lunes, 26 de febrero de 2007

Hay noches que no terminan

Por Fernando Fernández

Febrero 20 de 2007

Hay noches que no terminan y que queremos eternas, aquellas de suaves olores a nardo y que por voluptuosas se nos antojan infinitas; son noches que prolongamos aposta en inagotables placeres, en donde mente y cuerpo deambulan danzarines en grandes camaraderías con Eros, Baco y Dyonisios. Noches que le dan sentido a nuestros días.

Pero hay otras, otras noches en las que Thánatos se nos cuela entre las sábanas y el entorno se nos llena de espantos, nos visitan fantasmas arrastrando chirriantes cadenas y con tanta algarabía que nos retumban los sesos; y entonces, se sienten las neuronas zanganear en desordenado movimiento browniano, golpeteando las cavidades del cráneo; asiste uno impotente a un ensordecedor y desesperante ajetreo, a un inevitable e insoportable espectáculo de calidad deplorable. Un ¡basta! racional no alcanza a disipar tanto jaleo mental.

En esas noches desesperantes, reteñidas de azabache, nos sentimos desamparados y abandonados a nuestra propia fatalidad, condenados al fracaso y envueltos en peregrinas realidades, todas de gran anchura negativa y más negras que la noche negra. En éstas, los vientos se vuelven arrasadores ciclones, los montes se convierten en infranqueables cordilleras y hasta el fuego del candil es voraz incendio. Todo se magnifica por obra de la tiniebla, del pesimismo que engendra la ausencia solar; tal vez seamos seres de luz y en su ausencia nuestros magín indómito fragua toda suerte de atrocidades y de horrendos designios. Nada no es benévolo, la verdad y la realidad son transformadas a voluntad de esa fuerza invisible en contingencias devastadoras, en ineludibles monstruos.

Hay noches en que la oscuridad no parece tener fin, en que el tiempo se detiene y en que nuestro cerebro se acompasa dócil con la negrura ambiente y que las ideas se obstinan en no abandonar la construcción negativa que las enmaraña. Esas noches, impotentes, deseamos evaporarnos. No ser. Eliminarnos. Acabar con la noche, acortarla junto con nuestra vida que parece esfumarse en jirones, en pedazos incontrolables de sinrazón. Desaparecer o clamar protección. En esos momentos el cuerpo se nos merma, timorato y en economía de espacio se retuerce en posiciones fetales como buscando el recuerdo de días de mejores cobijos.

Los amaneceres de esas noches tienen sol rebelde que tarda en iluminar nuestros pensamientos que zozobran en tenebrosas maquinaciones, tejidas en las mazmorras de la soledad y a los que adornamos con fatídicos hilos de las peores premoniciones y de los más mustios soliloquios.

Y por qué con el primer rayo del alba todo ese barullo mental comienza a disiparse, el sosiego se instala y los espantos se desvanecen como ahuyentados por la luz; por qué se escabullen despavoridos estos engendros en busca de otras tinieblas; por qué el averno en el cual interminablemente navegábamos parece disolverse; por qué la tribulación parece temerle a la luz del día…

Hay noches de noches, algunas infinitas por grandiosas, otras por tediosas, por odiosas…

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Testimonio sobrecogedor del horror en que a veces nos sumergimos a pesar del sueño y de los sueños. Un abrazo,
Leyla

Anónimo dijo...

Animo para seguir escribiendo pues se te da muy bien. Muy buena lectura.
Saludos.
Conchita (Coni)

Anónimo dijo...

Envío una profunda reverencia por la forma en que estás escribiendo. Me gusta mucho, de veras. Mil felicitaciones!!!!! No tengo claro cómo sobreviven los escritores, pero si fuere posible salvar ese incómodo escollo, envíote un llamado a la cordura para que cuanto antes abandones esa tontería en la que trabajas y te dediques al maravilloso arte de escribir, que es donde creo serías más feliz y aún más exitoso.
Martha



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