domingo, 29 de marzo de 2009

La visita italiana

Por Fernando Fernández
Marzo de 2009

La filosofía parece ocuparse sólo de la verdad,
pero quizá no diga más que fantasías,
y la literatura parece ocuparse sólo de fantasías,
pero quizá diga la verdad

Antonio Tabucchi




Asomarme a la ventana para contemplar lo que me resta de mundo es ahora una de mis mayores diversiones, si no la única, que de tanto recorrer por el tiempo me haya quedado. El no sentirme actor de lo que afuera ocurre, en lugar de entristecerme, me produce ahora tranquilidad; he descubierto que, al contrario de lo que pensé y practiqué por años, ver lidiar los toros desde la barrera de mis tantos años y ya no participar de la faena, es exactamente lo que antaño y por mucho tiempo, inconscientemente, busqué como solaz a mis tantas cuitas diarias. Hoy mi paz interna es realidad, así como las miles de remembranzas que me afloran voluntarias y voluntariosas, o como las tantas historias que me surcan las sienes, y a las que daría rienda suelta de recuerdo si no fuera porque el detalle de algunas revivirían inexorablemente dolores, que podrían alterar este nicho de sosiego en el que decidí confinarme.

Es que ahora –vaya contrasentido–, a pesar de tener tiempo en demasía, duermo poco, y entonces mi memoria, que poco me falla, divaga en pretéritos selectivos. Hoy, por ejemplo, se me vino y desde el alba, un episodio asaz anodino que me arrancó sonrisas, como también en su momento me desencajó las ternillas, cuando testigo mudo, y en palco privilegiado observé hace tantos años atrás su desarrollo. Veamos.

Victoria y Antolín eran hermanos, andaban por los dieciséis y diecisiete años respectivamente; chicos corrientes y como tales inquietos, dueños de esas edades en que la irresolución de la personalidad no se evidencia externamente, pero que se porta casi como castigo y por tanto se intenta ocultar. Ah, si se supiera en esas etapas que una personalidad tan bien definida a la postre tampoco es garantía de dichas. Y la molestia es, entonces, que se piensa y actúa como niño y sin embargo, se posee un cuerpo de adulto que indica lo contrario; es como un muñeco que de repente y sin ninguna preparación o advertencia, se infla y entonces se ve como le aparecen rasgos duros, la piel cubierta de pelamenta rígida en reemplazo de las pelusas pueriles, las protuberancias propias del adulto acentuadas, y entonces se pueden observar con asombro y deleite que se poseen largas piernas y unos músculos de escultura, un pene imponente y alborotado, unas tetas inmensas y provocadoras, unas caderas contorneadas y perturbadoras, según el género que la naturaleza caprichosa asigne, y toda esta nueva fisiología sin saber muy bien para qué sirve, es decir: la herramienta perfecta pero con la inexperiencia de su uso. Por fortuna, la cartilla de utilización es dictada por los múltiples efluvios internos y externos que, sin control ni licencia expresa, recorren el cuerpo en estreno. Victoria y Antolín, estos muñecos inflados, hermanos inseparables, amigos y adversarios según las circunstancias del día, vivían con sus padres, quienes tan exigentes eran con su futuro como permisivos con el presente.

Recuerdo yo que a menudo venía a visitar a aquella familia amiga, y que muchas veces asistía como invitado a los suculentos y exquisitos almuerzos domingueros que allí se daban y en los que rigurosamente participaban siempre el padre, la madre y los dos retoños. La algarabía era siempre enorme, todos hablaban al mismo tiempo, cada cual parecía vivir en un mundo diferente, ajeno, y hasta incompatible al de los otros. Se ponían de acuerdo, eso sí, para alabar las maravillas gastronómicas que la madre elaboraba a base de productos ciento por ciento regionales y naturales; de ello se jactaban, y no sin razón padre y madre; los vástagos, aunque de acuerdo, tenían sus remilgos, porque pensaban en la comida moderna que ya afuera hacía furor; estos niños adultos preferían las hamburguesas, pizzas, perros calientes, Coca Cola y cuanta comida foránea, por la que sus padres sentían aversión y llamaban despectivamente exótica.

El padre, gran conocedor de vinos, en los que no escatimaba economías, era un hombre estricto, rígido, gran crítico del mundo moderno, un escéptico de todo aquello que no estuviese dentro de los cánones aprendidos de sus muy conservadores padres; resaltaba a primera vista su gran apego al dinero, que tenía su explicación en su humilde origen y necesitada infancia. Con una apariencia de formas y discursos duros e intransigentes marcaba su autoridad y fijaba un derrotero inflexible a sus hijos, pero en realidad –y hacía grandes esfuerzos para ocultarlo–, poseedor de un corazón enorme y caldoso que comprendía y admitía mucho más de lo que sus duras palabras y frecuentes sarcasmos expresaban. Incomprendido, incluso por él mismo, siempre me pareció un bonachón que se cubría de pieles de coraza dura para que no fuesen descubiertos o puestas en evidencia sus debilidades. Sus hijos eran el talón por donde Aquiles flaqueaba, los amaba en silencio, sin comunicación y sin que la secreta melaza de su interior traicionase la dureza de su desabrochado hablar. Esto entendía él por autoridad, respeto y admiración, de lo cual necesitaba –y mucho– para su tranquilidad y estima personal.

Aquel día, y es lo que el alba de hoy me trajo a colación, estábamos sentados a la mesa, en la usual gritería desordenada, las bandejas humeantes, el vino de primera calidad, escogido sin azares, ya en las copas y un apetito general, que sólo las buenas costumbres impedían devorar de un sólo palangazo. También, y como cosa curiosa aquel día, asistía otro invitado, Massimo, quien era también otro muñeco inflado, un chiquillo de diecisiete años, a quien Victoria había conocido en un viaje a Italia y que tímidamente permanecía sentado, casi sin movimiento y como aplastado por el peso de sentirse invitado de honor y huésped de esa casa, a la que había llegado por varios meses en un intercambio estudiantil. Poco conocimiento tenía del Español, pero sí el suficiente para entender las conversaciones normales, aquellas que no estaban plagadas de matices ni vocabulario rebuscado, lo cual, por fortuna, no era del estilo ni costumbre de aquella familia.

Todos, con excepción del padre que por razones de trabajo había estado fuera de casa varias semanas, conocían ya bastante bien a Massimo; en las pocas semanas que éste llevaba con ellos, con gran curiosidad habían tenido ocasión de indagarle y sonsacarle toda su vida y pensamiento interior; de todo ello, e indiscretamente, me habían hecho parte en todos sus detalles. Por fortuna el ragazzo no oponía resistencia en explayarse en infidencias y sin reserva alguna en su vida privada e intimidades, fiel a su extroversión itálica; así es que éstos, como yo, conocíamos ya su vida, milagros y andares, y en este corto lapso habíamos aprendido a apreciarlo; Victoria ciertamente más que los otros por su conocimiento anterior y por la complicidad que habían desarrollado durante su convivencia en el magnífico centro vacacional de San Gimignano, hermoso y medieval pueblito en las colinas de la Toscana.

Massimo era un efebo digno representante de la raza itálica: bello, apetecible, juguetón, rubio, de facciones delicadas y charlatán irremediable. Seductor, más por sus características raciales y culturales que por intención o esfuerzo deliberado. Esto se manifestaba muy fácilmente, sin necesidad de mucho análisis ni de grandes observaciones y era lo que hacía su encanto.

El almuerzo estaba en sus inicios, cuando el padre alzó ligeramente la voz imponiendo silencio e inaugurando un discurso ceremonioso que todos supusieron, incluyéndome a mí mismo, como un brindis de bienvenida al ítalo. En efecto, así lo fue, alzó la copa y se lanzó, dirigiéndose a Massimo en una verborrea insípida para recordar la afinidad cultural y la amistad que existía entre los pueblos latinos, para insistir en el placer de ser su anfitrión y el deseo de que conociera bien la lengua y la geografía de este país. Largo, tedioso y acartonado discurso que no venía ni al caso ni a la circunstancia; y finalizó tantas amabilidades verbales con una mirada y mohín severo, diciendo amenazante que de ninguna manera toleraría que usted, dirigiéndose a Massimo, se le ocurra seducir a mi hija y menos aún le suceda la idea de deslizarse en su cama, que sin que venga al caso, aclaro que es virgen. Salud.

No bien terminó este improvisado –en su forma, más no en el contenido– discurso que en las caras de su esposa, así como en las de Victoria y Antolín se les dibujo una amplia sonrisa a la vez que cómplice y burlona. Massimo lanzó una mirada sospechosa a Antolín, al tiempo que en voz queda, quedísima pronunció como para su sola comprensión y alivio “porca miseria, va fan culo”.

Si hay algo que Massimo había dejado claro en todas sus infidencias, y esto en ausencia del altisonante paterfamilias, fue su homosexualidad; confesión que arrancó comprensiones y que hizo que desde entonces los ojos de Antolín no dejasen de brillar, y menos aún porque en su habitación, que le había tocado en suerte compartir con Massimo, desde su llegada y al abrigo secreto de la noche, los dos adolescentes no habían dejado de dormir arrunchados y licenciosos en una sola de las camas de la habitación.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Como dicen en los pasos a nivel por aquí: un tren puede ocultar a otro.
Nelson



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Gran motivación en la consolidación de una ideología libertaria; hedonista; redimida de prejuicios; derribadora de paradigmas, en particular los religiosos; cuestionadora de tradiciones; cartesiana...