miércoles, 28 de febrero de 2007

Enamoramientos

Por Fernando Fernández

Septiembre 29 de 2007

Esos tortolitos se idolatraban con la fuerza y las hormonas que sólo se dan cuando se tiene diez y seis años. Luis y Genoveva no se despegaban, se miraban a los ojos y sin entenderes aparentes se les desgranaban las lágrimas, no por augurio de futuros ennegrecidos, sino por la dicha incomprensible que les causaba aquel enamoramiento y esa turbulencia de glándulas en ebullición.

A pesar del recato que exhibían en público, ese pueblo de tradición conservadora, propia del interior del país, y que por demás tenía nombre de santo, San Antonio de las Vegas, no tenía costumbre en los años sesenta de ver una pareja, y menos tan joven, con tanta melosería, tanto apego físico, al tiempo que tanto desapego de los estudios escolares para dedicarse a la contemplación de sus almas y cuerpos. Aunque lo disimulasen, era difícil que en aquel pueblo tan pequeño, algo pasara desapercibido; por allí todo se sabía y aquello que no, se suponía; un infierno grande eran los pueblos pequeños, según sentenciaba el dicho popular. San Antonio era éso con sus pocos habitantes y su temperatura tropical, infernal como los chismes que pululaban, que derretía los cuerpos y las calles empedradas, particularmente hacia el medio día; horas en las cuales para evitar la canícula diaria sus habitantes preferían acomodarse en sus camas a transpirar ensueños en largas siestas.

Doña Marina ya había advertido a su hija Genoveva que aquel noviazgo tan pronunciado no era de su agrado como tampoco del de su marido, así éste poco opinase y no tuviese tiempo sino para ganar dinero; en repetidas ocasiones instó a su hija a dedicarse más a sus estudios y consagrarle menos tiempo a Luis. Observaciones que no eran tenidas en cuenta ni por Santa Rita su patrona de devoción y a quien le atribuía una sarta de milagros como consecuencia de los novenarios y ayunos que le organizaba con exagerada frecuencia. Era Doña Marina la matrona rica del pueblo y la de mejor abolengo de esas comarcas que en gran parte le pertenecían; decía la encumbrada Señora que no era posible que aquel pelele hijo de donnadies se estuviese perfilando para hacerse parte de su familia. Este discurso, que era permanente, no calaba y que por no ser entendido no era acatado por Genoveva, menos aún por Luis. Chiflados de amor, enceguecidos por Eros no se dejaban comandar por otra cosa que no fuera la pasión obsesionada que los unía, sin atender otras consideraciones. Optó, entonces, Doña Marina por hacer acompañar a su hija diariamente al colegio por una de las muchachas de servicio que tenía en casa. Poco sirvió esta vigilancia, pues Luis venía cumplidamente cada tarde a la salida del colegio, y en no pocas ocasiones se escapaban dejando a la mucama sola frente a la responsabilidad de responder a su patrona por esta fuga en la cual no tenía ni arte ni parte, ni menos autoridad ni grilletes para evitarla. Esto sin contar que no pocas veces Luis y Genoveva se las arreglaban para escaparse de sus colegios y pasar tardes enteras juntos, al abrigo de un parque solitario, en donde se entregaban a arrumacos extáticos rayanos de la beatitud, sin que les importase nada que no fuese el quehacer de mirarse a los ojos, de descubrirse mutuamente el vibrar de sus sentidos, de observar cómo la naturaleza les inflaba y acaloraba el bajo vientre, y de cómo poco a poco las caricias castas se tornaban atrevidas y comandadas por el instinto, sin que la cabeza pudiese opinar en aquel volcán exploratorio con señales de erupción.

Doña Marina hizo entonces la amenaza: de continuar con aquella inadmisible situación, Genoveva sería enviada al extranjero a un país lejano; era pues una clara advertencia: o la ruptura definitiva e inmediata de esa intolerable pasión o el asilo forzado del émulo de la Julieta de Verona. Los tortolitos no lograban calmar con besos y caricias la angustia de este ultimátum que les caía y que tenía síntomas de deberse tomar en serio, conociendo el fuerte y voluntarioso carácter de Doña Marina que ejercía como madre y esposa. Así las cosas, se fugaron sin pensarlo ni planearlo. En su torpe fuga se ubicaron en un monte cercano al pueblo, en donde se guarecieron e hicieron nido en una pequeña cueva. Cavernícolas improvisados. Por sola provisión: las ropas que llevaban consigo y algunos objetos inútiles que guardaban en sus mochilas escolares, entre las cuales, por fortuna, había una toalla, que les sirvió de colchón y cobija durante el tiempo que permanecieron allí. Un pequeño riachuelo que pasaba cerca del lugar, les refrescaba los ardores, calmaba la sed y lavaba los sudores de tanto acaloramiento. Poco les importó que sus familias, y particularmente Genoveva lo imaginaba claro y certeramente, estuviesen gritando condenas a aquel escándalo y que el pueblo enterado estuviese haciendo críticas por toneladas calificando a Marina y a su familia de todos los epítetos denigrantes conocidos. En medio de tanto deshonor Doña Marina organizó brigadas de búsqueda por los pueblos vecinos, pero era tan insensato el lugar en que se encontraban los amantes fugados que jamás pensó que estuvieran tan cercanos y remedando trogloditas, así es que las acciones de los sabuesos nunca se encaminaron a la parte rural, a escudriñar entre sabandijas, ni frutas silvestres, ni flores campestres que fueron compañeros y sustento de los desenfadados mancebos, a quienes el día no les alcanzaba sino para explorar ardientemente y sin ninguna inhibición sus cuerpos, creyendo que la vida que estaban descubriendo era un coito eterno y haciendo de cada órgano un objeto de placer; no había tiempo ni minuto por desperdiciar. La existencia, lo creyeron, era una letanía de orgasmos. Largas horas se bañaban abrazados en el riachuelo exhibiendo sus cuerpos desnudos y bellos, propios de sus edades, al también muy caliente sol de aquellos parajes de asilo improvisado. El hambre al principio la olvidaban con cópulas amatorias, luego la paliaron con frutas y besos, y después cuando éstos no bastaron encaminaron su apetito a una modesta casita en donde conocieron a una campesina de edad avanzada que vivía sola y que generosamente y sin hacerles preguntas les compartió sus escasos haberes alimenticios.

A pesar de que no contaban el tiempo pasar, sí calcularon que hacía más de un mes que estaban en este nuevo estado; fue cuando una tropa de boys scouts del pueblo, los descubrió, por azar, en una de sus excursiones y que a pesar de que los tortolitos les rogaron que nada comentaran, éstos dieron sin demora parte del hallazgo y los amantes fueron conducidos al pueblo por orden de Doña Marina. Mucho tiempo recordarían aquella travesía del pueblo, por entre tantos ojos escrutadores y acusadores. Escándalo y pecado era lo menos que de ellos pensaban. Para comenzar, Doña Marina encerró a Genoveva, la encomendó a Santa Rita y le impidió salir a cualquier sitio, incluido el colegio. Los días conventuales se hicieron largos para Genoveva, aquel caserón se le hacía pequeño comparado con el monte de libertad que había sido su morada, la radio que era su contacto con el mundo y que escuchaba frecuentemente la agotaba con su chillona música y sus comentarios que no acaparaban su interés, y la Biblia que se le había dado por lectura obligatoria le pareció singularmente aburrida, inverosímil, inhumana y violenta, hasta que descubrió los escritos del “Cantar de los cantares”, bonito nombre con cuyos lamentos de amor y lubricidad se identificó fácilmente. Leía una y muchas veces estos versos: “Miel virgen destilan tus labios; miel y leche hay bajo tu lengua; y el perfume de tus vestidos es como aroma de incienso”. De otra parte, también la agobiaban las náuseas que experimentaba y que achacaba a la poca comida que consumía y al tedio del encierro; sin embargo, cuando sintió que le dolían las tetas y que la barriga se le inflamaba, no le quedó más remedio que consultar a su madre porque sospechaba que había atrapado alguna enfermedad en el monte. Nuevo escándalo por esta enfermedad embarazosa que Doña Marina decidió no hacer pública y ni siquiera aceptar las consecuencias. Esta vez estaba claro: Genoveva saldría muy rápidamente para el pueblo de Fortlauderdale en Estados Unidos a casa de una de sus hermanas, allí tendría aquel hijo de la vergüenza el cual sería regalado para adopción a un instituto de beneficencia. Eso quedó así: determinado, ordenado, ejecútese y cúmplase. Amén. Gracias Santa Rita por haber iluminado esta solución. Al pueblo se le informó que Genoveva iría a terminar sus estudios en el extranjero, aprendería inglés y luego continuaría con una carrera universitaria; colorín colorao todo esto se ha acabado.

Se postró Doña Marina ante Santa Rita para que esa decisión tan acertada que ella le había inspirado y cuya sabiduría le había sido ratificada por el cura del pueblo, santo varón que nunca se equivocaba, pudiese realizarse a cabalidad. Santa Rita ayúdanos, le suplicaba de rodillas frente al altar que le tenía instalado. Le duplicó las ofrendas en la Iglesia. La Santa tuvo que haberla escuchado porque Genoveva tuvo un viaje sin tropiezos a pesar de que vomitó todo el trayecto, llegó a Fortlauderdale sin problemas. Sus días transcurrían monótonos, las salidas a la calle le estaban vedadas, la tía salía a trabajar dejando la puerta con llave de doble cerrojo, entonces, los quehaceres domésticos, por los cuales desde siempre había tenido antipatía, se convirtieron en su única distracción. Lamentablemente en aquel pequeño apartamento poco había por arreglar, cambiar de sitio o limpiar; en un santiamén la labor de limpieza se agotaba y su día quedaba desprogramado. Entonces releía con obsesión los ocho capítulos del “Cantar de los cantares”. Cómo no saciarse con aquellos cánticos que con desparpajo gritaban: “¡Que me bese ardientemente con su boca! Porque tus amores son más deliciosos que el vino” o “Como manzano entre los árboles silvestres es mi amado entre los mancebos. A su sombra anhelo sentarme, y su fruto es dulce a mi paladar”. Clamores que en aquel desierto de espera y encerramiento la reconfortaban y confirmaban que su pasión por Luis no era caso único, que sus ardientes devaneos en la cueva, así como sus brincos amorosos de cabra joven no habían sido ajenos a la humanidad pasada y que ni los personajes bíblicos escapaban a esos agradables y tan humanos deslices.

Su barriga creció y creció, hasta que en el tiempo justo y con la milimetría de un reloj suizo le explotó un retoño del vientre en un hospital de beneficencia del pueblo norteamericano. No la dejaron conocer ni acariciar el pimpollo para que no se encariñara, sólo le dijeron que era una niña y una vez el cordón umbilical cortado, no volvió a saber nada de ese fruto prohibido. Fueron dos días en convalecencia en aquel centro hospitalario, y a los que con un par de meses más las tetas se le fueron secando por falta de succión, los maltratos inherentes al parto sanaron, su cuerpo retornó a la esbeltez de los diez y ocho años que ahora ostentaba. Todo sanó, ninguna traza física quedó, todo regresó a la normalidad de doncella. Todo se olvidó, menos el recuerdo de aquel cobarde abandono del que nunca, ni su cabeza ni menos su corazón, pudo apartarse. Esta herida recóndita jamás le sanó, así su boca se silenciara para siempre sobre este enfadoso tema.

Ni Santa Rita pudo impedir que Luis y Genoveva se cartearan y que la pasión que siempre habían experimentado se plasmara en largas epístolas en donde se prometían amores para siempre, en donde la tinta transmitía arrumacos hirvientes y promesas de romances eternos. Aquellas cartas escurrían melaza, transportaban besos almibarados y calenturas remotas. Traspasaban mares, kilómetros por miles, se saltaban la voluntad de Doña Marina, de Santa Rita, del cura del pueblo y de cuanta resistencia humana se interpuso; hasta la Divina Providencia, que Doña Marina citaba como responsable de lo ocurrido, fue birlada por los carteros.

Tantos cientos de frases escritas, leídas y releídas no bastaron para aplacar sus sentimientos ni calmar sus ardores, sus cuerpos y sus almas reclamaban un contacto más estrecho que el de la caligrafía; así es que Genoveva le propuso a Luis que viniese a Fortlauderdale y éste aceptó de inmediato, con la única condición de que se casaran.

Así se hizo, Luis viajó a reunirse con su indiscutible media naranja y con la complicidad de la tía que se apiadó de Genoveva al ser testigo de tanto sufrimiento. Se casaron en una iglesia católica del popular barrio latino de Queens en New York, por solicitud y condición expresa de la tía. Fue así como conocieron esta ciudad. La dicha de aquellos tortolitos se dibujaba en sus caras, sus cuerpos y vestidos nuevos que la tía les regaló, así como una fiestecita cargada de símbolos colombianos; por allí desfiló desde la música de cumbias y vallenatos hasta el aguardiente, de comida se las arregló la tía para conseguir arepas, tamales y otros platillos típicos. Por precaución y superstición Genoveva se encomendó con devoción a Santa Rita a quien en el momento de dar su Sí nupcial en el altar.

Los inicios económicos en aquel país fueron muy difíciles, poco tardaron los tortolitos en entender que no sólo de amor se vivía, y a que a sus edades nada productivo sabían hacer; muy prontamente la tía dio por finalizada la ayuda y les sugirió con carácter imperativo que habrían de armar su propio nido. Así es que de la noche a la mañana y sin ningún bagaje ni dominio del idioma, se vieron trabajando en oficios rudos, manuales y de muy largas horas diarias. Por sus manos pasaron muchos platos por lavar, muchos pañales de bebés ajenos por cambiar, muchos ancianos por atender, muchas comidas por servir, muchos paquetes por entregar, muchos tanques de carros por llenar de gasolina, mucho aseo por realizar, muchos malos olores por desterrar de inodoros públicos, mucha mugre por enjuagar, mucho polvo por desterrar y muchos, muchos callos nuevos por extirpar de sus manos, en contrapartida de tanto amor.

Doña Marina tardó algún tiempo en enterarse de los detalles de la nueva vida de su hija, pero una vez puesta al corriente, rompió total y definitivamente relaciones con su hija, abandonó sus rezos a Santa Rita. Desheredó a la primera mediante testamento notarial y castigó a la segunda mediante cancelación de las cuotas a la cofradía de su nombre.

Fueron muchos años de amor y éstos tantos de trabajo intenso, hasta que la pareja logró hacer del aseo una empresa que lentamente hicieron fructificar. Se trasladaron a New York y con el correr lento de los años, veinticinco bien contados, se convirtió en una sólida compañía de muchos empleados, en su mayoría de inmigrantes en aquel país al que éstos habían venido en búsqueda del nuevo El Dorado.

No sólo fructificó en estos años la empresa, sino también el vientre de Genoveva, que parió dos retoños: Roberto y Marina, nombres dados en recuerdo de los lejanos y olvidados padres de Genoveva. Tres hijos de aquella pareja y sólo dos conocidos, así la hija ausente siempre estuviese presente en sus imaginaciones, a pesar del veto de evocarla que se habían obligado; los dos retoños nunca supieron de la existencia de aquella hermana. No existía porque nunca había existido. Así de sencillo. Universitarios ya sus hijos y enamoradizos como sus genes les dictaban, nunca conocieron el país de sus padres, ni sus abuelos y la lengua española la hablaban con dificultad y desagrado, más por entender a sus padres quienes con el paso de los años terminaron hablando una jeringonza de inglés y español, en donde se conjugaban todos los posibles errores de ambas lenguas.

Roberto estudiaba en la facultad de medicina de Fortlauderdale a donde sus padres lo habían enviado a estudiar, quizás por nostalgia de los primeros pasos que éstos habían dado en este país; estaba enamorado de una chica que había conocido en las aulas que compartían y rápidamente habían terminado por compartir también la habitación y la cama en el campus universitario. Sagradamente venía Roberto por vacaciones o con algún pretexto a visitar a Luis y Genoveva a New York, era un placer el encontrarse con sus padres, así como con su hermana Marina quien colaboraba en la administración de la empresa familiar. Una familia muy unida.

Fue por esa época de estudios que se enteraron del fallecimiento de Doña Marina y que Roberto vino a casa de sus padres para consolar a Genoveva. Para atenuarle este infortunio, aprovechó para presentarles a Mary Smith, su prometida, al tiempo que comunicarles su decisión de contraer matrimonio con esta chica que, confesión hecha, había embarazado.

A Genoveva le bastaron treinta segundos, talvez ayudada por la sonrisa irónica de Santa Rita cuyo retablo reinaba en la sala principal, para intuir que algo trágico se había cernido sobre aquella familia, y sabía que no tenía relación con la muerte de su madre. Ojeó a Marina, observó a Luis, examinó a Roberto y escudriñó a Mary, olisqueó pretéritos, alineó intuiciones con instintos y supo que la futura nuera ya era su familia desde antes del matrimonio que con tanta contento acababan de anunciarle. Estalló en un llanto infinito, de imposible sosiego, en un instante eterno su alma rodó por despeñaderos sin fondo que no lograron atajar los abrazos regocijados de sus hijos que buscaban aminorar sus brotes de emotividad y ahogar sus no-sé-qués que le surgían sin control ni aparente razón.

Genoveva, ella sola con su atavismo innato, logró adelantarse a los exámenes de ADN que fueron efectuados semanas más tarde y que confirmaron su percepción y llanto: Mary Smith era su tercera hija abandonada tantos años antes en Fortlauderdale.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bien escrito, Fernando. Es ficción pero sabemos que casos como esos abundan. Nelson



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