miércoles, 28 de febrero de 2007

No entendía entonces que la vida no era eterna

Por Fernando Fernández

Abril 21 de 2007

Yo no vi ni escuché la detonación mortal; de ese ruidajón tampoco vi la historia que mi cabeza logró armar uniendo a hurtadillas cabos de muchas partes, así como no vi el tumulto de curiosos que se arremolinó en el exterior de la infortunada casa; tampoco vi la cara del novio, a quien ni siquiera conocía. Era muy niño para entender tantas cosas y casos que había en el mundo.

Confusas fueron las explicaciones de mis padres sobre lo ocurrido, numerosas sus frases balbuceantes que nada aclaraban del acontecimiento y menos aún sobre los móviles del hecho que por oídas de los vecinos, de las muchachas de servicio y con añadido de mis extrapolaciones infantiles, parecía grave.

Que era aún joven a pesar de sus treinta y cinco años de soltería, que todo el mundo en el pueblo la conocía, que su noviazgo duraba ya años y que por supuesto era todavía virgen (o aún no se había inventado la modernidad o ésta no había sido aún importada al pueblo), que era una chica muy seria, muy correcta y decente, aunque a veces era extraña y huraña, que le suspiraba a la luna, sobretodo en las noches en que ésta se ponía redonda y brillante, que no tenía paciencia para el noviazgo porque los cinco años por los que iba, le parecían largos, larguísimos, que el domingo pasado no había asistido a la misa y que en alguna ocasión había osado presentarse en la iglesia sin reboso y hasta con una falda que apenas llegaba a las rodillas, que tenía un aire lánguido y, en fin, que la estatuilla del milagroso san Antonio, patrono buscador de matrimonios, que reposaba en su mesita de noche, no tenía el Niño Dios en su libro, lo cual era una tortura eficaz que se le infligía al santo para presionarlo a cumplir con solicitudes amorosas.

Se filtró a mis oídos que no habría sitio para ella en el camposanto ¿por qué? nos preguntábamos los niños, si éste era un derecho, como si supiéramos qué era un derecho, tal vez el mínimo decíamos, de cada persona, tener un sitio en donde reposar la carcasa de huesos; que el cura no quería ni escuchar hablar de abrir las puertas de la iglesia, su iglesia, para que se le cantara la última misa; que no había espacio para ella ni en su casa, ni en la iglesia, ni en cementerio, ni en el otro mundo, sobre todo en ése, a pesar de los tantos méritos que había almacenado a punta de misas diarias, limosnas, indulgencias, confesiones, donaciones de vino de consagrar, del nuevo manto para la virgen de Fátima que ella misma, Penélope acuciosa, había bordado con ribetes tan dorados que parecían de oro, y de las tantas horas de trabajo social regaladas a la parroquia en el tiempo libre, en aquel que no le aullaba a la luna.

No entendía yo por entonces que la vida no era eterna, que ésta, como todo, tenía un final... aún menos concebía que uno voluntariamente pudiera anticiparla, sobre todo cuando en el púlpito se escuchaba que ésta no nos pertenecía, y que lo único nuestro eran los pecados, que de Satán no eran, así fuese éste el inspirador.

Algún esclarecimiento tuve sobre este evento -que en mi niñez me develaba el mundo de adultos, del cual luego nunca se sale…-, años después cuando por azar descubrí, al llevar flores con mi tía a la tumba de mi abuela -a quien no conocí porque no coincidimos en este mundo y seguramente tampoco en el otro porque ni en mis más grandes fantasías he logrado imaginarme tamaña quimera- que a la entrada del cementerio había una pequeña parcela, ignorada hasta por la malahierba, en donde en la tierra ocre frecuentada sólo por hormigas y por fantasmas nocturnos y de tanto en tanto por algunos fuegos fatuos, había algunas tumbas secretas, sin derecho a epitafio, lápidas anónimas, como la vergüenza, deshonrosas como la palabra seglar que en aquella época se pronunciaba en voz baja, muy baja…

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Fue así­ el mundo inocente de cuando fuimos niños.
Coni

Anónimo dijo...

Dulce, tierno y conmovedor pareciome este escrito. Casi que le da a uno vergüenza haberse atrevido a entrar en la intimidad de la difunta. Bravísimo !!!
Martha

Anónimo dijo...

Hola, querido Fernando:
Me gustó mucho este relato. Insinúa bellamente ese momento de la niñez en que descubrimos la muerte, sin realmente entender que ésta pueda ser algo real, pues en la infancia, afortunadamente existe ese pensamiento mágico, capaz de darle a lo real otros tintes.
Un abrazo,
Adela

Anónimo dijo...

Qué buen relato.....!!!!!
Un abrazo.
Juan Carlos Santander



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Gran motivación en la consolidación de una ideología libertaria; hedonista; redimida de prejuicios; derribadora de paradigmas, en particular los religiosos; cuestionadora de tradiciones; cartesiana...