miércoles, 28 de febrero de 2007

Teatrinos Personales

Por Fernando Fernández

Abril 21 de 2007

Entonces fue cuando supe que me habían instalado un estudio de proyección, con cámaras de gran efectividad. Sin saber ni cuándo ni cómo, aunque ahora tengo la certeza de saber en donde. Que sí, que sí sospeché cuando ocurrió todo aquello y hasta cómo se realizó, pero en honor a la verdad, no le di importancia. Claro que sentí la agitación, el arrastrar de herramientas, los ajustes y el martilleo pero, como dije, poca o ninguna importancia presté. Las primeras pruebas de audio y video me alertaron de que el proceso estaba avanzado y de que éste era ya, tal vez, sin reversa.

Así es que decir que fui completamente inconsciente del proceso de instalación de aquella parafernalia, sería mentir, pues sí me percaté, ya lo he dicho, de como se atornillaban las cámaras y de cómo se armaba aquel sofisticado teatrino. A decir verdad, no creí que fuese algo importante, lo desestimé y hasta consideré que la pequeña cefalea que aquel trajín me causaba era sin mayores consecuencias.

Sin duda era un muy novísimo teatrino con toda la sofisticación de los últimos avances en la materia, que hasta donde entiendo incluía visión cuadrangular, gran angular y no sé que otras artimañas tecnológicas como las que se utilizan en las salas de cine moderno o, más bien, en los planetarios, en ésos en cuyas cúpulas uno contempla con ojo absorto y encandilado la totalidad del firmamento con todos sus recovecos. Además, y como luego reparé, no había ángulo de la sala sin visión altamente nítida y completa. También comprendí después que la asistencia, la mía, a todas las proyecciones era de carácter obligatorio y forzoso.

Sólo cuando me di cuenta que aquella proyección era permanente, en jornadas de cine continuo y que yo, aunque propietario del establecimiento, no tenía derecho, ni voz ni voto sobre la programación de aquella sala, así me perteneciera; sólo ahí intenté sublevarme, ya tardíamente por supuesto, ya en vano porque la operación estaba concluida, pactada sin mi consentimiento y sin reversos.

Las proyecciones privadas en mi teatrino personal eran dirigistas, sus mensajes de interés claro, tan nítido como la calidad de las imágenes proyectadas: el dejar sin piso y fundamento cualquier ideología diferente de aquella que no fuese arrastrar el espíritu por caminos desconsolados, desesperanzados, aniquiladores y sin ninguna posibilidad de salida que no fuese el desespero y el nihilismo total. El sometimiento intelectual del espectador reducido en permanencia a tales presiones era, sin duda, eficaz, por desidia o por aculturamiento uno adhería a los mensajes. Que no estoy diciendo que éstos eran simplistas o que faltaban de matiz o que no estaban elaborados con inteligencia o sin el pleno uso de herramientas racionales. No, esto no. Todo estaba planeado con total cordura y lógica, sin falacias, con impecable argumentación, pero sin derecho a réplica o a asuetos, y tal vez en eso radicaba mi sublevación o el toque de rebeldía que incitaba mi ser a no apreciar aquella sala de cine y razón.

Ha de aclararse que la soledad también fue la que me incitó a la rebeldía, pues, mi calidad de espectador único, sin otra compañía que yo mismo para comentar y debatir sobre los filmes impuestos, o así fuera para compartir intrascendentes palomitas de maíz. Y es que los monólogos interiores o la introspección permanente tenían sus límites, y no hablo sólo de aburrición, sino del goce que produce el debatir, así éste no produzca convergencia de pensamiento y discurso.

Ocurría que a veces, usualmente al amanecer, había pequeños descansos, improvisados sin duda, durante los cuales las cámaras paraban de escupir imágenes, entonces yo rápidamente me apropiaba del lugar y en esos pequeños lapsos proyectaba, a mi antojo, películas que tenían escenas sencillas como: paseos al borde de mares tibios, vagabundeos bajo noches estrelladas, amores peregrinos, lubricidades extravagantes, goces sencillos, felicidades pasajeras, vuelos de libertad por entre nubes de abandono.

Y es que el hecho de que el telón de proyección haya sido dispuesto al interior de mi cráneo, hacía imposible sustraerme a toda esta actividad en donde mi voluntad no tenía palabra, en donde la aceptación era regla y en donde el albedrío autónomo una idea abstracta sin aplicación. Por esto, un día de los tantos que se nos dan en vida y que luego en el ocaso de los tiempos parecen pocos, escasos y hasta despilfarrados; en un momento de aquellas treguas que se daban por descuido, me abalancé sobre la caja de control, sobre aquel manojo de cables, de neuronas, de conexiones eléctricas y sinápticas con amarraduras de otros nervios. Arremetí con decisión, con temor controlado, jugándome mi libertad, haciéndome acreedor al pecado de motín contra el invasor de mis pensamientos, contra la dictadura infligida a mi libre arbitrio y como pude arranqué de un tajo, desconecté, rompí y con saña quebré hasta dejar inutilizado aquel teatrino de miseria, que hoy se llena en mi cabeza de telaraña, de olvido y de polvo cósmico. Así me amparé del control, del mío, y de su programación, de la mía.

Cuando con precaución comenté mi caso, en medio de muchos temores, pues no me seducía la idea de que descubrieran que soy más orate de lo que mi histrionismo permite entrever, me enteré con asombro y hasta alivio, lo confieso, que lo mío no había sido algo excepcional, que por el contrario infinidad de casos similares se presentaban a diario; pero, más extraordinario aún, supe que algunos -muchos más bien- individuos se hacían voluntariamente instalar aquellos teatrinos y que disfrutaban de sus vidas con aquellas prótesis mentales que les aniquilaba la razón, que los sometía y reconfortaba en verdades que les convenían, así no creyeran plenamente en ellas y que nunca hubiesen podido ni querido destetarse de aquellos tutores que fortalecían convicciones discutibles o que evitaban dudas metódicas. Algunos de estos teatrinos, la mayor parte de ellos eran lugares de perorata infecunda, sitios de práctica y fortalecimiento de leyendas piadosas, en donde se afianzaba el miedo de la libertad, en donde se recurría a fábulas de eternidad para paliar y consolar la consciencia irremediable de la muerte, en donde no tenía cabida la razón ilustrada, ni la polémica constructora y en donde reinaban los límites autoimpuestos, el acatamiento y el mimetismo como reglas de ética...

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Una mirada moderna del mito de la caverna de Platón? :-)
Un abrazo.
Nelson



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Datos personales

Gran motivación en la consolidación de una ideología libertaria; hedonista; redimida de prejuicios; derribadora de paradigmas, en particular los religiosos; cuestionadora de tradiciones; cartesiana...