miércoles, 28 de febrero de 2007

Un edificio muy tranquilo

Por Fernando Fernández

Agosto 9 de 2007


A pesar del poco tiempo que llevaba de establecido en ese apartamento, ya me era claro que la vida en aquel vetusto edificio era aburrida, que allí nada ocurría, que el tiempo estaba detenido en la vejez reinante y en la rutina que carcomía el diario transcurrir de sus inquilinos.

Recuerdo que muy recientemente había yo llegado a aquel edificio cuando lo vi por primera vez. Pensé que se trataba de un personaje de un cuento de horror, que era de ficción, que en la realidad no existía y que era mi imaginación que me jugaba pasadas, quizás debido a mi cerebro al borde del helamiento en aquella época de desmesurado frío. La barba blanca, hirsuta y grasienta, sin ningún tipo de cuidado, sin cortar desde hacía muchos años; contrastaba aquella pelamenta desordenada y rala con el largor desigual de cada pelambre, dándole un aspecto, no sólo de esponja enmarañada, sino de espanto ambulante. Hablaba con un acento nasal y un marcado seseo, un dejo que recordaba su Portugal en donde había nacido, calculaba yo, hacía setenta largos años.

Aquel día que coincidimos en el edificio, subía él lerdamente por las escaleras, justo delante de mí. Pude observarlo en detalle, pude impregnarme de su hedor fuerte de caballo sin lavar de muchas guerras y de su pudrimiento en vida, por causa de aquella costra de inmundicia que llevaba a cambio de piel, y que era inocultable a la vista y al olfato. A la camisa que llevaba debajo de un sweater no se le adivinaba el color original, pero sí era notorio su color marrón oscuro de sebo acumulado alrededor del raído cuello; mancha que ya había abarcado la totalidad de la parte visible de la camisa. El abrigo oscuro, de mangas ostensiblemente más cortas que sus brazos, dejaba entrever parte de la camisa, por donde continuaba aquella mancha debida al sudor y al uso excesivo. Detuve mis observaciones en el rellano de la escalera porque nos encontramos con Madame Lecrique que descendía y a quien había conocido semanas antes; ella, sin mucho pensarlo, usó su francesa cortesía haciendo las presentaciones de rigor. Me llamo Marcos Pedrono y estiró la mano sudorosa y sucia llena de garfios de uñas, no tuve más opción, ni posibilidad de rechazo, así es que apreté con desagrado y temor aquella mano. Cuando intentó saludar a Madame Lecrique también de mano, ella permaneció inmóvil y se limitó a darle un saludo oral, Bonjour, y sin más continuó descendiendo las escaleras sin deseo ni intención alguna de establecer conversación; curioso en ella, pensé yo, en quien ya había detectado brotes de holgada charlatanería. Era Madame Lecrique una mujer modesta pero de una impecable presentación, vestía ropas sencillas que respiraban aromas florales que en nada se parecían a las emanaciones de Pedrono.

A Pedrono nadie lo frecuentaba, o mejor dicho, él no frecuentaba a nadie; ambas partes, él y el mundo, se contentaban con saludarse con obligada cortesía y distancia interpuesta. Madame Monique, la solterona del cuarto piso que me lanzaba miradas lúbricas y saludos cálidos, le huía; era Pedrono talvez uno de los pocos hombres que no era objeto de sus acechanzas. La encopetada Madame Gallon, quien ya tenía dificultad para saludarnos al resto de inquilinos, lo miraba con desprecio, lo oteaba como a un animal extraño. Los únicos que le dirigían la palabra era la pareja de viejitos, Monsieur y Madame Peltret, a quienes, quizás su avanzada edad y el deterioro de sus sentidos les impedía darse cuenta de esta monstruosidad ambulante y maloliente.

Era Antonio el hombre que se encargaba del aseo del edificio, también, decía él, inmigrante portugués -como muchos que había por aquella época, antes de que los árabes magrebinos tomaran sus lugares-, el único contacto que Pedrono tenía con el mundo de los mortales. Él le traía a su domicilio, sin que Pedrono lo dejase pasar el quicio de la puerta, las vituallas necesarias para su sobrevivencia, pero muchas veces la bolsa de ese magro mercado se quedaba en la puerta, pues Pedrono no abría su apartamento; Antonio no insistía entonces y dejaba las compras contra la pared y luego Pedrono las recogía, a veces éstas permanecían varios días sin que nadie las tocase. De qué se alimentaría Pedrono, era la pregunta que rondaba en el edificio. Antonio nos hacía infidencias. Fue por él que supimos que muchas veces las compras sólo contenían paqueticos de maní salado y botellas de vino. Estas últimas eran siempre obligatorias. También nos había contado que Pedrono se quejaba de frío y que en su apartamento no había calefacción, tan necesaria ésta en aquellos inviernos parisinos en donde la temperatura descendía sin piedad, desafiando el termómetro con sus marcaciones tan bajas que parecía que el mercurio se iba a salir por debajo. Pedrono aguantaba estos fríos cobijado con el calor que le producían las botellas de vino de mala calidad que ingería a borbotones.

Un hombre menudo de talla y hablar, de piel morena muy típicamente portuguesa, así era Antonio, a quien había que sacarle las palabras con grandes esfuerzos, era prudente y monosilábico en el hablar, como también es cierto, que una vez entrado en el calor de la confianza al que lo sometíamos, su conversación se estimulaba y hablaba más de la cuenta, se libraba a confidencias, era ahí cuando la manada geriátrica, de la cual hacía yo parte sin tener aún los atributos de edad, le extraía verdades, pero siempre nos quedaba la sensación de que nos ocultaba muchas otras. Qué nos importaba, era un hombre amable, servicial y nos informaba lo necesario de la vida privada de cada individuo del edificio; indecente, pero bonito pasatiempos.

La vida de aquel edificio transcurría sin ninguna alteración, la monotonía reinaba como consecuencia de que sus inquilinos, en su mayoría de edades avanzadas, tenían actividades muy previsibles y horarios que sólo eran modificados por alguna enfermedad o dolencia desmedida. La llegada diaria del cartero rompía la rutina, como eran tiempos en que todavía se escribía cartas y que las tarjetas postales transmitían mensajes cortos y souvenirs de viajes, aquel ancianato esperaba con ansia noticias del mundo y cada cual quería ser favorecido por la remesa diaria del descendiente de Mercurio el de los pies ligeros. También era novedad la fumigación y la desratización anual a que obligaba la alcaldía de París.

En uno de tantos días de aburrición, Madame Lecrique encontró en el patio comunal una factura despedazada; hábil, curiosa y carente de ocupación, armó con paciencia aquel rompecabezas y encontró que la pieza final recompuesta correspondía al último pago de un lote de terreno en un lujoso cementerio de la ciudad que Pedrono había pagado durante muchos años; en ésta se incluían además el pago del transporte del cadáver, un ataúd de fina madera y unos servicios funerarios de categoría premium. Madame guardó con curiosidad aquella factura, ella coleccionaba cuanta basura inútil caía en sus manos, era su manera de pasar el tiempo y de sentirse que vivía y hacía parte de aquel edificio en donde la Parca rondaba de piso en piso sin decidirse a atacar, quizás por mera desidia porque las causales de edad le eran fáciles de encontrar.

De Madame Solange, ya también de lerdo andar a raíz de sus muchos años vividos y trajinados, las malas lenguas decían que en sus años mozos se había prostituido en el norte de África; en todo caso, ahora no soportaba el ruido que por desfortuna había frecuentemente en aquel anticuado edificio, en donde cada día había algo por reparar o algo por remodelar para adaptarlo a las exigencias y mínimas comodidades del siglo veinte. Cuando mi apartamento fue remodelado hubo que tumbar paredes, martillar con ahínco, atornillar, encementar y taladrar aquí y allá. Esto desesperó a Madame Solange, así otrora hubiese vivido entre el bullicio tabernero. Recuerdo que por esa época comencé a recibir llamadas al filo de la madrugada, llamadas mudas que nada hablaban pero que sí despertaban, que me castigaban por el ruido producido durante el día; sólo cesaron cuando por consejo de Madame Lecrique comencé a llamar a Madame Solange, sin hablarle, llamadas silenciosas a las mismas horas y que fueron remedio efectivo: se detuvieron mis interrupciones de sueño como por arte de birlibirloque.

Antonio nos advirtió que desde hacía varios días Pedrono no le abría la puerta y que de lo que le dejaba contra la puerta nada era retirado, ni siquiera el vino. Nos inquietamos y dimos parte a los bomberos, quienes presurosos acudieron y abrieron la puerta rompiendo la cerradura. Luego nos dijeron que habiendo encontrado a Pedrono en su cama en un estado de gran debilidad habían procedido a trasladarlo urgentemente a un hospital de beneficencia. Quince días después vimos a Pedrono regresar radiante y sonriendo con su dentadura incompleta y ennegrecida por tantos años de falta de aseo; caminaba en los dos pies en que terminaban sus largas zancas de garza, se veía que lo habían pasado por la ducha a pesar de que los garfios que tenía por uñas continuaban igual de largos, retorcidos y de un dudoso color negro. Antonio continuó llevándole diariamente la dosis de maní y de vino.

Fue por aquella época que Antonio nos contó que Pedrono tenía un hijo, a quien no veía, ni nada sabía de su paradero desde hacía muchos años. Además, añadió sin que se le preguntara, que Pedrono gozaba de una jugosa pensión, fruto de sus años de actividad laboral como ebanista muy reconocido en el alto mundillo parisino. A lo largo de los años que viví en aquel edificio, muchas veces me cruce con Pedrono en las escaleras, casi siempre este hombre me saludaba, así él hubiera perdido ya la costumbre de largarme la mano, en vista de que yo, como el resto de inquilinos, impávido me contentaba con la fórmula sencilla de un bonjour sin contacto físico.

Mi vida transcurría entre el trabajo que me agobiaba y el compartir con aquel ancianato del cual obtenía chismes, intrigas y afecto maternal de Madame Lecrique quien decidió adoptarme y remplazar en sus afectos a su despreocupada hija, que nunca conocí, y que, según se quejaba, poco o nada se ocupaba de ella, contentándose de darle algunas llamadas telefónicas al año, siempre por navidades y alguna fecha especial.

Era una vida aburrida en aquel edificio, en donde todo era demasiado previsible; con facilidad alarmante caíamos, los pocos que trabajabamos, en la máxima que caracteriza a los parisinos, de quienes se dice, y no sin razón, que iteran diariamente la aburrida secuencia: “Métro, boulot, Dodo”, es decir, transportarse en metro por las mañanas, trabajar y luego regresar a casa a dormir. En el edificio la sucesión rutinaria era más bien: cartero, confidencias de Antonio y bomberos abriendo la puerta de Pedrono. De este último ya habían recomendado los bomberos que debería vivir en un hogar comunal de tercera edad, pero por Antonio sabíamos que Pedrono se negaba rotundamente a tal traslado; negación de abandonar aquel nido que había fabricado desde hacía más de cincuenta años.

Se rompía la rutina cuando Madame Solange entraba en estados de euforia incontrolables, por cuenta del alcohol que ingurgitaba o por algún ruido que escuchaba; lanzaba alaridos de loba en celo, gritaba incomprensibles palabras en árabe, golpeaba puertas, insultaba y regaba orines por las escaleras, que ni se sabía de dónde sacaba tantos litros.

Qué aburrida era toda esa calma, así hubiese excepciones, por ejemplo cuando un buen día Madame Monique cansada de perseguir infructuosamente machos que le calmaran el apetito, decidió dar por terminada su labor de búsqueda por estas tierras, y lo hizo de manera segura y violenta, se ahorcó en su apartamento y para hacerlo más evidente dejó previamente la puerta abierta. Qué espectáculo. Aparte de estas alteraciones, la vida seguía su rumbo rutinario en aquel edificio, en donde el orden se modificaba también cada vez que la ambulancia venía de urgencias a llevar a algunos de los esposos Peltret por alguna dolencia nueva que les aparecía. Como la escalera era estrecha, los enfermeros se veían en grandes dificultades para bajar en camillas aquellos pesados cuerpos, desde el sexto piso en donde tenían su nidal.

Ah, también había sobresaltos del orden cuando Madame Gallon decidía deshacerse de su marido que según ella le ponía los cuernos; nunca se supo con quién, pues aquel bonhomme no tenía ni las capacidades ni los atractivos para conquistar a otra que a su presuntuosa y poco agraciada mujer. Lo cierto es que había barullo cuando desde el quinto piso tiraba escaleras abajo ropa y utensilios y luego la maleta desocupada. El hombre recogía pacientemente sus pertenencias, las acomodaba en la maleta y se instalaba en un hotel vecino, para regresar unos días después como un perrito con el rabo encogido entre las piernas a su leonera conyugal. Aquella era también una secuencia de frecuente repetición.

A Madame Lecrique nada la alteraba a sus casi ochenta años, sin embargo tenía sesiones de diálisis para suplir sus pobres riñones ya tan cansados de licuar sangre vieja. El servicio de asistencia social le enviaba a domicilio tres veces por semana una enfermera especializada, un médico y una ambulancia con una voluminosa parafernalia que apenas cabía en su minúsculo apartamento y que se introducía estrepitosamente y no menos dificultad por las angostas escaleras del edificio. Todo esto era parte de su rutina y ella sólo causó alteraciones en aquel aburrido edificio en donde nada pasaba, cuando sin darse cuenta rodó escaleras abajo y se partió la cadera, y que a pesar del estruendo y gritos que profirió, nadie la escuchó; fue Antonio quien en su ronda de limpieza la descubrió quejumbrosa, conmocionada y medio desmayada por el dolor y la hizo llevar a las urgencias del Hôtel Dieu, de donde salió con más yeso que estatua griega y con una prescripción de reposo de varios meses. Su rutina de soldadura de huesos se alteraba sólo con su tratamiento de diálisis.

También vivían en aquel edificio los Violet, una pareja que no tenía hijos; el esposo, un militar retirado de las fuerzas especiales de inteligencia francesas en el extranjero que debido a un régimen especial se había jubilado relativamente joven y apenas sobrepasaba los cincuenta años. Permanecía mucho tiempo en su apartamento, practicaba muchos deportes, tenía un estado físico impresionante y sabiéndose poseedor de ello, exhibía con desparpajo sus músculos, ésos, lo decía en voz alta, que le habían servido para salvarse la vida en misiones muy peligrosas en países extranjeros. Malhumorado por naturaleza y acrecentado por la falta de actividad militar, casaba peleas con los vecinos por detalles anodinos; con frecuencia también entablaba trifulcas con su mujer, las discusiones eran fuertes y muchas veces se terminaban en golpes, le pegaba a su mujer, que no se atrevía a quejarse ni en público ni en privado, pero las gafas oscuras que frecuentemente portaba eran máscara visible que ocultaba moretones. En todo caso se escuchaban a través de esas paredes poco insonorizadas los insultos, los objetos que se rompían y los golpes que llovían a granel. Era con frecuencia que esto ocurría. Antonio nos comentaba que a veces él intervenía cuando la puerta estaba abierta para separarlos y que no en pocas ocasiones había escapado de ser también víctima de los golpes de aquel especie de brutal mercenario que descargaba angustias y carencia de víctimas extranjeras en su mujer y vecinos.

En medio de toda esa calma que los hechos alteraban circunstancialmente pero sin cambiar la esencia, era un edificio aburrido por lo aquietado, a Pedrono apenas si se le veía, ni se le sentían los olores, salvo cuando éstos se le intensificaron y que Antonio una vez más alertó los bomberos, quienes esta vez lo encontraron con palidez de muerto, porque ésto era: estaba muerto. Hacía cuatro días, dictaminaron los forenses, que el finado estaba hediendo, casi como en vida, pero ahora con las lentitudes digestivas de los gusanos que comenzaban el opíparo banquete. Luego, por una carta que encontraron en su mesita de noche, se pudo saber que Antonio era su hijo, y que este secreto no lo era ni para el padre ni para el hijo, como tampoco fue secreta la suntuosa tumba en que fueron a reposar los restos de Pedrono, después de los ostentosos oficios fúnebres a que le dio derecho la reconstruida factura que conservaba Madame Lecrique.

Ni secreto fue tampoco, después de la visita curiosa e intrusa que practicamos, el muladar en que había quedado transformado su apartamento, en donde se pavoneaban con propiedad cucarachas y otros bichos a su holgado antojo, en donde ninguna reparación había sido efectuada en más de cincuenta años, en donde el único baño no tenía color pero sí mucho olor, en donde el gas se filtraba peligrosamente por las desvencijadas tuberías, en donde las paredes carecían de color definido, en donde los vidrios de las ventanas –aquéllos que no estaban rotos- habían dejado de traslucir, en donde la grasa y la mugre acumulados en la cocina ya no cabían, y en donde en una habitación anexa reposaba la portuguesa, su mujer y madre de su único hijo, que se evaporó del edificio muchos años hacía, sin dejar ni la traza de su recuerdo, yacía allí en una cama de cubrelecho aterciopelado su cadáver momificado.

Por lo demás el edificio era tranquilo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

QUE TAL EL EDIFICIO!!! SALUDOS.
ÁLVARO MEJÍA

Anónimo dijo...

Muy bien, Fernando. Para mí que la Madame Solange se bebía las botellas de vino de don Pedrono y no le dejaba sino los maníes. Nelson

Anónimo dijo...

Leímos su escrito en referencia,nos pareció una lectura muy amena; no nos dio tiempo de parpadear por lo entretenida de su narrativa y el detalle que haces de todos los episodios y personajes.

felicitaciones, siganos mandando estos escritos que nos entretienen, nos ilustran y nos ocupan muchisimo

abrazos, david-germán

Anónimo dijo...

Madre mía. Qué edificio.
Jairo,



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