miércoles, 28 de febrero de 2007

En dirección a la nada

Por Fernando Fernández
Febrero 20 de 2008



De lo que que rápidamente tomó consciencia fue de la irreversibilidad del drama, del fin último que se avecinaba, de la inminencia de esa fatalidad humana que siempre había temido, pero que no buscaba, salvo en momentos de desesperación existencial o de arrebato pesimista propio de su alma atormentada por naturaleza.

Su cuerpo, así como el de todos los compañeros de perentoria desgracia, se encrispó, su sistema nervioso de alerta se avivó al superlativo biológico, como tratando no sólo de advertir la inmediata catástrofe, sino de vanamente evitarla. La confusión reinó en su cabeza aún intacta, y se le alborotó al mismo ritmo y nivel de la endemoniada y desesperada gritería de sus casuales acompañantes de infortunio. Aquella cabeza acostumbrada a manejar pensamientos con una lógica implacable y apabullante se destartaló, los circuitos neuronales siguieron otros rumbos y obedecieron a impulsos diferentes de los usuales, la ilógica y el desraciocinio se instalaron; el entendimiento sucumbió ante el pánico de las circunstancias y del desconcierto estrepitoso y vocinglero del entorno. El ruido se tornó insoportable, el vértigo de la velocidad de caída libre viró a lo inaguantable, el calor interior debido a la propagación de llamas permutó a lo infernal.

El lapso que transcurrió desde que se vino a pique el navío fue muy corto, así se presentara eterno ante la magnitud de los hechos, y en su caletre se entremezcló un lodazal de espanto con un recorrido instantáneo por sus cincuenta años de vida recién cumplidos que ahora el destino sin su consentimiento le estaba truncando. Qué importancia tenían ahora los tantos días y horas de tribulación y noches de desvelo zozobrando en mares de angustia, rumiando desgracias y contrariedades que por trascendentales que hubiesen parecido en su momento, ahora -dada la gravedad de la situación y la atracción de otra gravedad más mortífera: la terrestre- no pasaban el nivel de la nimiedad. Qué envergadura revestían ahora los amigos perdidos, a quienes no volvió a dirigirles palabra, olvidados, tachados y perdidos, quedarían ahora así, para siempre. Cuán fútiles se revelaban ahora las disputas humanas que habían corroído su espíritu.

Qué importancia tenían los amores afligidos que tanto daño le habían hecho, qué poca relevancia ahora en relación con la eternidad que se le aproximaba sin ellos. Y cuán baladí parecía ahora el recuerdo de esos amores, algunos correspondidos y otros causantes de pesadumbres que habían dejado heridas mal cicatrizadas.

Cuántos sufrimientos acumulados por pasiones y deseos no satisfechos, por la sensualidad joven que tanto placer le producía, por esos cuerpos rozagantes de juventud que en algunas ocasiones lograba paladear y que en no pocas constituían sus sinsabores por no lograr acceder o retener, o porque testimoniaban de su propia decadencia y descalabro físico. Qué poco significaban ahora aquellos cuerpos tiernos, libidinosos y lúbricos; cuántos de ellos coincidencialmente penetrarían en la nada ahora mismo con él. No dejó de lado en el rápido inventario que sin control le imponía la cruel circunstancia, aquellos amores y deseos guardados en secreto cual pecados inconfesos que quedarían ahora en los absolutos del abandono y del desconocimiento. Nadie se percibiría nunca de ellos, la eternidad no bastaría para albergar tales sigilos. Quienes fueron objeto de tales atracciones ni siquiera se enterarían, estos tapujos morirían para siempre, se enterrarían con el deseante anónimo, el amante utópico y en secreto despechado.

¿Qué hacer con el cúmulo de conocimientos adquirido y atesorado con esmero y orgullo? ¿Para qué habría de servirle ahora o en el después inexistente? ¿Quién atestiguaría o se beneficiaría de ese caudal para siempre perdido? ¿Habría valido la pena tal esfuerzo de acopio ilustrado? ¿Qué diferenciaba en este momento último su cerebro cargado, de los demás que compartían el infortunio? Constatar ahora que la sinrazón era idéntica a la sofisticada lógica de arraigamientos cartesianos que con perseverancia ejercitó su caletre que estaba a punto de estallar. La banalidad mental talvez hubiese sido suficiente.

Qué importaba que ahora en la flor madura de su edad hubiese descubierto que los seres humanos, incluyéndose él, no pensaban en los demás y en su bien, sólo cuando los atañían intereses individuales utilitaristas y soterrados. Que la bondad como la cortesía eran sólo medios de apariencia, métodos de embaucamiento del otro para sacarle mejor ganancia y no menos su perdición, que nada o poco era sincero, que imperaba la patraña bien montada para mejor estocar al coterráneo; qué importancia saberlo ahora cuando ya de nada serviría, ni siquiera para aleccionar generaciones futuras.

Oh soberbia, oh intelecto indócil, incapaz de no juzgar, ni posición tomar, aún en la agonía que se anunciaba. ¿Cómo desconectar la interpretación de la forma y considerar con valía aún lo prosaico? Nunca lo había logrado. Pero, de qué servían estas reflexiones confusas y afanadas de última hora.

Qué relevancia tenían ahora las tantas noches de insomnio en donde su mollera rumiaba desventuras y contrariedades o tejiendo magnificadas cuitas, muchas de las cuales nunca ni siquiera acaecieron.

La fuerza de atracción terrestre hacia la nada imprimía una velocidad tan sólo comparable a la que circulaban las imágenes recordatorias en su cerebro. Cómo olvidar que su existencia había sido un tormento en el que el disfrute del presente así como de lo sencillo habían tenido rara vez cabida; que los temores razonados por pesadumbres futuras habían construido su método de vida; que el padecimiento, con la eficacia innata de su capacidad autodestructiva, había plagado su entender. Verificar a última hora que el único placer simple e irrazonado que le permitieron sus bien aceitadas neuronas lo constituyeron los momentos, o la gestación de ellos, que habían tenido relación con el sexo. Que sólo ahí la vida tuvo sentido palpable, talvez por la inconsciencia momentánea que le causaban los espasmos orgásmicos. Comprobar ahora que Ciorán siempre había tenido razón cuando tajante y lacónicamente pregonaba: “La nada hubiese bastado”. Nada de la que ahora haría nuevamente parte. El corto lapso, enmarcado por dos vacíos, durante el cual se había apartado, sin su consentimiento, de esa nada reportaba balance sin interés, pero ya pronto no estaría para recordarlo ni advertirlo a otros.

Agarró la cabeza con sus manos como obviando la inexorable destrucción. Esas manos intentaban ahora evitar el desparramamiento de neuronas en perdición; esas manos que habían sido sus herramientas de trabajo, sus útiles de comunicación para taladrar escritos sobre papel o para acompasar y ritmar sus peroratas verbales; esas manos, sus compañeras de expresión amatoria, exploradoras de lugares íntimos, que se volvían suaves y sensuales; esas manos que sabían también volverse amenazadoras a pedido de su dueño, sus aliadas en actos belicosos, en zurras infantiles y en agresiones adultas; manos acompañantes, testigos silenciosas de tantas batallas ideológicas y de tantas noticias desventuradas, siempre prestas a la acción; esas manos, sus instrumentos de agresión que hasta empuñaron armas en la época de su servicio militar obligatorio, o que expresaron gestos obscenos desafiantes ante sus enemistades de momento; sus manitos de niño que a falta de cordón umbilical lo ataron protectoramente a los adultos, particularmente a su madre con tanta firmeza; sus manos de adolescente que exploraron en solitario su propio cuerpo hasta encontrarle tantos goces, y que luego rozaron por primera vez un cuerpo caliente y ajeno en el cual encontró tantos placeres y luego con más experiencia los encontraría en muchos otros, al tiempo que los procuraría; esas manos que portaban mensajes ocultos entre la enmarañada nervadura de sus palmas y de cuya lectura aquella pitonisa de marras había claramente advertido que una grave catástrofe se abatiría sobre ellas y su dueño; sus manos aún intactas e impotentes ante lo predecible en el cortísimo plazo.

Los ojos cerrados para no ver nada. Sólo imaginar. Aquellos ojos que tanto habían visto, que habían admirado estéticas con tanta pasión; aquellos ojos que con su intenso inspeccionar del mundo habían inspirado sus poemas de adolescente enamorado de quimeras y luego sus libros, de los escritos publicados y de los que quedarían por siempre entre los tinteros del olvido; aquellos ojos que habían visto tantos cuerpos desnudos y que con sus atisbos erotizados le inflamaron las ingles; aquellos ojos que sudaron lágrimas por dolores físicos y por otros más profundos: los de sus desamores; aquellos ojos de negro azabache que penetraron otras miradas y las convencieron para el amor o la batalla; aquellos ojos que ocultaron tantos secretos y que a fuerza de guardarlos tan firmemente quedaron para el jamás; aquellos ojos que tantos escritos leyeron y pocos retuvieron; aquellos ojos que de tanto horror fueron testigos en su tanto desfilar por el vacío humano; aquellos ojos listos ahora a desaparecer con sus retinas impregnadas de mundo.

Esos oídos bien circundados por sus diminutas y agraciadas orejas; esos oídos que a punto de estallar aún conservan tantos susurros de amor, tantas palabras lúbricas que endulzaron su siempre alerta y presta sensualidad; esos oídos que escucharon procacidades escupidas por sus enemigos o por los prosaicos congéneres que lo rodearon; esos oídos que tantas veces quiso inútilmente taponar para no escuchar las sandeces de tantos sofistas, oportunistas, aduladores, o el cantar engañoso de tantas sirenas; esos oídos que desplegaba sin límite a las melodías suaves que apaciguaban y nutrían su magín; esos oídos que escuchaban más de la cuenta pero que sabían ser selectivos ante la estupidez humana; esos oídos que ensordecía a las prédicas de profetas celestiales, de embajadores de lo celestial inexistente o de las insoportables falacias de otros mundos mejores.

Con el cuerpo arremolinado en posición fetal para menguar el impacto, le dieron ganas de creer en Dios y en su ilusa milagrería para que salvara de aquella catástrofe inevitable. Plaf, Pluf. Ya no tuvo tiempo de continuar aquel rapidísimo recorrido extasiándose en dulces remembranzas o en postreras lamentaciones; un ruido inmenso, un dolor único y de inaguantable dimensión, una incandescencia voraz se apoderó ferozmente de su materia para conducirla a ningún destino, a la nada absoluta, al vacío perfecto, al deambular galáctico, a la ensoñación inexistente, al paraíso de lo ilusorio...

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bien. Es como si en su caí­da hacia la nada se estuviera quitando todo el peso que lleva en su mente para, quizás, salir a flote y salvarse.
Un abrazo.
Nelson

Anónimo dijo...

Creo que la inminencia de la muerte nos pone a pensar, y cada quien la
enfrenta como enfrento la vida.
William

Anónimo dijo...

Mi querido escritor:
Te cuento que me gustó mucho el escrito. Hay que
seguir y seguir!!!! Cuándo piensas acometer algo más
largo? Creo que sería deliciosa una novela. Tienes el
don de la palabra, el estilo, y segura estoy, que
cosas muchas que contar!!!
Un abrazote,
Martha



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