miércoles, 28 de febrero de 2007

A los niños les gustan los animales

Por Fernando Fernández
Mayo 19 de 2007
No sé por qué a los niños les gustan tanto los animales, y yo no era la excepción, en particular revisten más atractivo aquéllos que se les parecen en edad; en mi caso, la niñez me dio por el capricho de tener un pollito, al que llamé, sin pensarlo dos veces, Angelito. ¿Para qué quería esta mascota? No lo sé ahora realmente. Talvez planeaba hacerla mi amiga, que me acompañara durante el día y que de noche compartiera sus nacientes alitas con mis bracitos también en crecimiento; talvez pensaba que tendría su complicidad y que juntos saldríamos a cazar cucarachas que por esa época pululaban en este mundo y que con ellas jugaríamos, si es que algunas lograban escapar al voraz pico de mi amigo. Diversión sana que consistía en coger cucarachas, de las grandes, de las bien rechonchas, de las que se pasean con toda impunidad por el trópico. El juego consistía en verterles un chorrito de cera derretida en el lomo sobre el que les colocábamos verticalmente una cerilla, que les quedaba bien atornillada una vez la cera se cuajaba. Los bichos despavoridos ponían pies en polvorosa cuando les encendíamos las cerillas; qué diversión, qué bonitos farolitos ambulantes y qué clímax cuando las cerillas se terminaban y ya no quedaba como combustible sino el cuerpo del bicho que ardía como hereje en manos de Torquemada. Y Angelito y yo, alita con manito, disfrutando de este fantástico espectáculo.

O talvez quería yo practicar con mi mascota otro juego que aprendí y que me era también de gran diversión; consistía en atrapar un alacrán, sabandija que no era difícil de encontrar por esos lares de mi niñez; una vez capturado se le rodeaba de carbones ardientes, como si fuera una plaza de toros y entonces el animal acosado correteaba desesperado en todas direcciones, hasta que entendiendo su evidente perdición se inmolaba clavándose el aguijón en el lomo. Qué bella exhibición de valentía sería para nuestros dos pares de ojos. Cuánto lo disfrutaríamos Angelito, fantaseaba yo entonces.

O talvez quería yo reintentar, con mi todavía poco plumífero amigo, lo que había escuchado por decires: un cabello largo de mujer arrancado de raíz y luego sumergido en orines de hombre se convertía al cabo de doce días en una briosa culebra. Meé entonces en repetidas ocasiones en un frasco en el que añadí varios cabellos que se dejó arrancar la empleada de servicio doméstico, la única que se prestó una y otra vez al experimento, para constatar tan perturbadora teoría que ella misma creía; y siempre el mismo resultado: en aquel menjurje no apareció ni serpiente ni culebra, talvez los cabellos un poco más hinchados por la absorción de líquido. Habría que repetir el experimento, pues ya había yo visto alguna imagen en donde claramente se veía una mujer cuya cabellera
era un enjambre de ofidios. Qué bella estampa con la que hubiese impresionado a Angelito.

Qué hermoso y divertido hubiese sido compartir con Angelito los juegos que en muchas ocasiones había tenido con mis amigas las hormigas, quienes me parecían muy sociables, a pesar de su carácter un poco agresivo; mis predilectas eran por sobre todo aquellas enormes que circulaban por el solar de casa; las llamaban cabezonas por su voluminosa cocorota sobre la cual izaban un filudo y amenazador par de tenazas que al menor descuido le clavaban a uno en las manos. Su testarudez era tanta –apenas normal cuando se tiene tan grande testa– que una vez que ensartaban las tenazas preferían perder la cabeza que desprenderse de lo que consideraban como su presa. Angelito, el juego consiste en atrapar una de estas hormigas, aunque con varias es más divertido, y arrancarles delicadamente la cabeza tan llena de tenazas; los animales continúan vivos y corretean ciegos, perdidos, como sin rumbo. Qué fantástico era verlos chocarse contra los muchos obstáculos que les poníamos, verlos nadar descabezados en charquitos de agua que nos inventábamos, verlos escalar sin control visual las pequeñas montañas de tierra de increíbles pendientes que les construíamos. Superaban todos los obstáculos que les armábamos, salvo uno, el de nuestro aburrimiento al cual más temprano que tarde sucumbíamos y entonces dejábamos abandonados estos juguetes vivientes ¿Qué habrá sido de ellos?

Más bonita era la diversión con las avispas, las grandes de largas patas amarillas, las de aguijón potente, las que una vez picaron a mi hermanito y le dejaron la mano hinchada y llorando por varios días. Qué hermoso espectáculo aéreo organizábamos. Con sumo cuidado y escudados con un viejo trapo, las atrapábamos y con las pinzas de depilar de mamá, en cuidadosa operación quirúrgica les arrancábamos el aguijón del abultado abdomen y entonces quedaban más mansas que muñeco, el perro de casa, cuando mi padre lo castró para que no fuera sinvergüenza. Ahí comenzaba la fiesta. Les atábamos largos hilos coloridos del costurero de mamá y ellas generosas nos ofrecían un magnífico espectáculo de acrobacia aérea. Qué precisión de vuelo. Cómo se agitaban aquellos hilos, cómo tambaleaban con el peso y el viento. Ay Angelito, me imaginé diciéndole, qué diversión con aquellas cometas vivientes. Al final, ya cansados de tanta pirueta y con dolores de cuello de tanto escudriñar el cielo las dejábamos en libertad y ahí partían para siempre cargando sus colorines colgantes, nunca supimos a donde iban.

Cuando salíamos al campo llevábamos frascos transparentes en donde metíamos las luciérnagas y cigarras -por allí las llamábamos chicharras- que nos topábamos, pero que misteriosamente dentro de nuestras jaulas de vidrio no volvían ni a chirriar ni a alumbrar, sin que entendiéramos el porqué del desaire.

Los juegos con lagartijas no te los recomiendo, me soñaba yo explicándole a mi Angelito cómplice. Son aburridos, apenas empieza uno a divertirse cuando las muy aguafiestas deciden abandonar el juego, dejando tirada la cola entre nuestras manos, que aunque seguía moviéndose, el juego perdía gracia, lo único interesante era que al cortarla en trocitos, cada uno de ellos se movía independientemente como tratando desordenadamente de escaparse. Tedioso esto Angelito, le insistía. Mejor pasatiempo es el del ratón, aunque un poco difícil de jugar porque hay que atrapar un ratoncito, bien fresquito, bien vivito que tenga ganas de correr y entonces soltárselo al gato, hablo de cuando teníamos de estos felinos en casa porque los vecinos nos los envenenaron para que no le maullaran desconsoladamente a la luna; entonces, decía, se le soltaba el ratoncito delante de los bigotes del gato y la diversión aunque breve era intensa, qué emocionante ver que a pesar de la carrera desaforada del ratoncito, el gato de un zarpazo lo atrapaba, le arrancaba la cabeza, luego jugaba con lo que quedaba de ratón como si fuera un balón y finalmente se tragaba toda aquella delicia de un bocado. Maravilloso pero corto, tocaría conseguir varios ratones cooperadores para que valiera la pena el espectáculo. Angelito, si de jugar con ratones se trata, mejor juego me parece el que nos enseño mi padre; nos compró una trampa cogerratones que armamos en un depósito donde él guardaba artículos alimenticios que vendía; el lugar estaba plagado de estos bichos tan hambrientos que se comían parte de la mercancía; furioso se ponía mi padre; entonces nosotros entrábamos en acción; colocábamos en el gatillo de la trampa un chicharrón bien grasoso, bien oloroso, y nos escondíamos silenciosamente a poca distancia, apenas si soltábamos respiro. Y zas la guillotina rápida e inmisericorde caía sobre alguno de los intrusos tragones, y así, uno tras de otro, zas seguían cayendo. Nos pasábamos horas degollando docenas de ratoncitos. Qué pequeños eran y cómo les gustaba el chicharrón.

En cuanto a la cacería, francamente no tenía mucha gracia. Lo digo porque cuando mi padre compró la escopeta, nos llevaba de prácticas al campo, y allí en cuanto atisbábamos un pájaro y sin importar tamaño ni especie le disparábamos, siempre con ayuda de mi padre, pues la escopeta reculaba y ay, que dolor en el hombro y por poca cosa porque los perdigones del cartucho al zaherir el pajarito lo desbarataba y de él sólo quedaban plumas desparramadas. No tenía chiste este juego. Si de escopetas se trata mejor programa era el que compartía con mi tío apasionado cazador que me llevaba a dispararle a los conejos de monte, al menos éstos tenían la piel dura y si se tenía cuidado para perforarles sólo la cabecita, quedaba intacto aquel pelaje terso, tan suavecito aunque luego fuese asqueroso tener que comernos la carne de aquellos trofeos de guerra.

A mis padres también les gustaban los animales, en particular las aves, las que cantaban; compraba mi madre pájaros que metía en jaulas muy bonitas, doradas y con llamativos barrotes de alambre y allí los loritos australianos, canarios y otras cantoras dejaban de trinar a pesar de tanto esmero que mi madre ponía en alimentarlos, en admirarles ese estupendo plumaje a través de esa delicada filigrana de alambres. Mi padre que prefería las mirlas, pero sin jaulas, se consiguió una de color gris, le podó las alitas para que no pudiera escapar de nuestra compañía, y con mucha paciencia y en infinitas sesiones le enseñó a silbar melodías típicas que el animalito obediente aprendió a repetir ante el asombro de vecinos y visitantes, así como de los otros pájaros que con sus alas de dimensiones de vuelo libre venían a acompañarla, pero que no lograban entenderle sus canciones de humanos, la comunicación se volvió un Babel y no aparecieron por allí nunca más. Se volvió entonces triste y muda, sin que entendiéramos entonces por qué, cómo pudo perder la alegría y el trino si allí le proporcionábamos todo lo que necesitaba: comida, bebida en abundancia y clases de canto.

También se apasionaban mis padres, sobre todo papá, con otros juegos de animales más grandes: los toros de grandes astas que admiraban por esbeltos y nerviosos. Jugaban con ellos desde la barrera, bien acomodados y bien protegidos del alcance de sus cuernos. Pasaban tardes domingueras de gran colorido, música, gritos y botas de manzanilla alcoholizada -sólo para mayores-, en las que se embelesaban viendo como en el ruedo una tropa de hombres de trajes brillantes y ceñidos hostigaban y herían de muerte a aquellos mastodontes. Y con qué arte lograban machacarlos con sus rebuscadas herramientas: rosetas, banderillas, rejos y lances; cuando ya los animales estaban hechos una Furia el matarife los ajusticiaba con una larga y filuda espada. Cuánto gozaba mi padre de aquel espectáculo de tauromaquia, así lo llamaba. Como también disfrutaba en el corral de peleas de gallo, a donde nos llevó para que admiráramos cómo estos nerviosos y bravucones animales, azuzados por apostadores de dinero los obligaban a volverse enemigos y a clavarse sus puntudísimas espuelas en la sien; perdía el que moría y ganaba quien menos herido quedaba; a los apostadores les ocurría lo mismo con sus billeteras. Entre tanta variedad, yo prefería las faenas de cucarachas, alacranes y ratones.

Con tanta alegría que intuía por explorar en este vasto mundo y con tanto por compartir quise entonces materializar, hacer real a mi amigo Angelito, quise entonces confeccionarlo yo mismo para que se acomodara bien a mis hormas, para que me fuera cómplice fiel. Sobre esto, y sin dudarlo, indagué a mi abuela que todo lo sabía, cómo se fabricaban esos animales, le pregunté. Ella, con mucho detalle, me reveló la receta: que había que coger un huevo bien fresco, que había que colocarlo entre aserrín de madera y que había que tibiarlo durante veintiún días, día y noche, con el calor que emite una bombilla. Consagré muchas energías a tan interesante proyecto, vigilando día tras día algún atisbo de movimiento, alguna señal de vida; si bien el método era correcto, mi abuela omitió comentarme, por pudor probablemente, el rol que desempeña el gallo en esta incubadora tan artesanal. Experiencia fallida. En vano esperé. Nunca vi surgir de aquella cáscara tibia a mi amigo Angelito. Tan pobre fue esta tentativa en resultados concretos como grande fue la testarudez con la que me empeñe en crear mujeres naciendo de un cabello. Este juego también lo perdimos mi amigo Angelito y yo. Por eso Angelito jamás fue mi amigo. Nunca existió. Abandoné, entonces, mi oficio de crear vida, renuncié a mis ensayos de aprendiz de dios y me dediqué a ejercitarme en el papel de humano.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Interesante consciencia de la inocente crueldad de los niños. ¿Será que esos juegos de infancia son el germen de la violencia en edades mayores? En este sentido, es triste admitir que uno también pasó por esa clase de juegos.
Por otra parte, Angelito es un buen hilo conductor. Es una lástima que nunca hubiera existido.

Rodrigo Cardoso



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