el fuerte aguacero que se desató después del almuerzo. Como no había llevado mi carro por tenerlo en reparación, acepté a regañadientes entrar en el cambuche para protegernos del torrente que nos caía encima. -Perdone la incomodidad, dijo Alcira, mientras nos colocábamos en una posición horizontal, la única posible; apenas si cabíamos los tres, nos rozábamos fuertemente y yo estuve en medio de las dos mujeres sintiendo el olor más desagradable que mis narices hayan aspirado. El cielo se desbarató en rayos y mil aguas, cayendo sobre los plásticos con tal violencia que el estruendo impedía cualquier comunicación; el chubasco duró cerca de una hora; vi que María Claudia se había quedado dormida, sentí en aquella incomunicación apretada que la lluvia amainaba y yo pretextando tener una cita me despedí y me enfrenté a la lluvia residual, caminé bajo ella sin intentar escapar a su poder humedecedor, no intenté tomar ningún transporte, que de todas maneras no vi por ninguna parte; creo que trataba de desembarazar mi cuerpo de aquel fétido roce. Más tarde completamente empapado intenté tomar un taxi, sin ningún éxito, creo que dudaron mucho en recogerme por temor a mojar el interior del carro. Así es que caminé bajo la lluvia purificadora por espacio de dos horas hasta llegar a casa, ya allí me duché largamente, estregándome fuertemente con jabón y esponja a manera de desinfección. Sólo fue el lunes en la mañana antes de salir de casa que me apercaté que había perdido mi billetera en donde guardaba todos mis documentos de identificación, así como algún dinero. Me alegré porque esto me dio un pretexto para pasar al cambuche a retirar la billetera; tenía la certeza de haberla abandonado allí, como en efecto así fue.

Varios meses después, un sábado, cómo no recordarlo, después de tanto trabajo, de aleccionamiento constante, de búsqueda de información y de tarea de convencimiento de mis amigas, y cuando ya había logrado que la verdad sobres sus vidas se instalara en sus bocas, y que sus secretos cesaran de serlo para mí, y que ahora ya convertido en su confidente y consejero, después de todo este tiempo, aún dudaban en subirse al taxi, como también dudó el taxista en admitir a las harapientas mujeres en su carro; por esa época ya mi carro había sido entregado al Banco de Crédito por incumplimiento de pago en casi diez meses de cuotas. El hecho es que nos subimos, yo curioso y sobreexcitado pero ellas al extremo nerviosas. El taxista exigió de malas maneras abrir todas las ventanas, es cierto el hedor era insufrible. Recorrimos media ciudad hasta llegar a la casa en aquel lujoso barrio capitalino. No tuvimos problemas para entrar en la fastuosa vivienda porque Hermelinda, la vieja ama de casa de toda la vida, al reconocer de inmediato a Alcira se tiró llorosa a sus brazos; Señora, decía, por fin aparece usted, esto es un milagro, la estrechó, lloró, lloraron. La casa estaba en buen estado, sin embargo, acusaba un fuerte olor a añejo, y a pesar de ser habitable había signos de fuerte deterioración; por allí nadie metía los pies, aparte de la vieja Hermelinda, lo precisó ella misma. Escuché que Hermelinda tranquilizaba a mis amigas y que les aseguraba -ah, la ingenua- que ya su marido, Señora, habiendo muerto no corren ustedes ningún peligro; recordaron, con nuevas lágrimas, el atentado aquel en el que madre e hija por poco pierden la vida, y como las salvó la poca pericia de los sicarios enviados por su marido, y que María Claudia testigo del tiroteo en el que en los fuegos cruzado había muerto su chofer guardaespaldas, en sus brazos y ella empapada en sangre, su joven cerebro de trece años se había desconectado y nunca se había repuesto completamente. Finalmente, Señora, comentó Hermelinda, aquella mujer que había conquistado el corazón de su abyecto marido y que aspiraba también a conquistar sus bolsillos, poco disfrutó de sus artimañas, porque también a ella la hizo desaparecer; ni que fuera de Enrique VIII, atino a decir Alcira para distensionar la conversación.

La llegada de las indigentes no pasó desapercibida en la mansión vecina, la del nuevo Señor, el heredero de la gran fortuna, el que se benefició de la desaparición de Alcira la indiscutible dueña de todo el consorcio económico de los Ojeda & Cáceres.

Sentí que estorbaba los lloriqueos de las tres mujeres y el evocar de reminiscencias y razones que me eran ajenas. Las dejé en manos de Hermelinda, prometiendo pasar al día siguiente a primerísima hora; salí de aquella casa a la que eché miradas furtivas por entre los descoloridos cortinajes, los muebles antiguos, las lámparas de cristal recubiertas de polvo y telarañas; sentí paz en mi alma, me reconcilié con la vida, me sentí útil, experimenté el sosiego de la misión cumplida.

Y muy de mañana el domingo me levanté. Salí a las carreras de casa. Compré una tarta de limón que tanto me gusta y me dirigí al nuevo y aristocrático cambuche que tenían ahora mis dos amigas. Sentía el corazón alborotado, quería verlas, supuse que su apariencia de cenicientas estaría ahora cambiada por arte de una sala de baño confortable y por los consejos y cuidados de Hermelinda. Nuevamente mi curiosidad tomó la delantera, así es que me lancé presuroso en dirección de ese barrio elegante bien perfumado, endomingado y con el regalo en mano. El recorrido en taxi se me hizo eterno, algo sugerí al chofer sobre la velocidad y la ruta escogida. Ya llegando a la casa, observé que el Servicio de Tránsito había desviado el flujo vehicular, preferí entonces descender dos cuadras antes y terminar mi recorrido a pie. Al acercarme vi que la casa de mis amigas estaba acordonada con esa cinta amarilla que coloca la policía para evitar que la gente se acerque a un lugar; mucha agitación reinaba al interior del cerco: ambulancias, médicos forenses, policía. No pude pasar y tuve que contentarme con indagar a uno de los tantos curiosos que se aglutinaban en el lugar; la respuesta fue rápida y contundente: mataron anoche a tres mujeres en esta casa, parece que una de ellas era la propietaria desaparecida del imperio de los Ojeda & Cáceres. Se me nubló la vista, mis piernas temblaron, creí que me desmayaba, se me cayó la caja de la tarta, hice un esfuerzo supremo para abandonar el lugar, con las piernas en temblores y el resuello en convulsiones corrí sin saber por qué ni a dónde, quería desaparecer, no escuchar lo ya entendido. Caminé, troté e instintivamente, sin saber por qué, me dirigí al cambuche abandonado, al que llegué exhausto varias horas después. Nerón atado me saludó como viejo amigo. Me introduje en el toldo que aún conservaba el olor pestilente de las Ojeda, me acosté al interior, mirando a ese techo de plástico, sentí mi culpabilidad en vivo, me sentí asesino, me quedé en estado de duermevela hipnótico por varias horas, mi cerebro se negó a funcionar y entró en una iteración monotemática sin posibilidad de salida, salí del cambuche, vi que comenzaba a llover, desaté a Nerón le dije que se fuera, quería liberarlo pero el animal se negaba a abandonar su prisión, tuve que espantarlo y obligarlo a ser libre, me obedeció y partió a regañadientes, corrió asustado mientras yo me introduje de nuevo en aquella tolda hedionda.

Me despertaron al día siguiente los golpes que insistentes y violentos propinaban al toldo los agentes de la Brigada de Investigaciones Criminalísticas; casi sin permitirme hablar me esposaron, me condujeron bien escoltado, como animal peligroso, en una patrulla a una estación de policía, para luego ser formalmente acusado y arrestado por el homicidio de las tres mujeres. Como pruebas obraron los testimonios de mi relación con las víctimas presentados por los empleados de la tienda de abarrotes, algunos de mis colegas, las personas que me vieron huir del sitio del crimen aquel desgraciado domingo, pero sobre todo el Señor de la mansión vecina -gran amigo de la policía- en donde había ocurrido el crimen.

Hoy, habiendo cumplido mi ignominiosa condena de tantos años, que me fue impuesta y cuyo fallo acusatorio nada ni nadie logró cambiar, salgo al aire libre, me paseo de nuevo por aquel parque en el que no encuentro ninguna huella de las señoras Ojeda, ni de su chiquero ambulante, y pienso que el único recuerdo que de ellas debe haber en esta tierra es el de mi pobre memoria. Quiero creer que todo esto no ocurrió, que mi indigencia mental es pasajera como lo fue la material de mis amigas.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Fernando,muy interesante y entretenido tu artículo,tienes una imaginación muy prolífera,gracias por compartirlos con nosotros.
David

Anónimo dijo...

Me ha fascinado, a la vez que conmovido esta historia. Diferentes aspectos y personajes logran delatar una sociedad a la vez ruin, indiferente e impune como la nuestra. Te juro que quisiera salir a buscar a Nerón para una vez más encarcelarlo de amor. Sé también que bajo el gris de nuestra ciudad, en los lugares imposibles donde habita la indigencia, se refugian vidas y seres de diversa condición que han perdido o se han cansado de librar la ardua batalla por defender el espíritu en medio del vacio que ahoga y atiborra de sinsentido el tránsito por la época. Gracias, Leyla

Anónimo dijo...

Fernando: Te has metido y nos has metido en la piel de esa gente anónima que sobrevive asombrosamente en medio de la inmundicia a pesar de la indiferencia de la gran ciudad. Seguramente historias como esas existen. Mi esperanza y confianza en la humanidad me hace creer que la ayuda que se les pudiera dar no sería siempre correspondida tan mal como le sucedió a tu protagonista que seguramente se arrepiente de su interés, compasión y curiosidad excesiva. Un abrazo. Nelson



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Gran motivación en la consolidación de una ideología libertaria; hedonista; redimida de prejuicios; derribadora de paradigmas, en particular los religiosos; cuestionadora de tradiciones; cartesiana...