miércoles, 28 de febrero de 2007

Proclamas democráticas

Por Fernando Fernández
Enero de 2008



Nadie conocía esta ciudad con tanto detalle. Su aprendizaje venía de los permanentes recorridos que le realizaba a pie a todos sus barrios. De esa Bogotá indígena que se volvió Santa Fe en boca de españoles desesperados que la fundaron en 1538 después de trepar 2600 metros de montaña y de la que nunca supieron que era la gran cordillera andina, pero en la que presurosos se emplazaron debido al ahogo por la falta de oxígeno y la hambruna de sus cuerpos y codicias. En esta Bogotá, la actual, hacía cincuenta largos años, justo en el barrio Santa Fe, su madre lo había parido en la misma cama en que había sido desflorada sin mayor consentimiento de su parte, por uno de los habitantes del inquilinato en que su familia sobrevivía. Con una comadrona como única compañía, sin hospitales ni asepsias sofisticadas, el dúo de berridos a capella, de la madre y el vástago empelotos, inundaron la vieja casona que aspiraba a ser respetable pero que nunca lo logró realmente y por el contrario dejó completamente de serlo, quince años después, para convertirse, como todo el barrio, en casa de putas.

A Santa Fe de Bogotá Argemiro le conocía cada palmo de sus calles, sus instituciones, sus museos, bares, sitios de buena y mala muerte. Su conocimiento no era teórico sino basado en las visitas que hacía y continuaba realizando a menudo a estos lugares; además de que el errabundeo le complacía, sentía agrado en descubrir cada recoveco, cada necesidad de la ciudad y experimentaba aprecio sincero por sus conciudadanos, así éstos fueran redomados gomelos de estratos altos o rufianes de baja monta; con todos lograba entablar relaciones y conversas, y como gozaba de un aspecto y un discurso carismáticos, no despertaba malestares ni desconfianzas; a todos llegaba con facilidad. Su caletre cargado de ideas estrafalarias no despertaba sospechas sino sonrisas bienintencionadas, así fueran burlonas. Expresaba sus ideas con sensatez primaria a cuya evidencia algunas mentes necesitadas de enredo intelectual para comprender lo simple, se resistían. Todavía se acuerdan los bogotanos, por ejemplo, cuando Argemiro, consciente de las fuertes y frecuentes gripes que asolaban a Bogotá como consecuencia de las eternas lluvias que acarreaban, aparte de molestias en los gentes, un ausentismo laboral elevado que producía pérdidas económicas importantes, propuso, entonces, con gran clarividencia y haciendo abuso de elemental lógica, el cubrir con marquesinas a la ciudad, además de introducir una reglamentación que obligara al porte de bufandas y según la temperatura -indicada en visibles termómetros- guantes de lana virgen. La pavimentación del río Bogotá, para mejor controlar su cauce y evitar infiltraciones, hizo parte de sus propuestas. La ingesta de alcohol, la infidelidad conyugal y la minifalda que por entonces hacía furor, según explicaba, en nada contribuían a disminuir los resfriados. Prohibiciones en perspectiva.

Exponía sus propuestas en foros universitarios que a menudo y al azar de las circunstancias organizaba en las cafeterías de las facultades, en donde los estudiantes con un tono socarrón discutían sus simpáticos proyectos, al tiempo que aceptaban los cargos distritales que éste, generoso, repartía para cuando fuera elegido Alcalde de la ciudad capital. Y reiteradas veces se presentó como candidato en las elecciones y en todas, a pesar de la originalidad de sus propuestas, obtuvo contundentes fracasos. Las promesas de voto de los estudiantes, obreros, feligreses y peatones no se concretaron en las urnas. Falsas promesas de los electores, así como lo eran las de los otros candidatos con la ciudadanía, una vez se hacían elegir.

Argemiro Piraquive estaba de nuevo en campaña electoral, digamos oficial, pues en realidad había estado en ello en permanencia, era su estado natural, sin que él se lo propusiera y quizás sin que lo supiera siquiera; aquel día, uno de sus tantos de correría urbana, le correspondió en visita la plazoleta del barrio 20 de Julio, en frente de la grande y conocida iglesia siempre atestada de devotos, quienes de rodillas imploraban al divino y milagroso Niño Jesús, piedad para sus cuerpos enfermos, para sus amoríos despechados, para sus economías en bancarrota, para acertar números de lotería, para alejar a la suegra, para conseguir un puesto de trabajo o para que cesara un dolor de muelas. Todos necesitados y urgidos de respuesta de parte de aquel Niño que aunque se le decía milagroso, parecía entretenerse, como correspondía a su estado de niñez, más en la observación de los cientos de fieles que subían de rodillas desde el atrio de la iglesia y llegaban a los pies de su divina estatua con las rodillas ensangrentadas, después de atravesar el larguísimo corredor central. A todos estos suplicantes Argemiro esperó a la salida de sus rezos y penitencias y les habló de sus fantásticos y ambiciosos proyectos, en particular les habló ese día de la necesidad de cambiar las lozas frías y ásperas del templo, por un mullido tapete, así como colocar un sistema de calefacción que permitiera un ambiente más apto a la oración y súplica al Divino Niño. A los vendedores de velas que se le ofrendaban a la infantil divinidad, les propuso hacer obligatorio la adquisición de cirios y estatuillas de parafina como boleta de entrada al recinto eclesial. A los vendedores de fritanga, tamales, arepas y bollos de mazorca les propuso una subvención distrital para el aceite, la harina de maíz y la sal. En las chicherías que pululaban clandestinas en los alrededores de la iglesia, prometió legalizar sus ilícitos antros y mandar a embotellar sus chichas para reemplazar las ennegrecidas totumas. A los emboladores de zapatos les anunció que el uso de calzado brillante sería obligatorio en su administración. Con los vendedores de droga no se metió, pero sí les dejó entender que sacaría de las cárceles a sus compañeros. A los comerciantes de ruanas les anunció que el uso de sus mercancías se convertiría en uniforme obligatorio de los empleados públicos. A las putas les prometió trabajo en colchones esponjosos y clientes aseados en ducha obligatoria. A los obreros, trabajo en edificaciones de más bajas alturas. Todo esto si llegaba al Palacio Liévano con la ayuda de sus voticos, con sólo marcar en el tarjetón electoral el número 3, como el de la Santísima Trinidad, qué bendita sea.

Desde Monserrate anunció que construiría una carretera bajo un túnel para que los carros y bicicletas pudieran subir sin dificultad. A los vendedores de morcilla y longaniza que abundaban por las cercanías del monumento les anunció que promocionaría en la Capital los efectos benéficos de las dietas proteínicas a base de este criollo colesterol. Les prometió hasta a los turistas extranjeros que visitaban al Señor caído y que conocedores sólo de sus propias jeringonzas no consiguieron entender el diluvio de palabras y saliva que el candidato les propinó.

Sus contrincantes también prometían y prometían, con menos osadía, pero no menos irrealismo; sus promesas eran menos lúdicas, carecían de convicción, el apetito de votos se les adivinaba demasiado. Sus caras usualmente impávidas y desdeñosas se transfiguraban en estas fechas de comicios en amabilidades extremas cuya insinceridad era notaria a pesar de las máscaras cariñosas con que se cubrían los rostros. A contrario, Argemiro exhibía la misma facha y promesas de siempre: no había falsedad ni oportunismo en lo anunciado. Los otros candidatos repartían volantes a granel, colocaban costosas y enormes vallas en las principales avenidas, daban conferencias en lujosos clubes, organizaban ostentosos y copiosos banquetes, arengaban en plazas públicas, debatían en programas de televisión, anunciaban sus candidaturas y programas en costosos periódicos y revistas, derrochaban cuantiosas fortunas en propaganda, que luego, el Estado, generoso, les reembolsaría. Argemiro Piraquive sólo invertía en zapatos. En sus numerosas y usuales caminatas gastaba muchas suelas, a la misma velocidad que su testa generaba ideas para el confort bogotano; gastaba también en barras de jabón de manos para sacarse tanta mugre que le dejaban los tantos apretones.

Podrían sus contendores representar sectores económicos y partidos políticos diferentes, pero las propuestas eran las mismas; única diferencia: la manera de adornarlas, quienes las decían y los partidos políticos a que pertenecían. Como también tenían en común que nunca se cumplirían, porque muy claro es que las promesas de los políticos sólo comprometen a quienes las escuchan. Argemiro no era político. Era un ser que creía firmemente en lo que decía y proponía, además de que sentía deseos sinceros de hacer progresar esta ciudad. En ello se había empeñado desde hacía varios lustros. Todos los candidatos se disputaban los medios de comunicación; la televisión era la más apetecida por ser la que más influenciaba a los electores; con las caras bien maquiladas y los trajes seleccionados por los asesores de imagen ayudaban a la ciudadanía a escoger su opción de voto en los comicios. El gran show, por encima de las telenovelas, se presentaba con ocasión de los debates sangrientos en los que los contrincantes se trataban de mil colores y muchas veces con palabras no tan civilizadas como las marcas de los atuendos que vestían; se insultaban en el ring televisivo, se sacaban a relucir sus trapos y pasados, así como los de sus familias, y se acusaban mutuamente de aquello de lo cual podrían ser culpados ellos mismos. La desvergüenza era la regla. La intriga el método. El golpe bajo la táctica. La calumnia la pauta. El gasto desbordado en propaganda la norma. Argemiro ignoraba todas esas fórmulas, él sólo pensaba en proteger a los bogotanos de gripes, en que éstos tomaran miel de abejas para los dolores de garganta y jarabe de totumo para la tos. No pensaba en amigos que le ayudaran a hacer campaña, ni a distribuirse el presupuesto y los cargos distritales; de todas maneras no podría hacerlo porque sus amigos eran todos los transeúntes y no había fuego para tanta leña. Tampoco pensaba en primeras damas que en sus ratos de ocio se ocuparan de la niñez desvalida o de los ancianos desamparados, de todos ellos tendría que encargarse él personalmente porque no tenía mujer, su intensa labor proselitista, así él no conociera el término, ni tuviera los estudios suficientes para entenderlo, le había impedido dedicarle tiempo a buscarse fémina con carácter exclusivo. Lo suyo en este ramo era lo furtivo, lo que iba apareciendo, lo que la espontaneidad y el buen querer de las ciudadanas le ofrecían graciosamente y que él complacido aceptaba.

Sus competidores consideraban que entre más rimbombantemente elaboraran sus discursos y más extravagantes fueran sus dicciones para explicar lo obvio, más lograrían esquivar el presentar planes concretos de los que claramente carecían y que estaban en incapacidad de fraguar. La esencia de la estrategia se convertía entonces en la fabricación retórica de discursos diletantes e incomprensibles para llenar espacio y tiempo con la convicción de que con ello, también acapararían votos. Y como rimando con la palabra ciudad hablaban con propiedad fingida sobre fiscalidad, sostenibilidad, seguridad, legalidad, intencionalidad, calidad, modalidad, centralidad, predictibilidad, especialidad, competitividad, globalidad, rentabilidad, movilidad; sin olvidar el presentar a Bogotá como una ciudad región global social industrial urbana y rural, cuyo futuro dependía de la simbiosis ciudad-campo y del continuum rural-urbano; palabrería que ni ellos ni nadie sabían qué diablos significaba. Argemiro Piraquive no sabía de que hablaban esos doctos en embaucamiento, sus rimas no pulidas tenían que ver más con: mendicidad, hermandad, caridad, generosidad, solidaridad, que en definitivas era lo que él entendía por bogotanidad.

El día de elecciones fue muy tenso; los candidatos siguieron haciendo campaña, a pesar de la prohibición expresa, pero la camuflaron con sonrisas, lisonjas y besos a los niños y ancianos que se aproximaban a las urnas, tratando con estas artimañas de convencer a los indecisos de última hora y reafirmar a los ya convencidos. Otro tanto hacían los respectivos séquitos que los rodeaban y que estaban muy comprometidos, porque de la suerte en las urnas dependían también sus propios futuros: los cargos que ya tenían planeado y que por largos meses habían intrigado a punta de golpes bajos y arreglos de dudosa ortodoxia. Gran nerviosismo reinaba ese día; para calmar la ansiedad acudían a la escucha y comentarios de encuestas a la salida de las mesas de votación, a rezos y misas, a ejercicios físicos liberadores de adrenalina y endorfinas y hasta a consultas con brujos y pitonisas. Todos en un paroxismo sin límites; excepto Argemiro para quien la jornada electoral no fue diferente de las que a diario vivía. El único cambio consistió en que muy temprano salió a votar y que como cosa curiosa no lo hizo por él mismo, y no porque no creyera en sus capacidades, sino que lo consideraba indecente. Votó por aquel que consideró objetivamente el más apto entre toda esa jauría de oportunistas; luego, y como de costumbre, fue a visitar los barrios para enterarse de sus problemas y plantearles inverosímiles proyectos; ese día se le ocurrió el convertir a Bogotá con todas sus calles en una zona totalmente peatonal, liberada de automotores, para que esta manera se facilitara la movilidad de los transeúntes y eliminar así las enfermedades cardiovasculares, fruto de la falta de ejercicio físico de sus habitantes; la vitamina C sería obligatoria y gratuita en su administración para prevenir catarros y constipaciones; también se le ocurrió la interdicción de las jaulas, todos los pájaros deberían volar en perfecta libertad; adiós a los encierros de canarios, tórtolas y periquitos tristes. Entre los desplazados por el conflicto armado del país se distribuirían para cultivo, lo anunció, las tierras de los grandes parques públicos y privados, y nombró como ejemplos: el parque Nacional, el Country club, el club de los Lagartos y los baldíos de los cerros orientales. Y enérgico añadió ¿Por qué no convertir en viviendas gratuitas muchos de los amplios edificios repletos en la actualidad de zánganos de la administración distrital? Aplausos levantaba entre aquellos que con socarronería le escuchaban; sin embargo, los afrodescendientes, los desplazados, los vendedores ambulantes, los sin techo, los limpiaparabrisas, los artistas callejeros, los mansos de espíritu y los cortos de bolsillo que muchos eran, alistaron sus cédulas para las votaciones.

Luego, fatigado pero confiado de su victoria como tantas otras veces, regresó a casa y como no tenía televisión ni radio en el cuartucho que habitaba, no se enteró de los resultados electorales. A las 8 de la noche cuando ya el nuevo Alcalde, elegido democráticamente, sacado de las urnas, había sido anunciado por los medios de comunicación y ratificado por la Registraduría del Estado y que los candidatos perdedores habían aceptado pública y a regañadientes sus derrotas, el bullicio se ubicó en el barrio de la Perseverancia, en frente de la pieza de alquiler de Argemiro Piraquive, nuevo Alcalde de la ciudad de Bogotá. Insistencia de periodistas, de ciudadanos que querían ver y escuchar al burgomaestre recién elegido. Argemiro no aparecía, la gritería frenética se instaló y las autoridades distritales tenían dificultades para mantener orden y calma de tanta masa en excitación. Tanto le golpearon a la puerta que ésta terminó por ceder y al abrirse dejar descubrir que en aquel cuchitril humilde pero ordenado y aseado, en un lecho, el único que allí había, descansaba Argemiro, el Alcalde, acostado, con un puñal ensartado en el costado izquierdo, directo en el corazón con certera precisión, aquélla que sólo podía provenir de mano ajena y bien experimentada en tareas sicariales.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Todo es posible en Colombia. Debio de ser pariente del famoso Goyeneche de la Universidad Nacional de los años 60 y 70. Un abrazo. Nelson



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