viernes, 15 de mayo de 2009

Destinos cruzados

Por Fernando Fernández
Mayo de 2009



Lo que se considera ceguera del destino
es en realidad propia ceguera.

William Faulkner


Cuando conoció a Víctor algo extraño la invadió, su cara se le antojó conocida, sintió un aire de familiaridad como de quien se ha frecuentado desde hace tiempo, desde siempre; era evidente que él tenía el don del contacto fácil, del relacionamiento rápido, del hablador facundo, con la palabra precisa y agradable a flor de boca, y además de su cara atractiva y risueña, estaban sus ademanes masculinos ante los cuales las féminas sucumbían. Ese era sin duda el marido que convenía a Zoraida su hija única, así lo juzgó, mejor no habías podido escoger, se lo dijo y lo repitió de temor de no ser escuchada, y que enamorada se le veía; qué importa que el jayán ya hubiera estado casado y que fuese padre de dos hijas, bellas como él, comentó Zoraida, lo importante era que ahora estuviese divorciado y se hubiese decidido a rehacer su vida al lado de Zoraida que nunca se había casado y que contaba ahora cuarenta primaveras, cinco menos que el futuro marido.

A Constanza de Álvarez la partícula de, que siempre pronunciaba con un énfasis tónico para denotar seguridad y sobre todo orgullo, no le había sido tan fácil de obtener en aquel pueblo típico criollo, machista, conservador a ultranza, en donde había nacido y vivido siempre. Qué importa que la denominación de significara al origen pertenencia a Álvarez, más importante le era saber que había logrado conseguir un marido y que se lo había ganado a pulso, con esfuerzo y como trofeo después de muchas batallas perdidas. Es cierto que Agustín Álvarez ya había muerto y que poco tiempo le había durado la victoria, pues su matrimonio duró dos años justo el tiempo de embarazarse y luego pasar al luto. En fin y al cabo éste fue, así lo consideraba, otro intento fallido, como fallido había sido su romance con Mauricio Martínez quien después de diez y nueve meses de noviazgo decidió entrar al seminario y ordenarse cura, como malogrados habían sido sus devaneos de casi año y medio con Raúl Rendón el que le dijo que la adoraba, y luego, se largó a vivir al extranjero y hasta el sol de hoy, como tampoco cuajó el amorío con Esteban Escalante que la inundó de ramos de flores y luego rompió sin dar ninguna explicación, años más tarde se enteró que compartía su vida con otro hombre, como tampoco se solidificó su romance con Santiago Sandoval que se contentó con escribirle poemas y llevarle serenatas de amor ardiente y después se evaporó como sus palabras entre nubes líricas; pero, quien sí había marcado su vida y eso mucho más que la larga lista de intentos, que incluye a su finado marido, fue Rolf Schneeberger.

A Rolf Schneeberger nunca lo pudo olvidar, aquel hombre de nombre incomprensible y de forastera prosapia aparecido en ese pueblo en donde todos tenían la misma raza por uniforme; él se destacaba entre el montón criollo por su cara de facciones delicadas diseñada con cuidadoso pincel, por sus ojos de un azul que arrastraban mares imposibles y ajenos, por su cabello dorado –desconocido en esas latitudes– que adornaba con sus bucles la estampa de su rostro, por su cuerpo de monumentales y proporcionadas dimensiones y por su precario hablar en español con pronunciado acento alemán. A éste, Constanza de Álvarez nunca lograría olvidar. Demasiada sensualidad en una sola escultura. Demasiadas feromonas desparramadas en un aire que se le tornaba irrespirable a su paso. Este Adonis por razones poco comprensibles le recordaba a Atila el Huno, el fuerte, el imparable, el conquistador invencible; suerte que nunca supo que este bárbaro no era germano sino asiático. Le quitó el sueño y la vida desde el instante mismo en que lo vio llegar al pueblo y que supo que estaría de prácticas postuniversitarias en la compañía electrificadora de la región. Ingeniero recién egresado de la universidad de Düsseldorf, lo decía con agrado y con una pronunciación que nadie entendía, como tampoco nadie sabía por allí que esa ciudad existía en el planeta tierra. Primeras noticias. Deutsch, Deutsch insistía, sin que nadie descifrara a qué se refería este mastodonte de mil sensualidades.

Lo cierto es que una tarde en sus finales, al amparo de la caída del sol, cuando el ocaso tiñe de rojo el firmamento, el sol de los venados lo llaman allí, Constanza lo llevó, con pretexto turístico, a un parque alejado y desolado y allí sin mayores discursos ni conquistas Atila la desvirgó, mientras ella bramaba como venada herida, pero sin oponer resistencia alguna. Fue la manera como el coloso medio mudo se comunicó con esta criolla ávida de ser conquistada y deseosa de convertirse en Malinche moderna. Acto consentido que con placer recordaría por siempre, pero que no le fue insignificante después asumir en aquel pueblo tan tradicional en donde los hombres exigían virginidad como gran tributo de la noche de bodas. Qué difícil fue, años más tarde, explicarle a Agustín Álvarez que ese no pudo ser un regalo presente en el tálamo nupcial, y que éste a regañadientes aceptara las inverosímiles explicaciones que Constanza, ya de Álvarez, le procuró. Más difícil le fue entender que su gran amiga Marina Mendieta, a quien le presentó a Rolf, y a quien todo el pueblo llamaba Marinita con un cierto aire de conmiseración porque ya andando por los cuarenta años nunca se le había conocido novio ni romance alguno; Marinita la que con su rebozo negro no perdía misa diaria de seis de la mañana ni rosario de seis de la tarde y que era presidente del Capítulo Diocesano de Señoritas de la Acción Católica que, justo ella, Marinita su amiga solterona, la que ya tenía por oficio el vestir santos, hubiera aparecido una mañana con una sonrisa tatuada en el rostro y una desvergüenza asumida, mancilla que delegó a su encopetada familia que se sintió incapaz de admitir y explicar que su hija de tan noble cuna y ejemplar conducta, que era monja sin hábito, se le creciera la barriga hasta que nueve meses después le explotara con un torpedo que tenía forma de varón y cara del alemán de paso, y del cual el pueblo jamás volvió a tener noticia. Nunca más. Nie Nie.

Pudo Constanza de Álvarez haber cumplido sus setenta años, haber parido a Zoraida hace cuarenta y tener ahora la dicha de casarla, así fuera un poco tarde, con ese mocetón que había conocido en Miami en donde estaba instalada desde hace muchos años, pero a pesar de estos años y de las dichas presentes había cosas que no podía olvidar, Nie Nie: el recuerdo del ingeniero Rolf, el muy canalla que le dio amor de cualquier manera entre los matorrales de un parque del pueblo y que luego de tan efímero encuentro se lo haya arrebatado la mosquita muerta, la Marinita del pueblo, así haya sido por un instante, como el suyo, pero que a ella sí se lo haya dejado impregnado en el cuerpo. Qué recuerdo con rabia crónica se fabricó a partir de su aspiración romántica insatisfecha, y cómo desde entonces destiló secretamente odio perenne para los dos efímeros amantes que también lo fueron sólo de circunstancia y talvez en los mismos matorrales. Cómo logró rumiar tanto encono en silencio contra Rolf y la Marinita sin que el largo correr de los años consiguiera mitigarlo. Nie Nie. Acúsome padre de odiar a dos personas, le dijo una vez al cura del pueblo en una confesión, a lo cual éste respondió con algo que le marcó la mollera con hierro candente, pero que no fue suficiente antídoto a su mal: El rencor, hija mía, es un veneno que uno se traga con la esperanza de que muera el otro. Nein. Ni así se curó.

En fin, ahora estaba en Miami para celebrar la boda de su hija con Víctor; esa sí era una buena nueva; estaba radiante, pocas veces o nunca este sentimiento le aparecía, y cuando por peregrina razón ello le ocurría lo sometía y extinguía con sus imborrables amarguras.
En medio del piar de los tantos pájaros que a diario alimentaba en el jardín de su solitario casarón del pueblo, Constanza de Álvarez masticaba su odio, lo cebaba como a los pájaros, lo aliñaba con hiel para nunca olvidarse de sus afrentas pretéritas. Su oficio diario: picar frutas para tantos pájaros vistosos que eran su única compañía, así como las plantas de mil flores y colores. Les hablaba a los unos y a las otras, y creía tener diálogos con esta naturaleza, a quien comentaba a diario sus pesares e inquinas de sabor y amargo germano.

La llamada telefónica de su hija la sorprendió en medio de cortes de papaya, de plátano maduro y de aleteo de mirlas y azulejos, pero más la sorprendió el saber que en una semana Zoraida se casaría. Constanza de Álvarez no tenía ni siquiera idea de que su hija anduviese de amoríos y menos conducentes a nupcias; pocas respuestas dio su hija sobre el novio y su conversación se focalizó en planear el viaje a Miami para asistir a la boda; hablaron de trajes, de moda, de la fiesta y de la urgencia de tomar un vuelo cuanto antes; ella, su hija, estaba, a juzgar por el tono exaltado de su voz, feliz y Constanza de Álvarez tampoco pudo ocultar su dicha. No lo dijo, pero lo pensó fuerte: finalmente mi hija se casa, le llegaron los cuarenta, pero lo logró. Ya se había hecho a la idea de que esto sería nunca. Nie Nie.

Constanza, que después fue de Álvarez, había entendido que la naturaleza no la había dotado de grandes cualidades corporales, de las intelectuales se esforzaría toda su vida tratando inútilmente de demostrarlas. Era una muchacha pequeñaja, langaruta, de tetas insuficientes y de un cabello rizoso que no había quien peinara, pero eso sí con una sonrisa cautivadora y unos bellos dientes de marfil. Y lo que tenía en demasía era sus deseos de conseguir un hombre, era coqueta, perseguía y atacaba sin timideces ni discriminaciones a cuanto pantalón del género opuesto hallaba en su amplio ángulo visual. Ponía especial esmero en su vestir, y esto salvaba su apariencia de renacuajo asustado que le daban sus saltones ojos; también la adornaba su familia, que era de notables de pueblo y de dinero, con muchas hectáreas de tierras fértiles y en donde pastaban muchas y gordas reses. Su amistad con Marinita era objeto de toda suerte de conjeturas –como corresponde a un pueblo pequeño en donde la diversión es escasa y la murmuración es entretenimiento mayor–, veinte años las separaban, la mojigatería religiosa era sólo propia de Marinita, así como el permanente flirteo lo era de su gran amiga. Los había quienes elucubraban, y talvez con razón, que Constanza, aún no de Álvarez, al lado de Marinita podía lucirse, era parte de su decorado, de su indumentaria y que esta comparación visual la favorecía. Marinita –Marranita la llamaría años después– nunca se preocupó más de lo necesario en conseguir un hombre para su vida, nunca fue tampoco afortunada en estas búsquedas, justamente porque no las emprendió, y esto a diferencia de la gran cantidad de hembras que pululaban en aquel pueblo y de la poca agresividad de conquista que ejercían los machos al verse asediados por la numerosa horda femenina. Constanza, futura de Álvarez, decía a menudo “todos estos perros laten echados, les dan la comida en la mano, y hasta maricones se nos están volviendo”.

¿Por qué ese negro rencor, que es cierto tuvo sus orígenes en un hecho concreto que pudo herir hondamente su orgullo propio, golpear su autoestima y poner en duda la lealtad que se espera de un amigo; por qué, con estas causas, por objetivas que sean, el malestar se transformó en odio duradero que atravesó tantos años con la misma herida abierta, como si hubiese sido provocada el día anterior? ¿Por qué le fue imposible –de perdonar ni hablar pues suena imposible vista la saña– colocar este agravio en las basuras del olvido, en el desdén eterno? No se sabe, el ser humano tiene sus misterios y sus soberbias son de difícil entendimiento; hay que aceptar que así fue.

Aquí la ley del Talión, con que siempre soñó, se le devolvió doblemente, ni siquiera volvió a ver al agraviador, ni menos sus ojos azules para cobrarles. Es que perdonar, se lo decía, era justificar de alguna manera la ofensa, pero, ¿quién era aquí el ofensor? ¿El germano por su actuar disoluto en un pueblo en donde las mujeres se le insinuaban y asediaban con descaro, o Marinita quien fue culpable de fertilidad?

El germano ofensor y propiciador de tanto hipo de odio, ni se enteró que fue el verdugo, bien sea por ignorancia, por ingenuidad o por egoísmo juvenil. ¿Acaso se enteró de que sus aventuras furtivas por aquel pueblo de paso habían dejado un retoño?

Cuando el juez, que oficiaba el matrimonio civil, preguntó a Víctor cuál era su apellido, éste respondió: Mendieta, como mi madre; y el del padre, nombre y apellido, Víctor respondió Rolf Schneeberger, a quien nunca conocí pero que supe de su existencia por mi difunta madre Marina. Constanza de Álvarez, madrina de honor de aquella boda, no quiso, no pudo terminar de escuchar la frase, y antes de caer fulminada por una embolia cerebral, según diagnosticaron los médicos, sintió que su cabeza se enturbió, sus neuronas se enredaron en un montón de pensamientos confusos, su mente se paseó por otros lugares, regresó a un pasado impreciso del cual sólo lograba atrapar migajas de vida, de una vida que no sabía a vida y que en efecto dejó de ser vida.


4 comentarios:

Anónimo dijo...

Siempre es una delicia recibir tus escritos, me fascina ese toque de exquisita ironía que les imprimes y el hilo que le das a cada historia. Gracias por enviarlos....

Javier Tatis Amaya

Anónimo dijo...

muy bueno...y erótico, como para sábado en la tarde...
Pepe

Anónimo dijo...

Está para representación de teatro. Pero la foto me da impresión, pero así debió quedar la pobre Constanza deeeeeeeeeee Álvarez.
Olga C

Anónimo dijo...

Las vueltas de la vida. Sí, señor. Pero en los pueblos parece que gira menos rápido. Muy divertido. :-)
Nelson



Tu colaboración es muy importante; participa con tus comentarios.
__________________________________________

Datos personales

Gran motivación en la consolidación de una ideología libertaria; hedonista; redimida de prejuicios; derribadora de paradigmas, en particular los religiosos; cuestionadora de tradiciones; cartesiana...