miércoles, 28 de febrero de 2007

La caja de hormigas

Por Fernando Fernández

Junio 1 de 2007

Por fin llegó la caja aguardada con tanta expectativa y sobre la que nosotros, niños que éramos todavía, no sabíamos mayor cosa. Sólo mi padre hacía figura de enterado, así de los detalles técnicos no entendiera nada; él, muy paciente, se masticó las ganas durante los largos cuatro meses que duró la tardanza. A pesar del costo elevado del nuevo juguete, la lista de espera era larguísima, el país entero se modernizaba y todos querían -incluyéndonos a nosotros los de pueblo-, al precio que fuere, hacerse partícipes de las mieles de esta novedosa aventura que prometía otros recreos.

Qué gigantesca caja de embalaje, casi tan grande como uno de nosotros; su interior bien protegido con mil papeles en picadillo, cartones y viejos periódicos arrugados escritos en lenguas incomprensibles, todo bien apelmazado para que el mueble que contenía no fuera a sufrir abolladura ni avería en el luengo trayecto que tuvo que soportar y que según oímos empezó en un país tan remoto que no ubicamos porque ni siquiera lo identificábamos. De lejos, de muy lejos. Al armatoste de madera que surgió de todo este envoltorio, mamá le asignó la función de mueble decorativo, así lo determinó y por eso lo hizo colocar en el salón en un sitio preferencial de plena visibilidad, en donde el gran adorno hiciera palidecer de envidia a invitados, vecinos y curiosos. Por los costados del mueble: repisas para colocar las porcelanas y chucherías baratas que mi madre coleccionaba como si de grandes valores se tratara; con pretensión pueblerina ostentaba con ellas y otros mamarrachos de dudoso gusto. Cómo olvidar aquellas sabandijas de vidrio soplado con sus colas inmensas enroscadas en espirales infinitas o, cómo olvidar los regaños de advertencia para que no fuéramos a romper estos esperpentos.

La parte superior del mueble: una amplia mesita de salón sobre la cual se podía amontonar todo tipo de adornos; allí colocó mi madre las sabandijas sobre una carpeta bordada en crochet a la que ella confería enorme valor y que para esta tan especial ocasión desenterró del escondite del closet en donde amarilleaba entre olores de alcanfor y naftalina para evitar que la polilla le abriera más huecos que aquellos zurcidos por la bordadora. Y en el centro y de frente: ¡la gran pantalla de vidrio! Con un trasero monumental que contenía toda suerte de tubos, cables y botones, los cuales desde el principio se nos prohibió rozar, aún menos hurgar. Sin sospechar mi pobre padre que poco tiempo después no sólo la orden sería desacatada con su propia avenencia, sino que nos convertiríamos en expertos en revolcar todo ese cablerío para que aquel mamotreto eléctrico funcionara, y que de esta manera no tuviésemos en casa un técnico en permanencia para solucionar las frecuentísimas fallas a que estaba avocado el captador de imágenes, nuestro primer televisor.

El primer día de aquella nueva aventura mi padre trajo un técnico para que instalara el gran trasto; mi madre participó cuidando y amenazando al pobre instalador para que no dejara huellas visibles ni de manos sucias en la pared, ni de los larguísimos y anchísimos cables que amarraban el mueble a la antena colocada en el techo. Esos cables afean el salón, dictaminó, como si los objetos decorativos que ella tenía orgullosamente en exposición permanente no cumplieran ya fácilmente ese cometido. En todo caso ordenó imperial que el cable marrón había de pintarse del mismísimo color verde manzana de las paredes de aquel salón en donde en perfecta desarmonía convivían porcelanas pueblerinas, artesanías y cuadros de un pintor desconocido que seguramente tuvo que buscar fortuna en otras labores. Abundaban los retratos de familia en los que el fotógrafo del pueblo nos inmortalizó en agarrotadas poses, al tiempo que retocó con acuarelas el blanco y negro sonrojándonos los cachetes y enrojeciéndonos los labios, para convertirnos en naturalezas muertas en las que la espontaneidad era elemento ausente.

Por supuesto que en nuestro salón estaba presente la imagen de la Inmaculada Concepción, que ocupaba lugar especial y que a pesar de su virginal encumbramiento, el tiempo y el polvo irreverentes la habían maculado de amarillas tonalidades y desmanes, de manera que hasta la culebra que la madona descolorida se esforzaba por continuar pisoteando había perdido su original ferocidad y se había convertido, bajo la presión permanente de tan purísimos pies, en un monigote inofensivo de ojos desorbitados. Al lado de la Inmaculada y como complemento a su santísima presencia estaba el obligatorio retablo de su hijo, resplandeciente pero triste y suplicante, con su sangrante corazón ensartado de espinas, sin que uno se explicara como podía soportar tanta púa que el pintor le había incrustado, más las que –se nos recalcaba- a diario la infame humanidad le clavaba.

Y fue en este contexto y ante los ojos de mi familia en pleno reunida para este excepcional evento que el técnico con dedo mágico encendió el televisor y la pantalla se alumbró. Pudimos entonces ver con asombro y como siendo testigos de una aparición, como corría bajo aquel visor luminoso, despavorido un enjambre de hormigas, puntitos por millones, blancos y negros que en realidad eran grises a nuestros ojos. No entendíamos que era aquello, pero en todo caso era maravilloso. Es uno de esos momentos de excepción en donde la vida nos aporta un no-sé-qué, en que nos proporciona un palco de primera vista y nos deja la impresión de que se asiste a algo insospechado, milagroso y que no se entiende, como seguramente tampoco nada entendían las miles de hormiguitas titilantes que al son del fluído eléctrico se desplazaban a gran velocidad bajo la curvatura de la pantalla de aquella televisión.

Mi padre explicó con un cierto aire de jactancia que la marca era Silvania y que lo había comprado en el mejor almacén de electrodomésticos del pueblo vecino y no esta vez, en donde don José Rojas Mejía, a quien durante años había comprado el arsenal tecnológico del cual disfrutábamos y del que mi padre se enorgullecía: la radiola de discos negros, la plancha que había remplazado a la de carbón, la licuadora para preparar los jugos de zanahoria de obligatorio beber en ayunas y así preservar sanas las vistas, la nevera que ahora nos procuraba hielo en permanencia y la cocina de gas que substituyó la de leña de mis abuelos. La utilidad del nuevo aparato sólo comenzamos a entenderla semanas más tarde cuando el técnico, que ya parecía parte de nuestra familia, con destornillador en mano ahuyentó gran parte del enjambre para permitirnos entrever unas extrañas sombras que evocaban siluetas y que nuestra creatividad infantil ayudada por un sonido plagado de ruidamenta, lograba infundirles vida, movimiento y significado.

O bien nuestros ojos y oídos se fueron acostumbrando a interpretar las sombras y los ruidos, o bien el técnico logró calibrar el mueble y su enorme antena. Era ésta una armazón de aluminio que arbolaba el techo y que el técnico giraba con gran frecuencia y desesperación, cuando no era el viento que se encargaba de esta tarea desbaratándole su tesonera labor. En todo caso y como el cántaro que de tanto ir al pozo termina quebrándose, así a fuerza de tanta ascensión, no sólo el techo se llenó de goteras por la rotura de las tejas, sino que un buen día en una de las usuales escaladas para acomodar la antena –que ya no se sabía para que lado había que orientar-, el técnico rozó un cable eléctrico que resultó ser de alta tensión y que lo dejó patas arriba y a punto de rodar por los alerones de la casa; fueron los gritos de un transeúnte testigo y el lloriqueo de mi hermanita los que alertaron a mi padre, quien sin pensarlo dos veces subió a auxiliar al obcecado técnico. Narra mi padre que lo encontró inconsciente y que el corrientazo le había hecho tragar la lengua. Acucioso mi padre, como imitando al médico que les sacó las amígdalas a mis hermanos, le metió los dedos en la boca para destrabarle la lengua del esófago que comenzaba a asfixiarlo; sin saber él que en estos casos y de manera involuntaria la víctima muerde bravamente. Y fue el caso. Los dedos de mi padre fueron adentellados con tal ferocidad que creyó perderlos; el resto de su vida llevaría las cicatrices como recuerdo de aquel día de heroísmo. La ocasión le permitió darnos instrucción para la vida: niños, nos dijo, ante hechos similares debe usarse una cuchara de palo y nunca los dedos, como si uno anduviese por la vida listo con estos instrumentos entre los bolsillos para destrabar lenguas; hasta el momento no hemos tenido oportunidad de aplicar tan sabia lección.

Cuando ya las siluetas de la pantalla hormigueante nos eran reconocibles, llegó un buen día mi padre con la noticia, parecía locutor de radio: investigaciones recientes, anunció, indican que las imágenes que observamos en la pantalla vienen mezcladas con infinidad de radiaciones que provocan daños irreversibles en la retina de los televidentes, de nuestros ojos. Horror y espanto el escuchar tal sentencia y pensar que el vicio de reciente adquisición nos pudiera ser suprimido ahora de tajo. ¿Cómo renunciar al Capitán Escarlata, al Enigma de Diana, a Daktari, al Doctor Kilder, a Natacha y a toda esa banda de sombras blanco y negro espolvoreadas de hormigas que ya nos tenían el cerebro adicto? Antes de que comenzara la discusión extrajo mi padre de un gran paquete un montón de pares de gafas de lentes negros que nos distribuyó a cada uno; nadie escapó, ni mi madre ni nuestra tía adoptada de madre alcahueta que vivía con nosotros. La única que logró escapar del filtro ocular que a partir del momento se volvió obligatorio fue Dominga la cocinera, porque ella miraba la pantalla desde su cocina y hasta allí no llegaban tantos rayos. A la pobre Dominga nada le llegaba ni radiaciones ni días de descanso y los pocos de éstos que le tocaban los envolvía en vahos de chicha, un menjurje de maíz fermentado que ella bebía a totumadas con sus enormes manos cargadas de uñas que parecían pezuñas de cabra pintorreteadas de rojo profundo, lo que nos confirmaba la amenaza que nos restregaba cada vez que no le obedecíamos: ojo que tengo pacto con el diablo, nos atemorizaba. Pobre Dominga que ni entendía de rayos ni de televisión ni menos del Capitán Escarlata. En fin, con gafas de sol toda la familia, inspeccionados estrictamente por mi padre y ante la soberana presencia de la Inmaculada y de su hijo, el del corazón sangrante, nos acomodábamos diariamente a interpretar los rayos filtrados que emitía aquel mueble.

Por casa y bajo la mirada tutelar de la Inmaculada, la camándula se desgranaba diariamente al ritmo de repetitivos y eternos bostezos y avemarías recitadas en modo reflejo. A pesar de que nuestros cerebros no intervenían en esta acción maquinal, sí tenían consciencia de la necesidad de hacerlo para que, según predicaba mi padre, ganáramos indulgencias y así atenuáramos la chamusquina que nos esperaba en la otra vida debido a los pecados cometidos; por esa época ni siquiera las tentaciones de los supuestos pecados hacían parte del repertorio de nuestro diario vivir. No perdía todavía el diablo el tiempo con nosotros. No importa niños, parecía decirnos papá, con eso van anticipando sobre lo que les pasará después, y entonces se recitaban avemarías por camanduladas.

Nunca imaginó la Inmaculada que la televisión recién llegada por casa y en la que había sido entronizada con honores por el Monseñor del pueblo, fuera a convertirse en su competencia; la camándula comenzó a coincidir con el Capitán Escarlata y con otros héroes tan fantásticos como la virgen aplastadora de culebras. Y fue así como comenzó el dilema: rosario o televisión; nos comprometíamos firmemente a que al término de las proezas de Escarlata se rezaría el rosario, ésto no ocurría jamás, pues para cuando el Capitán había acabado con todos los rufianes ya teníamos los ojos enredados en otras somnolencias; y si, por el contrario, desgranábamos primero la camándula, la dificultad de vencer el efecto soporífero que producía la repetidera de aburridoras avemarías era tan fuerte que entonces Escarlata finalizaba sus aventuras sin nuestro ojo espectador. Así es que esta gran disyuntiva nunca se concilió realmente, pero el balance de la realidad dio por vencedor a nuestro admirado Capitán, por algo se autollamaba indestructible; claro, había excepciones: aquéllas en que las hormigas grises invadían completamente la pantalla. Aprendimos que las gafas oscuras no sólo protegían de los maléficos rayos, sino que también ocultaban los ojos cerrados y adormecidos mientras se recitaba el rosario.

A través de las gafas oscuras vimos muchas cosas, una de las que más nos marcó el recuerdo fue cuando a través de la pantalla pisamos la luna, hasta la Inmaculada aflojó el pie opresor y por poco se le escapa la culebra, el sagrado corazón sonrió a pesar de tanta espina que tenía ensartada y Dominga vaticinó solemne que ahora sí comenzaba el fin del mundo. Otro gran momento del que sólo disfrutó Dominga y mi tía madre adoptiva fue cuando aparecimos en televisión. Habiéndome ganado por azar un concurso vinimos en manada a la capital a jugar fútbol en una enorme mesa, esta disciplina que siempre me fue esquiva y que ni con la ayuda de mi hermano que sí entendía de estas lides, logré ganar; regresamos al pueblo con una gran canasta repleta de enlatados como premio de consolación, el Golazo Fruco se llamaba el juego de marras que perdimos. Qué cantidad de cámaras vimos, qué de luces, de micrófonos, qué modernismo tan lejos de mi pueblo. Pude descubrir el nido de las hormigas, las tuve muy cerca, las palpé, invadían el estudio de televisión, la mesa de fútbol, estaban regadas por todas partes, eran invisibles.

Nos enteramos que nuestra niñez había terminado cuando Escarlata no tuvo más recursos para asombrarnos o no se los creíamos, y cuando Diana ya no tuvo enigmas ni secretos, y cuando Natacha, la sirvienta humillada, logró casarse con el hijo del patrón que la detestaba, y cuando llegó por casa un nuevo televisor que redujo enormemente el raudal de hormigas y que las pocas que quedaron eran de colores muy variados…

2 comentarios:

catalina fernandez dijo...

Me encantan tus relatos de las anecdotas familiares, sería muy rico que puedas recopilarnos en un libro. Para nosotros que no lo vivimos, sino que solo hemos escuchado por lo que nos cuentan nuestros padres son muy valiosos, divertidos y nos transportan hasta esas épocas. Sigue escribiendo

Anónimo dijo...

Muy bueno tu relato, Fernando. Lo había leído cuando lo publicaste y lo vuelvo a leer ahora con gusto. Hay muchas anécdotas alrededor a ese culto de la televisión de los primeros años. Me has dado ideas para otros temas de escritura. Gracias. Nelson



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