miércoles, 28 de febrero de 2007

Persiguiendo a Charlie

Por Fernando Fernández

Julio 11 de 2007

Lo perseguía con acoso, con desvergüenza, así le abochornara reconocer que aquel mamarracho sin ninguna educación la tenía alelada y con la mirada enroscada en infinitas espirales, rumiando las concupiscencias inconfesables que en los muy acalorados y frecuentes encuentros le propinaba el Charlie con atino en aquel sexo que ella llevaba entumecido tras tantos años de matrimonio. La gemidera de altos decibeles que le provocaba aquel semental, y de la cual luego se arrepentía, la hacía sentir abatida por el obvio constatar de sus apetitos de baja monta, sobre los que otrora creía tener pleno control a punto de proporcionar lecciones de conducta a quien bien quería escucharle, pero que cuando le tocó el turno de las tentaciones le quedó claro que su perorata no iba más allá del pregón teórico. Y es que a Teresa su aguzado raciocinio le dictaba que no valía la pena encoñarse de semejante bribón que claramente buscaba revolcarle no sólo sus intimidades, sino y sobre todo la billetera. Incluso algunas veces, así ella hiciese simulacro de no escucharlo para no espantarse los espasmos, mientras ella lanzaba chillidos estentóreos, él, el Charlie le decía al tiempo que le lamía la oreja y cuanto punto erógeno tenía o le descubría, que necesitaba pagar el arrendamiento que ya tenía retrasado. Nada escuchaba en el momento de los escalofríos, pero al final de la faena, cuando se daban besos sosegados de despedida, ella le introducía con disimulo entre los bolsillos los billetes necesarios para el pago que él le había tan “subliminalmente” requerido.

De nada valía la reflexión y las promesas que se hacía; en repetidas veces, Teresa terminó aquella dependencia y hasta consiguió un amante de ocasión, que no se contentaba con hacerle sonreír el coño, sino hasta le platicaba de amoríos. Poco duró aquello, Charlie estaba omnipresente en su caletre y en su piel, se le aparecía en lo más fino, en las convulsiones de catre, y entonces esclava del recuerdo de los olores de su testosterona, del aliento endiablado de su boca lo llamaba con clamor de gata vieja y lo invitaba a su casa dizque a tomarse una copa; copa cuya última gota siempre se la bebía caliente en la cama, en medio de aullidos de bestia en celo. Y así se inauguraba un nuevo período de acoso, en el que Teresa no lo dejaba respirar, lo llamaba muchas veces por día y en cada uno de esos asedios, el Charlie le mandaba con perfidia un torrente de picardías envuelto en susurros de paloma calentorra, al tiempo que le destilaba sus tribulaciones económicas, que él afirmaba eran pasajeras y que acuciosa ella, no tardaba en solucionar.

En esta pérdida de control que la arrebataba estaba descuidando las precauciones que le garantizaban su secreto amatorio extraconyugal; por ejemplo poca atención prestaba últimamente a que su marido verificara sus horarios o a que olisqueara los efluvios que expelía por culpa del amantucho de pacotilla o que le adivinase sonrisas casi tatuadas en el rostro cuando el jaleo había sido intenso, que lo era casi siempre. Y no es de extrañarse que su marido -regular amante pero atento, generoso y dedicado esposo- se diera cuenta de los trotes, y que de pronto en un afán de comprensión cerrara las orejas y otros sentidos para no enterarse de las dichas, que consideraba furtivas y hasta saludables, de su Teresa. Que otros te den lo que yo no puedo, parecía ser su premisa, con tal de conservar a aquella mujer que era toda su vida y de quien estaba enamorado como el primer día cuando se conocieron en los pupitres de la universidad.

Rara vez conseguía trabajo el Charlie, porque no buscaba y que cuando ésto peregrinamente ocurría duraba lapsos tan cortos que no alcanzaban para pagar las muchas deudas que adquiría confiado en que le llegaría tiempo y dinero para saldarlas; Teresa se ocupaba de estos pagos, más los de servicios públicos, precaviendo ante todo que no le cortasen el teléfono, que era su vínculo de comunicación, su herramienta de citas. Y el Charlie, conocedor de su hechizo, amenazaba veladamente con que le iban a cortar el teléfono y ella entonces pagaba, y tras de este pago se cancelaban otros saldos. Claro que ella entendía que no debía hacerlo y se lo reprochaba a ella misma y a veces a él; entonces al Charlie se le subía el orgullo y se distanciaba, con la certeza de que Teresa regresaría más pronto de lo que él planeaba. Estas disputas servían al Charlie de coartadas para sus escapadas que cubría con sigilo y halos de misterio. Es que de él poco sabía, no lograba Teresa ni siquiera conocer el sitio en donde vivía aquel zángano que le recalentaba los entresijos; en tantas ocasiones le sugirió y hasta le exigió que quería conocer esa vivienda en donde ella sufragaba todo cuando era pagable, pero el Charlie se le salía siempre a última hora con alguna excusa.

El Charlie le exigía últimamente sitios distinguidos para sus citas, quería sentirse grande, cómodo, importante; Teresa se metía en aprietos al seleccionar lugares de encuentro, evitaba a toda costa los ostentosos, los de mucho mundo, eran lugares en donde ella podría ser reconocida; así las cosas se las arreglaba para sacarlo a buenos restaurantes en las afueras de la ciudad, en donde al amparo de un umbroso rincón fluían los arrumacos, al tiempo que constataba tristemente el desatino de su hombre que no sabía comportarse con un par de cubiertos, ni masticar con la boca cerrada, ni distinguir entre Coca Cola y buen vino, como tampoco componer una frase en donde no pululasen los muchos errores elementales; imposible mostrarlo, imposible exhibirlo aun delante de desconocidos. El único sitio en donde no cometía errores y aun si llegase a incurrir en ellos, Teresa los consideraba virtudes, era en la cama, ruedo en donde era diestro, en donde sus habilidades se ponían de manifiesto de manera espontánea y en donde virtuoso desplegaba cuanto desmán poseía su arsenal libidinoso con el que derretía la voluntad y la billetera de Teresa.

Lo inadmisible, lo que ella de dientes para fuera se negaba a aceptar porque su razón le dictaba sin equívocos suficientes motivos, el pecado inconfesable tras el disfraz del goce puramente sexual era que Teresa, y tenía que admitirlo, estaba enamorada de aquel pelele y que su vida desde hacía tres años parecía suspendida no sólo de los sublimes ataques lúbricos del Charlie, sino también de los besos que ella imaginaba cargados de romanticismo, analizados a la luz del tupido tejido de neuronas que navegaba en su tanta esencia femenina. ¿Cómo lograr que el disfrute de embestidas ardientes no trascendiera la cama y que el corazón no se le enredara y le fuese ajeno a las faenas voluptuosas? No sabía ella, así lo sospechara, que para ello habría de no poseer sentires de mujer que le permitiera separar coito y sentimientos.

Teresa se dio a la tarea y no cesó en este empeño hasta que descubrió el lugar en donde habitaba esa máquina de sexo, tomó la decisión de venir personalmente a indagar en esa madriguera. Supo de ese sitio porque en un descuido leyó y memorizó la dirección en una factura telefónica que el Charlie cargaba descuidadamente en el bolsillo. Se trataba de un desvencijado edificio localizado en un sitio de muy regular reputación y de conocida peligrosidad, sobre todo en las noches en donde, según averiguó, se amalgamaba prostitución y encuentro de rufianes.

La ocasión de inspección se le presentó aquel día feriado en el que Charlie le había dicho que no podrían encontrarse porque estaría en su apartamento enclaustrado haciendo aseo, desatrasando trabajos y organizando papeles. Imposible encontrarse. Teresa aceptó las evasivas a regañadientes, sin embargo con poco cavilar decidió aparecerse por aquel desconocido apartamento y dar la sorpresa; allí se presentó poco antes del mediodía, timbró y muy rápidamente acudió a abrir a la puerta un jovencito, imberbe y con cara de ángel, de menor edad que el Charlie. Al preguntarle por Charlie éste respondió que había salido muy temprano al trabajo; Teresa mintió doblemente, primero se presentó con el primer nombre que le pasó por las sienes y luego complementó diciendo que habían acordado encontrarse ahí para asuntos de trabajo; de manera que si no constituía molestia, ella deseaba esperarlo allí. El joven, descomplicado, aceptó, fue muy cortés, la hizo acomodarse y le indicó que estaba preparando el almuerzo, que además compartiría con Charlie que había prometido pasar hacia el mediodía.

Y allí sentada en aquella cama dura pudo corroborar lo que ella intuía. Un apartamento vetusto de aposento único, en donde las paredes habían perdido la cuenta de la última vez en que se les barnizó; los pisos de madera desvencijada y chirriando listón por listón, paso por paso; los muebles, si a aquellos trastos podría llamárseles así, destartalados, sin saberse ya de su color original; por el baño, al que discretamente se aventuró, hacía mucho tiempo que no se le pasaba una esponja liberadora de mugre; la cocina, un cuartucho sucio, grasiento y de luz mortecina que albergaba unos peroles que poco padecían las torturas de la restregadura de jabón; algunos afiches amarillentos y resquebrajados de cantantes de rock; y, eso sí, una buena colección de discos que alimentaba un magnífico equipo de sonido de última generación que lanzaba destellos rítmicos a medida que reproducía estridentes melodías.

Teresa entabló conversación con el muchacho, mientras ojeaba la triste pitanza que éste preparaba. Aquella salsa destinada a mezclarse con espaguetis expelía olores desagradables de carne rancia. El desaseo de la cocina le producía asco, tanto como el platillo que con esmero cocinaba. Una hora de charla banal, de la cual extrajo más información sobre Charlie que la que éste le había proveído en los últimos años: que compartían ese apartamento, que Charlie tenía muchas amistades, que deseaba irse a vivir al extranjero y que estaba tramitando visa para los Estados Unidos con la ayuda de un funcionario de la embajada que era muy buen amigo, que trabajaba como secretario privado de una señora muy encopetada, una tal Teresa, que lo atareaba mucho y que no le daba respiro.

Hora y media después cuando la receta gastronómica estaba más que terminada y que la conversación tendía desesperadamente a los largos silencios, en vista de que el Charlie no aparecía el joven muy comedido le propuso almorzar, lo que por cortesía Teresa aceptó así el nivel de asco fuera para entonces extremo y acrecentado con el aspecto, el olor, el sabor y el plato resquebrajado en que le sirvió aquella masa informe. Todo aquello le producía terribles náuseas que amenazaban con volverse visibles. Con el fin de esquivar el embutirse aquel manjar porcino y con el deseo firme de quedarse a solas y a sus anchas investigativas en el apartamento, solicitó insidiosamente al joven una bebida gaseosa a sabiendas de que no la habría, le pidió que por favor y él accedió a salir a buscarla a una de las tienduchas del barrio.

Luego, más tarde, cuando apuraba zancadas por ese barrio de mala muerte, huyendo de aquel repulsivo apartamento, alejándose del Charlie que nunca regresó y por quien le latía alocado con fuerza irracional el corazón, hilaba conclusiones al ritmo de la carrera frenética que llevaba: esa habitación, esa única cama, doble para más, y el hallazgo que hizo dentro del también único closet, que con atrevimiento y avidez escudriñó. Junto al arsenal de condones y de una colección de cartas enternecedoras de amor firmadas por Charlie con destinatario único, reposaba un arrume de fotos en donde su Don nadie, su Don amor se exhibía dichoso, en múltiples poses carentes de inhibición, abrazado románticamente en algunas y desnudo en otras tantas, entrelazado y apegado en claro tenor erótico al también cuerpo desnudo del chico que había sido su anfitrión durante aquellas dos horas de vana espera que entre más las cavilaba, más se le aceleraban los trotes como escapando de lo incomprensible, de aquel triángulo amoroso que le había resultado de cuatro filosos ángulos o mejor de cinco, porque dos días antes había descubierto que a sus años estaba embarazada…


1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Vaya, vaya, con el Charlie y su Teresa y su polí­gono amoroso! Sorpresivo desenlace aunque bastante lógico.
Un abrazo.
Nelson



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