martes, 10 de marzo de 2009

Madrid en paz

Por Fernando Fernández
Marzo de 2009

¿Dónde se encuentra la belleza?
¿En las grandes cosas que, como las demás, están condenadas a morir,
o bien en las pequeñas que, sin pretensiones,
saben engastar en el instante una gema de infinitud?

Muriel Barbery


Habíamos aceptado la invitación de mi amigo Francisco a venir de vacaciones con mi mujer y nuestros dos hijos aún pequeños de tres y cuatro años; sonaba ideal viajar en este fin de año a compartir con mi antiguo colega y amigo que ahora estaba instalado en Madrid y casado con una chica española con quien había traído al mundo recientemente su primer retoño. Parecía fascinante darse un paseo por Madrid con nuestros hijos, conocer a la esposa de Francisco y que mi cónyuge conociese la capital española de la que yo tanto le había hablado. Es cierto que un viaje así tiene una logística familiar cargada de pequeñas pero engorrosas minucias, así es que comenzamos los preparativos con un buen tiempo de antelación a fin de conseguir billetes de avión para las apetecidas fechas de fin de año, lo logramos con no poca dificultad; obtener los pasaportes –el mío estaba caducado– y luego conseguir las visas en el consulado español en Bogotá fue tarea de mucha paciencia y hasta de ruego molesto; y en fin otras tantas cosas que son de rutina y poca importancia, pero que sumadas las unas a las otras tienen sus vericuetos y toman largos tiempos y hasta tensionantes momentos, si se tiene en cuenta que de por medio hay funcionarios con más deseos de poner en relieve sus pequeñas dosis de poder y que bien son pocos los de voluntad real de colaboración. Pero, qué nos importaron estos detalles comparados con el objetivo final: el viaje era motivante y como se dice por ahí no hay que dejar que un árbol impida disfrutar de la visión del bosque en su conjunto y frondosidad; además, cuando se es cabeza de familia estos esfuerzos se vuelven rutina y ni siquiera entran en línea de cuenta los múltiples detalles de preparación de la meta, por ejemplo, la preparación de las maletas, sobre todo las de los niños para los cuales hay que prever todo, desde la ropa –obviedad apenas digna de mención–, los juguetes para evitarles el aburrimiento del viaje y distraerlos en aquellos momentos en donde los adultos necesitan no ser interrumpidos en permanencia, los medicamentos para curar aquello de lo que sufren y de lo que se supone que sufrirán en el viaje –nunca falta el catarro o la raspadura de última hora. Es con gran alegría que se hacen estas cosas, por enfadosas que sean.

Quince días llevábamos ya en Madrid de las tres semanas que habíamos previsto; ah, qué el tiempo vuela, el clima invernal había sido particularmente severo. Desde el primer momento pudimos constatar la satisfacción, al paso que el sofoco de compartir aquel simpático apartamento que Francisco y Loles, su mujer, tenían en alquiler en la popular y multiétnica barriada de Lavapiés, y que a pesar de sus reducidos cuarenta y cinco metros cuadrados repartidos en dos piezas tenía de todo, nada faltaba al confort moderno, ni electrodomésticos ni muebles, y con qué habilidad cada noche la salita de comer, ubicada en una de las piezas, se convertía en dormitorio, teniendo el cuidado de dejar libre el pequeño rincón que hacía las veces de cocina y en donde con una pericia cuasi circense se acumulaban en perfecto orden los más diversos utensilios de cocina; cómo se lograba apilar con tanta habilidad ollas y peroles de diversos y numerosos tamaños, sin olvidar la indispensable e inmensa paellera que no ha de faltar en un hogar español, y claro como Francisco –a quien ahora llamaban Paco– tenía debilidad por las fondues y raclettes francesas, pues también esas abultadas vasijas hacían parte del menaje culinario.

Qué gran afición había desarrollado Paco por los minimodelos de barcos, aquellos de complejos velámenes los cuales construía y armaba con gran esmero y meticulosidad en la mesita de comedor. Qué arte para acompasar en espacio esta afición con los instrumentos de bordado de bolillo en el que Loles era experta y apegada. Además, –y talvez por estímulo de su mujer originaria de la costa Cantábrica– también se había contagiado mi amigo de la pasión por los rompecabezas marinos de miles de piezas y de enorme dificultad de armar, gran reto mental y manual, teniendo en cuenta que los temas armables escogidos eran las inmensidades marinas en donde se pierde ad infinitum una gama colorífera poco variada y sutilmente degradada, en donde el azul se conjuga bellamente en todos sus matices. Lograban perfectamente retirar de la mesa de comedor, para servirse las vituallas diarias, esas miles de piezas sin desbaratar lo ya construido, sin enredar los miles de hilos del magnífico bordado y sin mezclar las minúsculas piezas del sofisticado astillero. Qué destreza para levantar, armar, rearmar todo esto varias veces al día y sobre todo cuando Paco llegaba del trabajo después de una dura jornada –Loles cuidaba del bebé. Ves, me dijo Paco en varias ocasiones, uno se vuelve práctico en la utilización del espacio. Asentía yo los primeros días sin dubitación alguna y luego de ocho días de observar y participar de ese tejemaneje permanente mi cabeza asimilaba esta laboriosa rutina a una rara clase de nomadismo in situ que no dejaba sosiego en ningún instante. Por supuesto, nuestros niños no entendían por qué la comida no había de mezclarse con las piezas de rompecabezas ni con los encajes bordados en bolillo y menos aún porque había que darse a la faena de recoger tantos trastos para armar el nido cada noche, o por qué nuestros anfitriones brincaban sobre nuestras improvisadas camas para dirigirse a la cocina varias veces en la noche a calentar los biberones de su bebé. Eso no lo entienden los niños; cuando se es adulto, y además padre de familia, se logra comprender, por supuesto y por haberlo vivido, de la misma manera que se entiende que un bebé, y era el caso del retoño de Paco, lance alaridos desconsolados varias veces en la noche por cualquier motivo, o mejor sin razón aparente. Qué hermosa y comprensiva es la paternidad y cuán admirable lo es cuando ésta se ejerce en espacios tan reducidos.

Se veía que Paco tenía dificultad para almacenar los muchos libros que poseía y que siempre habían constituido su pasión; en esos días madrileños no entendí en que momento lograba entregarse a su pasión de lectura, no tenía horas para una actividad adicional que pudiese ser ocupada por otra diferente de la paternal y de la febril y permanente mudanza, pero ciertamente que encontraba el tiempo, puesto que me hablaba, como otrora, de libros recién publicados y con devoción discutía y citaba las críticas de las revistas o las que encontraba en el computador que tenía conectado inalámbricamente a la red de Internet en aquel pequeño nido que tenía por apartamento; en cuanto a la ubicación del ordenador –así lo llaman por esas tierras– no había ningún problema, por algo era un portátil que podía reposar en cualquier lugar con un alto sentido de ubicuidad, casi tanto como la de Paco y su familia. Caso diferente era el del aparato de televisión, pues no habiendo aún adquirido un equipo de pantalla plana, entonces el espacio ocupado era enorme, con lo cual éste también hacía parte de la mudanza diaria, así como los Xbox y Wii electrónicos que hacían parte de los hobbies de Paco. En cuanto al equipo de sonido, ya había en el apartamento un equipo pequeño y compacto en donde gracias a la compresión de MP3 el espacio se volvía irrelevante, cosa distinta era con los discos de vinilo de los que Loles se negaba a desprenderse, así como tampoco del tornamesas que servía para escucharlos. No es la misma cosa escuchar un vinilo que un disco digital, se pierde la nostalgia, la pasión melómana, la estética auditiva, argumentaba con vigor y seguía adquiriéndolos en tiendas especializadas. Bella colección que tenían de ellos.

La estadía no estaba resultando después de todo tan buena idea como la habíamos planeado, estaba claro que en aquel apartamento tan amable y en donde a pesar de los esmerados afanes hospitalarios de nuestros anfitriones, no se podía encontrar tranquilidad y menos aún el reposo que buscábamos con estas vacaciones.

Entonces, una mañana salí a la calle, sin hacer mayor ruido para no tener que explicarme sobre el paseo solitario que decidí darme y sin que Cuqui, la pequeña pero muy ladradora mascota de Loles, me delatara con algún latido; abandoné el edificio y me adentré por callejuelas desiertas buscando reposo y silencio, y escudriñando algún lugar en donde tomar un desayuno bien madrileño: churros y chocolate, me apetecía eso: un chocolate bien espeso, de esos tan densos y tan delicadamente viscosos que se pueden tomar con cuchara y cuya receta manejan diestramente en España, así como capote y verónica, en la plaza de Ventas madrileña. De lejos apercibí el aviso llamativo y sugerente “el Maestro Churrero”, sin pensarlo dos veces alargué mis pasos y en un santiamén me adentré en el local, buscando al tiempo que satisfacer mi capricho, guarecerme del frío que, según vi en el aviso con termómetro de una farmacia, ya avecinaba los menos cinco grados centígrados, demasiado helaje para mi cuerpo tropical, y además aislarme un poco de tanta gente, y de su permanente mudanza, con la que compartía el minúsculo apartamento de mi amigo.

No bien entré al local que constaté que mi capricho era poco original, allí había otras personas buscando el mismo chocolate espeso y los azucarados churros. No quise hacer la larga cola del mostrador y preferí sentarme en la única mesa que todavía permanecía libre, supuse que sería por la falta de limpieza, estaba llena de servilletas usadas y restos de comida de los anteriores comensales; poca atención puse a este detalle, aparté estas basuras e hice signos a la camarera, quien difícilmente logró verme; después de repetidos signos conseguí captar su atención y la respuesta con su mano me indicó que debería esperar, así es que mientras soñaba y me hambreaba de los churros y chocolate espeso que veía humeantes a mi alrededor, me dediqué a observar la gente que desfilaba anónima a mi rededor. Captó mi atención un grupo bullicioso de turistas, que supuse venían de algún país del Este de Europa, talvez húngaros, me dije, a juzgar por sus maneras toscas y su extraño lenguaje; intentaban pedir, creo yo, un café con leche a los camareros, en quienes detecté un acento ecuatoriano y que apenas si hacían esfuerzo por tratar de entenderlos debido a la despreocupación que le daban al servicio y al número grande y creciente de clientes por atender. Cómo no ver a las dos americanas, madre e hija a juzgar por su fuerte parecido sobre todo el que se delataba en sus grandes obesidades; si bien conservé mi rostro desapacible, sí las juzgué al ver la enorme cantidad de panes, croissants y otras harinas con las que se disponían a atragantarse; su marido y padre un paliducho y flacuchento hombre de mucha más edad que las repolludas voraces, tomaba un café sin prestar mayor importancia a la comilona que aquellas mujeres se daban bajo sus ralos y canosos bigotes. También llamaron mi atención tres muchachos, muy jóvenes, quienes visiblemente y a juzgar por las voces que daban solicitando servicio habían apenas terminado la farra de la noche anterior; pidieron cerveza con algunos churros y al poco tiempo solicitaron de nuevo más cerveza. Cuando un mendigo apareció por allí, la gente, y yo me incluyo, hizo un mohín de claro desagrado, no tanto por su sucio vestir y mugrosa barba, sino por el olor que expelía y que contrastaba con las aromas de café que eran las más sentidas en el establecimiento. Y la parejita de tortolitos franceses, delicados ellos, y con claras muestras de haber terminado recientemente una noche de amor bien cargada, apenas si se hacían escuchar entre ese tumulto hambriento. Yo seguía haciendo señas desesperadas a la camarera, cuando entraron las gitanas, que rápidamente se apoderaron de las manos de los hambrientos clientes y que su calidad de extranjeros les impedía entender las predicciones de buenaventura que estas vulgares y escandalosas pitonisas les hacían y aún menos entender por qué éstas les exigían dinero. Los camareros anunciaban en voces altas los pedidos de las mesas a sus colegas de atrás del mostrador, al tiempo que éstos también atendían directamente a los clientes de la cola, o más bien al tumulto desordenado, que se acumulaba delante de ellos. Qué decir de las dos señoras, ya de edad bien avanzada, y que delicadamente vestidas y bien perfumadas osaron hacer la larga cola a falta de mesa por ocupar; poco faltó para que la masa hambrienta las hiciera caer de bruces, en todo caso sí observé pisotones sobre sus delicados zapatos. La banda de italianos que entró no tuvo problemas para introducirse en la fila y codearse más que los demás, gritar en su propio idioma para hacerse atender, cosa que muy fácilmente lograron. En el local ya no cabía un alma más, sin embargo seguían entrando hambreados clientes que se ubicaban entre las mesas, de suerte que ahora sí me era imposible hacerme notar de la camarera a quien no logré divisar más. Quien sí daba muestras de impaciencia, y que expresaba no sólo con gestos y manos sino con altisonantes e incomprensibles voces era un alemán que no lograba atraer la atención de ningún camarero y que permanecía sólo y desatendido a pesar de sus tristes gritos. El televisor seguía transmitiendo una novela latinoamericana que era ignorada por todos, pero contribuía de manera importante y permanente a la vocinglería ambiente. Sí escuché cuando uno de los camareros ecuatorianos gritó que si querían churros deberían esperar, pues éstos estaban aún haciéndose en el caldero. Paciencia que habrá para todos, vociferaba al tiempo que se abría camino por entre el gentío.

En esa dilatada y calmosa espera de churros y chocolate untuoso, se me fatigó el tiempo, se me desvaneció cuerpo y alma, me entregué sumiso e inerme a otras dimensiones, desaparecí sin rumbo en la nada ambiente, en medio de la algarabía me descubrí aturdido en el piso, me desmayé talvez, sentí el sucio y gélido piso en mis espaldas y fui consciente de mi súbito letargo, así como de mi soledad ante el anonimato e indolencia de clientes y camareros; no creo haber perdido total conocimiento pues con alguna lucidez observaba impávido lo que ocurría a mi alrededor, o más bien encima de mi cuerpo. Sentí zancadas sobre mí, vi un túnel largo y angosto de paredes de churros por donde circulaba un fangoso caudal de chocolate, y allí mi cuerpo ingrávido, etéreo navegando suave y sin prisa en una viscosa piscina sin fin, mientras sentía alejarme de la multitud del Maestro Churrero y de su gritería, percibía cada vez más lejano el rumor de aquella torre de Babel y de su feroz vocinglería.

En ese estado inercial reviví claramente los ojos que Paco, semanas atrás, clavó sobre mi mujer al momento de presentársela y vi como ella le correspondió con una sonrisa amable e ingenuamente seductora siguiéndole el mismo lenguaje sugerido. Vi como posteriormente esas miradas y complicidades se habían venido multiplicando en el reducido apartamento que compartíamos; y también desde mi posición incómoda y de espaldas al suelo, vi los ojos de Loles que brillaban cuando se enfrentaban a los míos, a pesar de que en un afán recatado se esforzaba por esquivarlos, vi también los míos que correspondían a sus sutiles pero insistentes pedidos. Vi lujurias entrecruzadas y embadurnadas de chocolate espeso y voluptuoso.

En medio de aquella vorágine me pregunté con el caletre descompuesto: Cómo habría transcurrido aquella jornada en la que Paco nos invitó a visitar el museo del Prado y que yo decliné pretextando el haberlo recorrido ya en varias ocasiones, pero dejando la posibilidad de que mi mujer asistiera en su compañía; acto seguido y adrede me ofrecí a acompañar aquel día a Loles en su jornada de compras al Corte Inglés. Las dos parejas así intercambiadas gracias a la complicidad impensada de la madre de Loles, quien los sábados cuidaba a su nietecito y que esta vez aceptó cuidar también a nuestros niños.

Al finalizar aquel día supe que la boca de Loles tenía fragancias de mar, que su lengua era exploradora entrenada de embocaduras desconocidas; comprobé que en su cuerpo se albergaba un impetuoso oleaje de brío cantábrico y que sabía trepar con destreza por despeñaderos peligrosos, y que mi cuerpo sin ser experto en andanzas marinas y sin mayor pericia en escaladas de riscos marinos, era sensible a marejadas fuertes y que sabía innatamente responder con diligencia y fogosidad a los frenesíes marinos.

Recordé desde ese matorral de piernas y zapatos que indolentemente me arremetía en el suelo del Maestro Churrero, como ese mismo día de Prado y Corte Inglés, y cuando nosotros, las dos parejas, sentados alrededor de la mesa de comedor, despojada de tanta parafernalia de diversión, los niños durmiendo y mientras la radio se desgañitaba con la melodía “Morir de amor despacio y en silencio, sin saber si todo lo que te he dado te llegó a tiempo, y no tener un nombre que decirle al viento...”, nuestros cuatro pares de ojos se miraron timoratos, extrañados, vergonzosos, pero alegres y esperanzados. Tal auscultación visual en la que el silencio reinaba cómplice fue interrumpida de tan ambiguos divagares por la voz un tanto tímida de mi esposa que dirigiéndose a mí soltó: ¿No crees que Madrid es una bella ciudad, perdidamente interesante que bien ameritaría intentar cambiar los tiquetes de regreso, de manera que podamos disfrutar más de sus lugares y placeres?

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bien, y a mí que no me gustan mucho los churros ni el chocolate espeso madrileño me dio hambre de esperarlos. :-)
Un abrazo.
Nelson

Anónimo dijo...

Hey Fernando
Qué buen cuento...Me reiiiiiiii, me identifique y recordé esa sensación de extrañeza y de pérdida que a veces me cubre mientras recorro la Gran Ví­a o visito algun bar. Me gusta esa torre de Babel que armas para dejar ver que hay cosas infinitamente insignificantes que trascienden por años...eternidades.
Me gusta, te felicito, está de publicación.
Si me permites voy a reenviarlo a algunos amigos colombianos que viven aquí en Madrid y que sin duda, como yo, pasarán del llanto a la más distante melancolía mientras nos dejamos llevar por estas palabras hechas historia.
Un abrazo
Y espero sigas escribiendo
es importante hacer memoria con y gracias a la literatura.
Un abrazo
Johan.

Anónimo dijo...

Querido Fernando:
Delicioso cuento. Me encanta cómo aprovechas tus impresiones de un Madrid, que a mí me resulta vulgar y atosigante –y desde luego, nada pacífico-, y las transformas en un relato ligero y elegante, por donde asoman de pronto aires de pesadilla. Desde luego, yo sería incapaz de sacar nada de provecho de algo tan pesado e indigesto como el chocolate con churros. Me asombra que haya gente como tú, capaz de inspirarse en semejante cosa y darle sentido. Te felicito.
Josefo



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