sábado, 25 de abril de 2009

Mundos ajenos, Inexistencias personales

Por Fernando Fernández
Abril de 2009




Sea cual sea la respuesta,
puedo decir que nunca he pedido estar aquí
y aún estando aquí, sólo pienso en cómo salir,
sin hacer ruido, sin que se note mi ausencia,
como si nunca hubiera estado.
Y de esa manera, sentir la ilusión de no haber existido nunca.

Cioran


Es que en toda mi vida no he tenido ni considerado un sitio diferente en donde habitar, y ahora esta morada, de gran mansión rural se me convirtió en desvencijada casona de barriada de baja monta, y que la tanta paz campestre se tornó en bullicioso suburbio citadino mal frecuentado, así como de burgués de campo me pasé a proletario de extramuros, y en donde el cantar de los pájaros se cambió por el de las estridentes bocinas de automotores. Y esto también podría decirlo Ágatha –me refiero a Concepción, es que hace mucho tiempo que le cambié el nombre–, por cierto, la pobre está bien vieja, pero continúa prestándome ayuda en los quehaceres de esta casa tan grande, en donde sirvió a mis padres, cuando eso sí era trabajo, pero como estaba joven no daba lástima exigirle que guisara, que barriera, que limpiara, que subiera tantas veces las escaleras llevando y trayendo comidas y bebidas desde la cocina. El tiempo que siempre convierte todo en destino, nos estancó aquí a los dos, solos, en este caserón desprovisto de la opulencia de antaño, deslucido y destartalado por los años y con la esperanza casi perdida de que el Estado me la expropie para ampliar la nueva Avenida de los Mártires que nos pasa con todo y su ruido por las narices o, mejor, por los ojos. Los ingenieros de vías consideran, es lo que he escuchado, que sólo es necesario ampliarla por la margen occidental, la opuesta a esta casa. Veo desde mi ventana cómo desaparecieron todas esas magníficas quintas de enfrente para convertirlas en nada, en vacío contaminado, en una carretera asfaltada por donde circula veloz toda esa hilera densa e interminable de automóviles y de largos camiones. Quién podría imaginar que este barrio en tiempos de mis padres, y que yo recuerdo también de mi infancia, fue campo abierto con casas de grandes espacios de terreno en donde sus dueños cultivaban la tierra y tenían bonitos jardines, y cómo olvidar los árboles, sí es que trepado en ellos me crié.

Cuando hicieron la calle de los Mártires, que no sé de dónde le sacaron el nombre, a menos que sea inspirado del martirio que le infligieron a la naturaleza, por allí apenas si pasaban carros, y, la verdad, su construcción nos alegró porque nos dio oportunidad de tener una pista de carreras para las ciclas que antes metíamos por trochas intransitables. Quién diría que eso fue así algún día, ahora que contemplo el nuevo paisaje desde mi ventana. Menos se lo cree Ágatha, y quien tampoco se lo ha podido creer y ha luchado contra este desierto cementado es Fräulein Brunhilde Schneider, así tiene marcada la puerta de entrada; aquí la llamamos Doña Frolain. Dueña ella de un rugoso carácter que no corresponde a su rubia cabellera y que talvez por eso siempre amarra en trenzas que enrolla sobre su cabeza como sombrero bávaro, ni a sus ojos azules que disimula con una mirada penetrante y cruda, siempre interrogadores. Alemana de raza y talante, e intimidante de presencia.

Da risa ver como esta inmensa Avenida de los Mártires que luego reemplazó a la calle del mismo nombre, tiene esa muela saliente y que debido a ella la hilera de carros circulante tenga que disminuir la velocidad para contornear la propiedad de Doña Frolain que, aunque ya no tiene las tierras de que antes gozaba en tiempos de sus padres, según me aclara Ágatha, aún queda la casa que es bien grande y un buen terreno, por supuesto, sin los matorrales, ni los espacios desperdiciados como antes, en donde siembra ella misma hortalizas y planta armoniosa y abundantemente sus matas de flores. Y, eso en la muela, justo en la mitad de lo que debería ser la Avenida. Todo el exterior de la casa muela lo mantiene impecable, todo en estrictísimo orden, es que ella misma lo sigue haciendo a pesar de sus años, hasta brilla con sus propias manos las tumbas de mármol del jardín en donde tiene enterrados a su padre y a su abuelo; para su madre: ninguna tumba, nunca se supo –al menos yo, y eso que estoy bien informado– de su paradero final. Claro ella no está sola, cuenta con Cuasi, el único ser que frecuenta esa casa que hoy es muela dolorosa para la municipalidad.

Esta mañana, justo cuando calculaba mis días en tierra, vi el tropel de obreros y de bulldozers, y la congregación de periodistas y de ambientalistas, pensé que finalmente era en serio que iban a tumbar la muela; el cálculo me dio veinticinco mil setecientos cincuenta y tres, no hagan cuentas, esos son setenta y pico de años, es que estos cálculos me dan ocasión de desentumir el cerebro que alguna vez alimenté con unos cursos de contabilidad. Y que no se vaya a entender que en ello haya trabajado, ni en eso ni en nada, que la suerte de haber contado con los ahorros de mi padre y de algunos negocios que he hecho me han servido para sobrevivir siempre al límite de la pobreza, pero, eso sí, sin tener el silicio de obligaciones laborales que azotan diariamente a todos los que me rodean, hasta a Ágatha; así es que mi vida la he dedicado a observar el mundo, a leer novelas de misterio, de suspense me suena más culto, de política no sé nada y ni he querido entender, nunca he votado por nadie en mi vida y no pienso hacerlo ahora a mis veinticinco mil setecientos cincuenta y tres días, a escuchar boleros que me apasionan, ah, y a coquetearle a tanta mujer que anda por el mundo, eso sí teniendo sumo cuidado de no comprometerme en nada con ninguna; cuando me he visto medio enamorado corto de un tajo, para eso sí tengo voluntad, así solo he vivido bien y así, solo, moriré sin complicaciones; para compañía ahí tengo a Ágatha y a Dios, en este último decidí creer por comodidad, para tranquilizarme, si no existe, como me lo dicta mi poca razón, ni me enteraré.

Con tantos años que Ágatha lleva encima no ha perdido la sazón para la comida que prepara para los tres: ella, yo y para Hércules el gato que a pesar de que lo hice castrar, todavía le maúlla a la luna y a sus amores imposibles; pobre Hércules ahora contenta su vida de eunuco con ronroneos asépticos y afectos asexuales sin ton ni son, y eso es su único placer porque aparte de los escasos restos de nuestra pitanza diaria, no obtiene ni caricias en su amarillento pelaje. Por aquí no estamos para querencias. Ágatha hace milagros con la comida porque bien limitadas que son las compras de mercado: justo lo necesario y justo menos que eso. Sopas, muchas sopas, que el agua poco cuesta. Ella, Ágatha, atalaya los lunes a las ocho en punto de la mañana cuando Doña Frolain coloca al lado de la basura el excedente de su cosecha de hortalizas, y ahí nos damos el gran banquete verde.

Quizás por estar bien protegido por mi garito de vigilancia no entienda a los transeúntes, ni menos comprenda sus arrebatos, por ejemplo, por qué les urge escapar de la lluvia que los acaricia; se protegen con enormes paraguas, caminan aprisa mirando los charcos de agua para evitarlos, se cubren con gorros y abrigos impermeables, parece que temen que el aguacero les derrita la piel, su mirada es de angustia, parecen como sorprendidos por un imprevisto sobrenatural; algunos, los más jóvenes corren sin protección alguna, duchados. Todos acelerados como si el chubasco amainara con la velocidad del desplazamiento, como si la disminución del tiempo de exposición al agua fuera paliativo a las gordas gotas, que con una sola les deja empapada cualquier indumentaria. Pobres terrones de azúcar, me lo digo desde mi observatorio, desde mis binóculos a los que no escapan detalle alguno.

En todo caso Doña Frolain es muy trabajadora, la observo en pie de combate desde las seis de la mañana y hasta las siete de la noche no cesa su trajín de entrar y salir de casa, arreglar el huerto en donde cultiva el terreno muela que debería ser de la Avenida; allí siembra lechugas, zanahorias, pepinos, acelgas, cebollas y ajos puerros; siempre tiene cosecha por recoger, pues, en este ambiente tropical, sin estaciones, planta a lo largo del año.

Doña Frolain vive con un sirviente que ha trabajado con su familia desde siempre, yo no recuerdo y eso desde que me conozco, haber visto esa casa sin ese fiel cancerbero, un hombre duro y malhecho, con una joroba que le valió el apodo de Cuasi, como apócope de Quasimodo, ojos saltones, cara desagradable, manos nudosas y fuertes; los rumores dicen que es tío de Doña Frolain. Nunca le oí pronunciar algo diferente de mugidos guturales extraños, tiene problemas de habla, o será que platica en alemán. Lo respetan más que a perro furioso, se cuenta que un ladrón que se aventuró por aquella casona fue estrangulado por sus propias manos. Tantas historias se han tejido alrededor de esa casa, la imaginación humana es fértil sobre todo cuando se desconocen las cosas, y como de aquella casona se ignora todo, entonces el imaginario popular lo hemos nutrido con multitud de fantasías, aún mas extravagantes y mayores que las de los libros de Ágatha Christie o de Conan Doyle que con tanto afán y frecuencia me devoro. Con todos estos insumos añadidos a mi fértil inventiva y mi incorregible ocio, tengo tejida una maraña de hipótesis que como buen Poirot, que me considero, tengo esperanza de dilucidar.

Ausculto cada movimiento de esa casa y créanme que nada raro he observado, aparte de alimentar el misterio que fantaseo por lo que se desconoce del interior de la casa. Conozco bien la rutina diaria que se vive en su exterior y que sólo me oculta por instantes el paso de los grandes camiones sobre la nueva Avenida de los Mártires; los prismáticos, que heredé de mi padre, aún en muy buen estado, me permiten no perder de vista ningún movimiento. Antes observaba las casas vecinas y cómo me divertía con tanta cosilla pícara que por allí se veía, de cuántos líos de parejas engañadas me enteré, pero, bueno, como ahora no existen esos vecindarios me concentro en la propiedad de Doña Frolain. Desde allí vi hace varios años cómo el abogado de Doña Frolain impidió que las autoridades tomaran la casa para demolerla, muy sagaz, como decía el periódico, ha de ser este leguleyo, para haber podido impedir que esta casa no fuera expropiada, la única del lado occidental del barrio. Ah, por el contrario, cuánto hubiera querido yo que la mía fuese expropiada, y así poder abandonar esta vieja casona y meterme un buen dinero en el bolsillo con el cual seguir alimentando mis errancias, pero los malditos ingenieros decidieron que sólo el ala occidental sería necesaria para construir aquella horrorosa pista de cemento que acabó con toda esa vegetación que tenía la ciudad. Un pulmón menos para los habitantes, repicaban los periódicos y las organizaciones ecologistas.

Qué rabia me produce ya no poder atisbar aquella vecina, bonita, joven ella y que yo deseaba, que en cuanto su marido salía al trabajo, pasaba a la casa del vecino solterón y allí sin saber que podían espiarlos, se exponían a mis escrutadores lentes por la ventana de la habitación; cómo inventaban juegos amorosos, cómo lograban resistencias eróticas que les duraban mañanas enteras; sus palabras yo podía leerlas en sus labios y no crean que eran de amores cándidos, soeces se tornaban en lo más fino de sus desenfrenadas pasiones, y cómo me divertía verlos golpearse en sus juegos amatorios, qué coloradas les quedaban esos traseros, mientras sus delanteros se enrojecían de lascivia. Más me divertía ver a esa joven esposa en el rol de cónyuge ejemplar, cuando los domingos salía con rebozo, devota y ferviente a la misa del brazo de su marido; cómo se reían mis binóculos cuando pasaban en frente de la ventana del solterón que con gran cortesía los saludaba.

Cuando comenzó el proceso de expropiación, el plazo fue perentorio: seis meses para desocupar las propiedades y entregarlas a la administración de la ciudad para su demolición; y así se hizo, algunos descontentos y otros satisfechos del arreglo propuesto que de todas maneras no daba cabida a ninguna negociación. La propuesta, si así se podía llamar, era imperativa y no daba margen a discusión. Todos acataron, menos uno, Doña Frolain quien se atrincheró en su casona y contrató ese abogado que escarbó las leyes hasta encontrarles el punto débil; allí nada faltó, se arguyó: violación de los derechos humanos, contaminación ambiental, atentado al libre desarrollo de la personalidad, posición antidemocrática y un ramillete de leyes violadas que da grima y pereza recordar, pero que fueron efectivas, además de la fuerte campaña que se generó en los medios de comunicación. Dudo que alguien en esta ciudad haya ignorado este litigio y su desenlace a favor de Doña Frolain, quien conservó como resultado del fallo jurídico su casa y parte de los terrenos. No hubo más remedio que los ingenieros, entre mil rabietas, corrigieran sus cálculos y trazos e interrumpieran el diseño rectilíneo y al llegar a la propiedad inexpropiable de Doña Frolain establecieran una curva, una muela, que rodeara la casona.

Y el viejito aquel, nunca mis antiparras de largo alcance volvieron a saber de él; pobre abuelo entregado a Onán, así como su nieto adolescente que tenía la habitación justo en el piso encima del suyo; qué coincidencial y anónimamente sincronizaban sus manos al mismo ritmo frenético de sus instintos. Cuántos años los separaban y cuántos orgasmos solitarios los unían. Y la otra pareja, cómo golpeaba aquella mujer a su marido, cómo lo correteaba por las habitaciones y cómo se humillaba ese hombre que en la calle se jactaba de grandes autoridades y se daba aires de macho cabrío, y qué pantomima de sumisión expresaban los ojos de aquella mujer ante sus vecinos y sobre todo ante la familia del oprimido, que cada domingo venía sin falta a almorzar y a mimar a los dos retoños.

Ágatha, ¡mira! La llamo repetidamente y a gritos, ¡mira! Que los bulldozers van a comenzar a tumbar la muela, la casa de Doña Frolain; Ágatha, ¿en dónde se habrá metido esa mujer? Y yo con caprichos de compartir el atisbo con ella y de no perderme ni un instante de esta movida que se me estaba presentando gratuitamente y en vivo, y con las ganas de esclarecer los secretos que entraña la casona de la germana; no me desprendo de mis binóculos ni para seguir llamando a Ágatha; y ahora también, maldita sea, tocan a la puerta. ¡Ágatha, la puerta! Toc toc y los bulldozers y la horda de obreros, la caterva de periodistas y curiosos; Ágatha, que la puerta; Doña Frolain y Cuasi que se atraviesan, valerosos y obstinados, a los bulldozers; toc toc y la policia que los aparta por la fuerza de sus posiciones de estatuas germanas, y los bulldozers que avanzan lentamente pero con toda la potencia de sus tenazas carnívoras; ring ring, el timbre de la puerta y los gritos desafiantes de los ecologistas; ring ring, toc, toc Ágatha, palas destructoras. Exasperado dejo un instante eterno mi puesto de vigía para atender la puerta, mis piernas viejas crujen tanto como las desarticuladas escaleras, abro rápidamente, es el cartero a quien miro con reproche, me extiende su mano con dos cartas que le arrebato, nunca me llegan cartas, le cierro la puerta en las narices, no puedo evitarme el ver los membretes de los sobres, me entra una mezcla de curiosidad y miedo, las abro, leo de corrido y saltando líneas, en la primera carta la Administración de la ciudad me informa que mi casa es expropiada para ampliación de la Avenida los Mártires en su costado oriental, me alegro. En la segunda me desalegro: la Administración de Hacienda me informa que me cobra los últimos treinta y ocho años de impago de impuestos prediales y de sus respectivos intereses y por tanto cruza cuentas con el precio de expropiación. Adeudo cero a favor de ninguna de las partes. Cuentas saldadas. Plazo de desocupación del inmueble dos meses.

Y, es ahí cuando mi magín se confunde, mis manos aprietan con irritación las cartas, y mi ojo descubre la escena que transcurre bajo las escaleras; afino inquieto la vista. Ágatha está allí tumbada, horizontal, inerme, observo su aire firme pero plácido, me acerco, no soy médico, ya lo saben, pero intuyo que está sin vida, Hércules instintivamente lame su cara tratando vanamente de reavivarla. Impotente, perturbado me acuesto a su lado. Concepción. No la miro, le reprocho su abandono, le increpo sin palabras la orfandad en la que me sumerge, le recrimino mi soledad, le desapruebo su desvinculación de este mundo, la acuso de falta de complicidad, la hago cargo de la expropiación sin dinero, de mi futuro incierto, la culpo de mi vacío. Hércules me lame también pacientemente. Tiene lengua y saliva para ambos. Escucho los ruidos y gritos callejeros, seguramente el misterio de la casa germana está develándose. Ya no me importa.

Conozco tantos muertos y muchos de ellos me conocen a mí; se me han acumulado los amigos finados, siento que me reclaman de presencia y compañía. Este llamado que antes evadía por inoportuno, por en destiempo y por atravesado en mis holganzas; ahora lo cavilo atento, lo deseo, hoy es un día de esos, el gran día, el de gran escucha.





2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué bueno!!! Mira su vida tras su ventana indiscreta y el final...el final... trágico, Hondo, de heridas múltiples... Y Hércules? Como en la leyenda, sabio, incondicional, amigo...
...Pero lo mas importante fue perderme entre esas historias que pasan, que pasaron que fueron arrastradas por las nuevas avenidas...me encantó, sentí un aire Rulfiano...no absolutamente, pero me trajo a la memoria esos días de “Macario” y “la vaca” de “es que somos muy pobres”...Me encantó, sígueme enviando por favor, que yo seguiré leyendo...
Un abrazo.
Johan

Anónimo dijo...

Muy bien plasmada la vida del voyeur de la Avenida de los Mártires que será un martir más de la modernidad automovilística. ¿Es del 2007 este relato?
Nelson



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Gran motivación en la consolidación de una ideología libertaria; hedonista; redimida de prejuicios; derribadora de paradigmas, en particular los religiosos; cuestionadora de tradiciones; cartesiana...