miércoles, 28 de febrero de 2007

Eran aulas muy precarias

Por Fernando Fernández

Junio 7 de 2007

Excepcionalmente aquel día se nos rompió la monotonía, con pesar del profesor Cubillos que nos daba una de sus habituales peroratas sin fin y que esta vez concernía su trillado tema “La guerra es mala”; como si nuestras cabezas en formación no pudiesen concluir esta evidencia por sí solas.

El contexto no era el más propicio para la reflexión. Eran nuestras aulas tan precarias que el frío se les colaba por entre las delgadas láminas de prefabricado y por sus intersticios y desvencijadas ventanas. Estas endebles planchas que parodiaban paredes, delimitaban más los linderos de los diferentes espacios que lo que servían de protección a la intemperie. El piso de listones de madera ya mal acoplados por uso y trajín, chirriaban en sinfonía permanente al compás del menor desplazamiento del profesor de turno y de los numerosos e inquietos alumnos que éramos entonces. Poca atención se le prestaba a esta ausencia de confort, y razón tenían las directivas en no gastar preocupaciones porque un edificio nuevo estaba en construcción desde hacía varios años, aunque al ritmo de avance de las obras que tienen desembolsos del Estado: sin afán, sin calendario fijo ni compromiso. Poco nos importaba. Las cavernas en las que tomábamos clases nos eran más bien divertidas, convertíamos en aventura los aguaceros de torrente fuerte que se colaban estentóreamente por entre las tejas de zinc. Poco nos importaba, éramos jóvenes. En el nuevo edificio en donde se alojaría nuestro colegio tendríamos todas las comodidades de que ahora carecíamos, pero la verdad nada nos apuraba, lo tomábamos con paciencia y más bien con despreocupación, casi como el Estado. El único problema era el frío que nos calaba los huesos pero que, sin embargo, habíamos aprendido a controlar con gruesos abrigos que nos enfundábamos durante las largas horas de clases; era paradójico, nos los quitábamos cuando salíamos a recreos, porque allí en los patios destartalados a menudo sí estaba presente el sol. Si no nos colocábamos guantes no era por falta de necesidad, sino por la dificultad que nos causarían para escribir en nuestros cuadernos de notas.

Mi madre me había comprado una bonita y acalorada chaqueta de color beige, que a no dudar, los esquimales la hubiesen envidiado; sus varias capas y forros acolchonados ahuyentaban el frío que yo detestaba debido a mis orígenes de tierras calientes y de mi reciente llegada a esta helada ciudad. En todo caso con frío o sin él, había que concentrarse en las diferentes asignaturas. La de química no dejaba respiro y nos la dictaba con gran solemnidad un señor que tartamudeaba y que en su repetidera de sílabas seguramente creaba nuevas fórmulas; la señorita de física, una solterona que aproximaba de los cincuenta y que no le temía al frío como atestiguaban las cortísimas faldas que siempre usaba, sus brotes de histeria de las que padecíamos consecuencias eran frecuentes y célebres, así como los escarceos amorosos con los alumnos corporalmente más aventajados y con el sargento de educación física que nos gritaba como a soldados y nos hacía correr como fugitivos.

Entre todos los profesores uno sobresalía; me era de especial atención por su pequeña talla, su voz pausada, su mirada paternalista: el profesor Cubillos. Por él aprendíamos filosofía, pretencioso nombre para el caso particular. Se empeñó en hacernos leer a Jaime Balmes, “El Criterio”; no lo logró porque para entonces nuestras lecturas y mentes eran simples, poco analíticas, sin entrenamiento ni disciplina para lides tan sofisticadas. Aunque nunca leí este libro, el correr de los años me hizo entender que no me había perdido de mayor cosa y que aun en un intento ya maduro de lectura el ladrillo resultó ser totalmente opuesto a mis principios. La frase que me hizo desistir para siempre de su lectura fue: “Si no creo, mi incredulidad, mis dudas, mis invectivas, mis sátiras, mi indiferencia, mi orgullo insensato no destruyen la realidad de los hechos; si existe otro mundo donde se reservan premios al bueno y castigos al malo, no dejará ciertamente de existir porque a mí me plazca el negarlo, y, además, esta caprichosa negativa no mejorará el destino que, según las leyes eternas, me haya de caber”. El profesor vehiculaba sus ideas o las del pénsum académico a través de estas lecturas, eliminado así la diferencia entre lo que él llamaba clase de filosofía y lo que otro profesor, ya muy anciano, nos encajaba en el caletre con carácter obligatorio, y por demás soporífero, y cuya memorización luego corroboraba con exámenes en disparatadas clases de religión. La filosofía era para estos dos profesores un sucedáneo de la religión.

Al profesor Cubillos le gustaba el canto y aprovechaba sus clases para enseñarnos sus canciones favoritas. En alta dosis de audacia y destemple entonaba las melodías con su pequeña voz, muy aguda, casi de falsete, desafinada y que apenas le salía de la garganta, tanto como sus ideas que por no expresar directamente se le trababan también en el gaznate. Con él aprendimos canciones europeas, del italiano “Funiculì Funiculà”, del francés aprendimos con “Nathalie” que “la place Rouge était vide” y supimos de la existencia del café pouchkine, y en español “Cara al sol”, de ésta retuve que alguien se asoleaba con una camisa bordada en rojo el día anterior; una idea asaz exótica. Menos exotismo le atribuí cuando años después delante de un grupo de españoles con quienes quise congraciar, me desgañite con la melodía de marras, y ante su ceño de estupor me enteré que se trataba del himno de la temible Falange española, partido de apoyo al funesto franquismo ibérico. Aún no he podido olvidar aquella letra de tan aparente ingenuidad, de la cual ya no hago alardes públicos. En todo caso todos estos textos, así como las frases filosóficas que nos enseñaba el profesor Cubillos, las absorbíamos como esponjas, las memorizábamos sin ningún filtro y con todo candor, sobre todo cuando nos venían en otro idioma. Algo o todo debería entender el profesor Cubillos, dudo que repitiera todos estos cánticos y máximas, igual que nosotros, como loras amaestradas. En todo caso a aquel buen hombre de apariencia plácida todo le creíamos, sin escarbar dudas ni complicaciones.

Aprendíamos a ritmo acelerado con este exigente grupo de profesores que era un verdadero muestrario de defectos y cualidades, reflejo anticipado de lo que poseeríamos fuera de aulas más tarde y de lo que ya comenzábamos a tener fuertes indicios. De algunos de mis condiscípulos todavía guardo recuerdo, del de otros ha desaparecido para siempre, talvez porque no marcaron mi entonces con algún hecho impactante de carácter o de acción, talvez porque inconscientemente mi memoria selectiva haya decidido borrarlos. No lo sé, ni tengo manera de averiguarlo, ¿Con cuántos de ellos compartimos aún este mundo de vivientes? ¿Cuáles serán sus quehaceres? Siento curiosidad, sólo eso, sin pasión, sin afán verdadero de indagar. Qué bueno saber lo que fue de la vida de aquel cieguito, cuyo nombre partió para siempre, más no su recuerdo. Me enseñó lo que era el alfabeto Braille y el manejo que le daba con su regleta de tantísimos huecos con la que tomaba notas, y cómo las leía tan hábilmente deslizando sus dedos sobre aquella superficie atiborrada de puntitos en relieve. A cambio yo le mostré, le dejé palpar, que “viera” mi pluma estilográfica, mi único tesoro; le expliqué que era un regalo de mis padres y que era de oro y que con ésta no sólo escribía mis apuntes y exámenes sino también poemas secretos en los que descargaba mis estados de desánimo, mis aspiraciones y amores íntimos y utópicos. Todos para mí grandes eventos que siempre eran tribulaciones, nunca dichas escritas; él me respondía en todas las ocasiones: “son los avatares de la vida” y acto seguido y sin escucharme en realidad, hablaba sin mediar detalles, porque seguramente no existían, de sus aventuras sexuales, un kamasutra teórico, que yo escuchaba y atizaba por el morbo que me causaban, más que por considerarlas dignas de credibilidad. El manoseaba con curiosidad mi estilógrafo de oro, con aquella minucia y vista táctil que tienen los invidentes, señalaba su suavidad y hasta hacía intentos de escribir, talvez le recordaba su propio pene que debía ser el único que no se enteraba de sus “avatares” sexuales que su boca excitada escupía a borbotones.

También me acuerdo de aquel otro compañero, sin nombre hoy para mí, y que aunque con un cuerpo masculino ya muy bien formado y con una pelamenta que acusaba proliferación de hormonas -como las que nos brotaban y chorreaban a todos a saciedad y que no sabíamos muy bien como usar por aquella época-, y aunque su química hormonal estaba siguiendo su rumbo habitual, sus modales eran muy finos, afectados, con ademanes que no correspondían a la chabacanería varonil que exigía aquella edad y que la manada en crecimiento ordenaba a gritos. Era el mariquita del curso. Seguramente no lo era. Seguramente el diablillo retozón de la homosexualidad rondaba más entre aquellos que esgrimían músculos, narraban inverosímiles proezas sexuales o entre aquellos que callaban. Seguro que así era. A fuerza de recibir epítetos desobligantes y desaires permanentes, un día se le subieron las hormonas y corajudamente retó al grandulón de la clase, al machote hablador, aquel a quien no mirábamos muy directo a los ojos por temor de enredarnos en un pleito. A aquel bravucón, y delante de todos nosotros, le propinó una nutrida zurra y después, ya en el piso, le escupió la cara; nadie dijo nada pero secretamente la clase entera se alegró, eso se leía en los ojos, todos nos regocijamos, yo el primero.

Día por medio teníamos cita con el profesor Cubillos para escucharle sus clases de filosofía en las que se esforzaba por convencernos de que sus lecciones nada tenían que ver con la asignatura de religión, que eran temas aparte y diferentes, entre más lo afirmaba menos le creía y sus palabras me traían a colación al profesor de literatura cuando nos enseñaba que “Olivos y aceitunos todos son unos”, habría escrito el gran clásico del siglo de oro español.

Aquel día poniendo cara de atención y bien forrados contra la intemperie interna y el frío que con especial insistencia generaba el viento que se arrojaba desde la montaña y que luego insidioso se escurría por entre aquel simulacro de paredes como para acompasar el frío tema con que Cubillos nos cubría en su plática explicativa. La de ese día, ya lo hemos dicho, era “la guerra es mala”, sin embargo, agregaba, cuando de defender los valores -sin aclarar cuáles eran éstos, detalle que dejaba talvez a Balmes-, la beligerancia era justificada. Le faltó aquel día agregar que ésta era deseada, ordenada y con beneplácito divino. No lo dijo, pero estaba subentendido. Muchos años después entendí que su concepto en poco o nada difería de la noción de Jihad islámica, de guerra santa. Tomen nota señores, beneplácito con B y con C; y yo sin poder anotar aquellas sabidurías, buscaba y rebuscaba entre los bolsillos de mi gruesa chaqueta. Nada, no encontraba mi estilógrafo de oro, mi joya preferida, la única que poseía, mi único valor material representativo había desaparecido. Pero, si aquella misma mañana, en la clase anterior, había garabateado como siempre con él y como siempre con mi ilegible caligrafía. ¡Mi estilógrafo había desaparecido!

Aunque intenté contenerme no lo logré, tuve que interrumpir a Cubillos y su Jihad Católica para comentarle de la desaparición de mi joya; solidario hizo pausa en el sermón, o mejor lo cambió por el de honestidad que finalizó con un llamado a devolver mi fetiche favorito; palabras que hubiesen tenido más efecto pronunciadas en el desierto. Cada cual con cara de molestia veía en el vecino al culpable; cada uno intentaba descubrir al ladrón indagando en los ojos o en la nerviosidad de la gesticulación; más culpable era quien más se defendía y quien más se ofendía con la acusación. Cada uno encontró mentalmente un candidato y se lavó las manos con gestos y palabras de extrañeza. En vista de que la discusión y el disgusto duraba ya un buen tiempo, Cubillos decidió entonces aplicarnos un test sico-caligráfico, nos hizo sacar papel y lápiz y nos dictó palabras y frases al cual más evidentes: ética, hurto, bolígrafo, compañerismo, verdad, y no sé qué venía a hacer por allí, pero nos dictó la palabra Dios. Con este suero de la verdad aplicado a falta de polígrafo, se sentó a analizar nuestros garabatos, mientras todos temblaban, así pusieran cara de que no. Es posible que nada haya encontrado, por más de que anunció que ya tenía algunas sospechas, pero que analizaría nuestros escritos, para mayor certeza, detalladamente en su casa. Sin embargo, tuve la impresión de que me miró ladinamente con mohín de nada he encontrado. Yo sí tenía fuertes sospechas sobre un compañero quien nunca había sido fuente de mis confianzas, cuya presencia me había siempre resultado enojosa. Talvez porque no me era grato lo estaba condenando. Sin embargo, me amordacé la lengua y nada dije a Cubillos, esperando hacerlo discretamente más tarde o al día siguiente.

El ambiente se tornó pesado, la atmósfera de suspición era densa como para cortarla a machetazos; yo sospecho, tú sospechas, nosotros, ellos y los demás sospechamos; el único fuera de estas conjeturas era Cubillos, pero que pensándolo bien, también le tuvimos algún recelo, pues llegamos a creer que él ya tenía una conclusión, pero que intentaba encubrir al culpable, por alguno de esos favoritismos que solemos tener los humanos. No nos permitió salir al patio de recreo; me odiaron y yo los odié.

Más me hubieran odiado mis compañeros si se hubieran enterado de que en algún momento al introducir la mano en el bolsillo de mi chaqueta le encontré un roto y que al hurgarlo con mis dedos noté que por aquellos dobleces inexplorados se había colado mi bolígrafo. No pude. No podía, y no lo confesé. Me quité la chaqueta haciendo suficiente aspaviento para no pasar desapercibido, la coloqué en el espaldar de mi asiento y me dirigí hacia Cubillos para entablarle conversación; dejé pasar algún tiempo prudencial y con toda evidencia regresé a mi pupitre y allí a la vista de todos metí la mano al bolsillo de la chaqueta y con el mejor de mis histrionismos anuncié insolentemente: “apareció el bolígrafo, alguien lo introdujo en mi chaqueta”. Habría de decirme poco después el cieguito, quien era mi vecino: no escuché a nadie acercarse a tu pupitre… son los avatares de la vida, le respondí.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Has plasmado muy bien ese ambiente escolar. Hasta sentí el frío que entraba por debajo de la puerta. Un abrazo. Nelson



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