miércoles, 28 de febrero de 2007

El gordo que ya no era gordo

por Fernando Fernández
Julio 7 de 2007Cuando llegó el gordo que ya no era gordo, todos se miraron desconcertados, sin entender cómo podía encajar aquella cara conocida en un cuerpo totalmente diferente. Era sin duda él. El mismo que tres semanas atrás había salido de vacaciones. Claro que era él, estaba de regreso, con la misma mirada taciturna y falaz, con su no mirar directo a los ojos, con su voz atorada en el paladar, con toda la timidez disfrazada de arrogancia para evitar ser identificada. Todo igual, menos el cuerpo de mastodonte que había variado para sorpresa de todos y orgullo de su propietario Mauricio, Maumau como lo llamaba la montonera de aduladores que buscaba congraciarse con el felón personaje que tenía poder y que le embriagaba ejercerlo, así en su soterrado discurso dijera lo contrario. El gordo que ya no era gordo, de nuevo por allí con carcasa remodelada.

No lo dijo a nadie, con nadie consultó, tomó tres semanas de vacaciones y corrió a una clínica especializada en rehechuras corporales, en casos extremos, imposibles, en donde a punta de cincel, sondas y bisturí, además de achicarle el enorme buche para evitar que continuara atragantándose, lograron rebanarle muchos, muchísimos kilos de tocino acumulado con dedicación a lo largo de treinta años. No lograron enderezarle la mirada ni subirle el tono de la voz, ni sacarle la frustración que por peso sería más grande que su panza.

Toda una vida de obesidad. De muchos enfados callados e inconfesos. El más reciente había sido el del avión en que viajó a Europa para asistir a una reunión de negocios que se inventó para darle un paseo a sus grasas, fue allí delante de sus colegas que llevó de comitiva, que tuvo que ser reacomodado en un puesto trasero en donde ocupó doble asiento; con cortesía pero con sonrisita pérfida la azafata le dijo, menos mal que el avión no está tan lleno… Desde chico estuvo su vida atestada de molestias y rechazos, cómo olvidar la sorna de sus compañeros de colegio que se subían de tono en las clases de educación física en donde embutido en una pantaloneta de deporte parecía ballena en bikini; la situación se agravaba cuando comenzaban los ejercicios y los trotes en los cuales no arriscaba a dar ni paso ni respiro. Como nunca logró hacerse a una novia, los escarceos amorosos de adolescencia fueron para él perfectos desconocidos y la vida sexual, haciendo caso omiso de su asidua práctica onanística, la desarrolló con putas baratas, que de todas maneras le cobraban más caro por aguantarse el sobrepeso.

Cuando ya anduvo por la universidad se encaprichó de una de sus compañeras, la más guapetona del curso, la sílfide que tenía una corte de pretendientes más amplia que la talla de pantalones de Maumau. La cortejó sin mencionarle de amores, la hizo su confidente y su camarada de estudios, de tareas, de exámenes y de cuanta oportunidad le brindaba la facultad para respirarle de cerca. La beldad lo entendió y aceptó esa dedicación a los estudios, pero en cuanto Maumau quiso acomodarse diferentemente con sugerencias amatorias, lo mandó, sin conmiseración alguna, a freír espárragos en otra cacerola bien lejos de la suya; de manera que el repolludo galán, sin opción, regresó a sus putas y hasta se encariñó de una de ellas, tanto como ella de su billetera, que por cierto no era tan voluminosa como su dueño.

Toda una vida chapaleando en la enjundia y la hiel lo había marcado candentemente; su espíritu evolucionó en negativo, en vengativo, en amarguras reprimidas que le construyeron un resentimiento cargado de sueños de tomarle cuentas a la vida y a quienes participan de ella, resquemor más afianzado que su sustanciosa dieta alimenticia que nunca puso en cuestionamiento. Veía casi con indiferencia e inconsciencia como la talla de sus ropajes aumentaba, sin que, por el contrario, fuera insensible al rechazo y a la crítica oculta de quienes lo rodeaban, o más bien de quienes lo circunvalaban.

Como su vida profesional no era brillante porque ciertamente su cabeza no almacenaba una cantidad de neuronas comparable al sebo que lastraba el resto de su morfología, entonces sus empleos fueron mediocres, fofos como su apariencia. Ya para entonces había aprendido a no mirar nunca a la gente directamente a los ojos, la temía, le imaginaba afanes de crítica en su mirada; también para entonces ya tenía la voz sintonizada en el bajo volumen y los sonidos desprovistos de articulación y emitidos entre las muelas. Había dificultad en entender lo que expresaba, si es que expresaba algo, recelaba que lo que dijese careciese de interés, como en efecto lo era. Entonces mezclaba un discurso apático, pronunciado en un tono monocorde y de pocos decibeles envuelto en una mirada tornada al infinito. No se le escuchaba y peor no se le advertía a pesar de tanta masa desmedida.

Pero como hasta la desgracia termina por ceder, un día, de sus tantos de revés, su padre leyó en los periódicos que uno de sus compañeros de infancia había sido nombrado Ministro de la nación; se dio entonces a la tarea de contactarlo para proponerle los servicios de su hijo, y logró presentárselo como un arquetipo de virtudes y cualidades. El alto funcionario tenía en su cartera ministerial gran cantidad de responsabilidades, muchas de las cuales le era imposible asumir con la debida atención que éstas merecían, así es que encontró oportuno contratar a Maumau, hijo de alguien conocido, con lo que además saldaba una vieja deuda de juventud que tenía aún pendiente con su progenitor.

Este nuevo cargo, el mejor que haya jamás ocupado Maumau, le garantizaba un buen salario, mucho poder y poco o ningún control por parte del Ministro, quien no tenía tiempo para dirigirlo ni entrometerse en sus trabajos. Así es que Maumau se convirtió en amo y señor de una dependencia del Estado, la que quedó a merced del nuevo funcionario que aunque su figura corporal le acusaba vejeces y madureces, su edad real estaba aún en los inexperimentados treinta y recién cumplidos.

Su nuevo oficio le exigía participación en reuniones y juntas de alto nivel, en las que cumplidamente participaba, sin aportar otra cosa que su inaudible voz y su mirada al vacío, enemigo se le convertía quien no le rindiera la debida pleitesía o lo desafiase con alguna pregunta o precisión propia del alto cargo que calentaba. Cambió su falta de idoneidad por críticas a todo aquel que le olía a competencia, casó odios y peleas con quienes conocían lo que él ignoraba, entró en ataques sin control contra los funcionarios capaces y experimentados y sembró un ambiente de autoridad basado en el terror, en el espantajo del despido. En lo amoroso, vio como las mujeres que siempre le habían sido esquivas, volcaron su mirada interesada hacia el aprendiz de tiranuelo; vio como se volvió de repente atractivo y tuvo posibilidad de escogencia, hasta se pudo olvidar de tanta ramera que había circulado por su vida y firmó tregua con Onán. Sólo una le escapaba, una colega que tenía bajo su mando no cedía, no aceptaba sus invitaciones. Entonces afanosamente la colmó de ascensos, de aumentos salariales, de prerrogativas y misiones especiales con remuneración adicional. Ni eso embaucaba a la Victoria -así se llamaba; talvez nunca Maumau lo supo pero a la Victoria no le apetecían los placeres del falo y si con el tiempo aceptó relacionarse con Maumau, aparte del interés material que para ella significaba, era también porque su fértil imaginación erótica lograba asociar los pliegues adiposos de Maumau a un par de suculentas tetas.

Victoria tan reticente de comienzo, se dejó finalmente embaucar y no sólo accedió a llevar un noviazgo, abandonando los placeres sáficos que puso en remojo en procura de mejores días, sino que se consagró a organizar una relación matrimonial como Maumau lo deseaba. Le pidió, y ella acató, organizar una fiesta de nupcias con cientos de invitados, banquete, viaje de bodas, compra de una vivienda costosa y carro en conjunto. Muy rápidamente se enviaron, por presión de Maumau quien temía que Victoria reculara su decisión, las invitaciones a la pantagruélica fiesta de nupcias que pondría de manifiesto que para todos había oportunidad conyugal, que la grasa no era obstáculo.

Exhibió a Victoria por todas partes, fueron estos novios objeto de adulación en su presencia y de críticas una vez tornaban la espalda: que ella tan poco femenina, que él tan rechoncho, que ella aprovechaba la posición económica del otro, que él no tenía otra oportunidad, que ella no tenía clase, que él tenía más nalgas que caletre, que ella esto y que él lo otro. Pero hicieron caso omiso a tanto runrún porque se mostraron sordos ante tantas risitas socarronas que se desgranaban a su paso. A Maumau sólo le interesaba el demostrarle al mundo y a sí mismo que él también podía tener una pareja, así como la tenían los hipopótamos, los elefantes y cuanto ser viviente de su talla había dado la creación. A Victoria le interesaba dejar de trabajar, dedicarse a la dolce vitae, al gasto y derroche para distraer el asco que le producía aquella relación que en el silencio de su alma consideraba contra natura, contra la suya.

Por momentos parecía Maumau cambiado, incluso algunas veces daba miradas directas a sus interlocutores, había subido el tono de su voz, haciéndola casi audible. Sin embargo, aquello duraba poco, iba en reversa de la personalidad que había forjado con tanta frustración y con no menos años. Pero, como reza el adagio francés “aléjate de lo que te es natural y verás como éste se te devuelve al galope”, así, pues, a pesar del esfuerzo y camuflaje, su natural naufragio -instalado sólidamente en sus considerables grosores en donde las sinapsis neuronales se ahogaban en grasa-, salía a flote y su mirada se tornaba nuevamente sospechosa y rastrera, su voz se volvía casi muda, el desagrado frente a la presencia humana se dibujaba en las muecas de desprecio que emitían delatadores los tensos músculos de su cara. Y para acompasar con su pasada miseria humana, que seguía marcando su presente, despedía a algunos de sus colaboradores, con los pretextos más falaces e inverosímiles que alguien pudiera imaginar. Así añadía odios en donde ya los había sembrado en demasía. Pero cambiaba súbitamente cuando pensaba en el show matrimonial que se le avecinaba. Entonces sonreía y miraba a los ojos. Era sincero en ese momento, estaba feliz.

Fue por entonces que se talló la figura y acabó con las mantecas que consideraba causa única del infortunio de su vida. Fue también por entonces cuando apareció en escena la ex-esposa del Ministro que cansada del divorcio, de la soledad, de la poca figuración y de la magra pensión que le proporcionaba casi por caridad su ex-marido, vio en Maumau gran posibilidad de acabar con sus penurias y retomar la vida social. Atacó con todo su brío, lo sedujo con desfachatez, con encanto de mujer, con futuros promisorios, con elevamiento a niveles insospechados de la autoestima del tortolito escogido, con porvenires y amaneceres radiantes. Lo embrujó con su canto hipnótico y melodioso de sirena experimentada, le cambió el espejo para que se viera otro, para que su reflejo lo mostrara apetecible, inteligente y menesteroso de una pareja que le diera ese impulso que se merecía, y esa a todas luces no era Victoria, así se lo susurro ladinamente, así lo concluyó Maumau como conclusión propia suya. Esa era Yelsy, doña Yelsy como le decía antes; ella orquestó y planeó la ruptura rápida, contundente y cobarde con Victoria, quien de repente vio esfumarse casorio, fiesta y futuro cómodo. Fue por ella que Victoria se convirtió en derrota, Yelsy se transformó en la esposa de Maumau, y el Ministro soberbio se volvió enemigo acérrimo de la pareja Yelsy-Maumau.

Maumau vio evaporarse en grandes nubarrones negros su gran posición profesional y con ella su salario, su supuesto futuro y su mujer Yelsy cuya compañía matrimonial duró justo los seis meses que tardó el Ministro en despedirle del cargo a su nuevo esposo.

La foto que mi memoria conserva de Maumau que ahora visualizo desde la distancia de mi recuerdo es la de un hombre con la delgadez y esbeltez que le dejó el quirófano; un hombre libre de grasas, libre de puesto, libre de matrimonio, libre de responsabilidades, libre y ausente de todo; desconcertado, con nostalgias confusas, añorando no sé-qués, alicaído y sentado como un pájaro encima de su jaula sin osar abandonarla…

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Tu Maumau está muy bien retratado. Es o era un peso pesado, pero no tan bonachón como se imagina la gente que son los gordos. Un abrazo. Nelson

Anónimo dijo...

Tú siempre tan picante, bravo me gusto, y como es de buen humor me reí­ muy a gusto.
Coni



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