miércoles, 28 de febrero de 2007

Choferes de familia

Por Fernando Fernández

Mayo 24 de 2007

Muchos años antes de lo acaecido, mi madre había lanzado a mi padre y a quemarropa, más como insinuación imperativa que como pregunta: ¿Cuándo compramos un carro? No hubo vacilación en su respuesta expresada también con interrogantes: y ¿Para qué? y, además ¿Quién va a conducirlo? Tampoco hubo titubeo en la rápida réplica de mi madre: pues para que conozcamos con los niños el mundo que existe más allá de este pueblo, y el chofer seré yo, dijo desafiante. El rifirrafe no dio tregua. Y mi padre: pero si usted no sabe manejar –mis padres nunca se tutearon porque lo consideraban ostentoso y capitalino–, y ella: pues aprendemos, ordenó casi; yo conozco y usted también a don Guillermo que dicta clases de conducción.

Pocos días separaron esta conversación del momento en que mi padre compró su primer carro, el que adquirió al mismo tiempo que contrató los servicios de don Guillermo para que les dictara cursos de conducción a él y a mi madre. Cursos que con el correr de los meses largos que duraron, se parecieron más a sesiones diarias de regaños originados por las muchas, muchísimas chambonadas y sustos que le hicieron pasar a este aguerrido profesor que se obstinó en convertir a mis padres en choferes y que tenía a su haber una enorme experiencia: había enseñado a conducir a medio pueblo. Nunca, talvez, se había topado con tan poco diestros y calamitosos alumnos. Pobre viejo, con un corazón ya débil enjaulado en una robusta contextura que conservaba a pesar del paso de los años, y que ahora aturdido respondía con berridos a los tantos errores ocasionados por la poca pericia de mis progenitores.

No fue óbice esta poca habilidad como tampoco la falta de licencia de conducción -que por allí se llamaba pase- para que mis padres no usaran el carro recién comprado y que saliéramos todos gozosos dispuestos a conocer el mundo comenzando por los alrededores del pueblo. Parecía que a falta de pase, tenían licencia para arremeter contra los pobres incautos que con riesgo, osadía y peligro se nos atravesaban. Pobres toreros que sacaban lances improvisados a la camioneta blanca y roja que compró mi padre, el rojo talvez deliberado para advertir a los peatones de la necesidad de atrincherarse a nuestro paso. Por fortuna usaban a ultranza el pito, convencidos de que el estruendo que ocasionaba, remediaba las carencias de habilidad y de experiencia que los acompañarían el resto de sus vidas de choferes. Me anticipo desde ya a precisar que nunca, nunca tuvieron un accidente, lo cual no quiere decir que no los hubiesen hecho provocar a otros.

Optaron por manejar la camioneta en la modalidad de binomio: mi padre al volante y mi madre como copiloto gritando: cuidado, frene, a la derecha, nos pasamos, retroceda, pare aquí que necesito hacer unas compras, sáquele la primera, acelere, que meta el embrague que va a desbaratar el motor y toda suerte de verbos de conducción que estaban aprendiendo a conjugar. A fuerza de tantas recomendaciones del copiloto, mi padre se aburría y cedía molesto el volante a mi madre, y entonces la escena se repetía pero a la inversa. Estos roles eran, pues, intercambiables, lo único inalterable era el puesto de los niños, el nuestro, que quedaba ubicado en el platón de la camioneta en donde, sin ninguna vigilancia, nos ejercitábamos en conducir nuestras vidas con todo tipo de contorsiones y acrobacias al ritmo de las maniobras de los aprendices de chofer. A veces la frenada era tan grande y precipitada que caíamos en el capot. No era grave, era sólo una muestra de los porrazos que más adelante nos propinaría la vida. Nos reacomodábamos en las respectivas posiciones y el paseo continuaba, como si nada hubiera pasado, para dicha de todos.

Ya para la época en que mi hermano menor apareció por este mundo, la camioneta blanca y roja de platón había sido reemplazada por un carro cerrado, hermoso, de color lila, inconfundible en el pueblo; mi padre aseguraba que el color lo había dispuesto un anterior propietario por exigencia de su esposa que había comprado unos zapatos de tan barroca tonalidad. Nunca supimos, ni conocimos a esta gente tan lila.

Mi madre nunca entendió que el espejo retrovisor del carro tenía una utilidad diferente de la de componerse la cara. Nadie, ni siquiera don Guillermo a punta de gritos, logró persuadirla de que este tipo de carro, así como cualquier otro, carecía de tocador de maquillaje. Cuando mi madre, tuvo ya suficiente confianza para creer que no necesitaba de copiloto, se sentaba al volante y arrancaba soltando el embrague con tal rapidez que el carro tartamudeaba un par de veces y se apagaba, entonces corregía su acción y arrancaba de nuevo, esta vez hundiendo fuertemente el acelerador, con lo cual lograba inundar el motor de combustible y el carro después de un par de estornudos se apagaba, así como la paciencia de quienes la acompañábamos. Finalmente después de otros intentos fallidos el carro arrancaba. Ya sabíamos que pasado un tiempo debíamos decirle: mamá cámbiele la primera, y ella, como anticipándose a los carros automáticos, respondía sistemáticamente: ah, por qué será que esto no lo hace el carro solito.

Y mi padre, mucho más circunspecto, hay que precisarlo, se subía al carro, pasaba revista, nos organizaba, y justo cuando ya teníamos la infancia apaciguada, se acordaba entonces que había olvidado el asiento terapéutico para el dolor de espalda que había adquirido por consejo de su mejor amigo y compadre. Entonces, enviaba a alguien a casa y después de buscar el asiento por toda la casa, pues nunca reposaba en el mismo sitio, nos organizábamos de nuevo en el interior de la camioneta; cuando ya listos para el despegue, mi madre preguntaba ¿orinaron todos? recuerden que no vamos a parar en el camino, precisaba ella, y con razón porque nuestros paseos eran de viajeros que no descienden del carro, nos anticipábamos a los turistas japoneses en Europa. Entonces, en tropel, salíamos todos, incluyendo a mi padre, y dale, todos para casa de nuevo. Este ritual era invariable. Sin embargo, había pasos opcionales como el olvidar la cartera de mamá, o un saco de lana porque a donde íbamos podríamos resfriarnos, o traer la herramienta del carro o el gato montallantas que mi padre sacaba siempre del carro por temor a que los ladrones -que no los había en el pueblo- se les ocurriera arrebatárnoslos. Salidas de paseo japonés que disfrutábamos mucho, pero que tardaban en su arranque, que tenían largo preámbulo.

Cuando hacíamos viajes más largos, a la gran ciudad era el más frecuente y pesado, y como la carretera tenía muchas curvas y altibajos, nuestros frágiles estómagos no resistían la travesía y siempre, siempre, después de un anticipo prolongado de arcadas, el mareo se instalaba y entonces vomitábamos todo cuanto contenían nuestros entresijos, incluida la comida del día siguiente. Ya nos conocían en el recorrido, cómo no recordar el carro lila de los niños vomitones, entonces en la bomba de gasolina en donde parábamos para abastecernos, nos limpiaban a baldados de agua las ventanas y toda la parte trasera del carro que en la primera parte del recorrido había quedado untada de nuestros estómagos gracias a la acción esparcidora del viento. Ya llegando a la ciudad la escena se repetía fatalmente, así como al regreso al pueblo. Mi padre afirmaba que el ácido de nuestras regurgitaciones le iba a estropear la pintura del carro de color zapatos, que él apreciaba enormemente.

A veces mi padre decidía llevarnos, a mi hermano y a mí, a un sitio apartado, al escampado y dictarnos clases de conducción automovilística que el asperjaba también con las de vida. Este intento pedagógico lo hacía sentir ducho conductor y educador; eran, en todo caso, para nosotros momentos de gran alegría, en que nos considerábamos dueños de la movilidad del mundo, nos sentíamos ya grandes, conductores de nuestras propias existencias. Mi padre, orgulloso de sus dos retoños varones, nos permitía acelerar el armatoste lila más de lo debido y transgrediendo todo aquello que don Guillermo había censurado. Las clases que siempre nos parecieron muy cortas, se terminaban con mi padre muy nervioso debido a nuestros desatinos, que no eran mayores que los suyos del pasado. A veces embarrancábamos la camioneta y mi padre encrespado daba entonces por finalizada la sesión. Sin duda mi hermano me aventajaba en destreza, el correr de los años lo confirmaría. Para mí el futuro como chofer no correspondió sino a llenar una necesidad de desplazamiento, en la que nunca puse corazón ni empeño. Ni siquiera constituyó una metáfora motivante de conducción de mi vida, que desde ya entreveía indómita.

Ni en la adolescencia ni en la entrada de nuestros años de adultez, nunca mi padre, al contrario de lo que era costumbre para nuestros compañeros de estudio o de barrio, accedió a prestarnos el carro. Tenía temor visceral a que nos estrelláramos, quería talvez evitar develarnos los avatares penosos que nos ofrecería la vida. Así es que cuando conducíamos, él se instalaba como copiloto, repitiendo la misma retahíla de órdenes y observaciones que ejercitó con mi madre y que por supuesto ahora andaba bastante renovada y enriquecida. Su afán protector nos creó tal inseguridad que, ahora que lo pienso, todos obtuvimos nuestros pases de conducción tardíamente; en mi caso personal nunca me sentí cómodo al volante.

Ya cuando nuestra adolescencia estaba bien avanzada y viviendo para entonces en la capital, tuvimos un carro nuevo, el primero y único que estrenaría mi padre, porque de todos los anteriores fuimos propietarios de segunda y herederos de reparaciones de cuanta pieza se pueda imaginar; repuestos que aunque inútiles, mi padre conservaba como preciosa colección. De color verde el nuevo carro, para más señas. Orgullosos, enfundados en él nos fuimos un domingo al parque de Sopó, una gran explanada fuera de la capital, día soleado que invitaba a un asado como almuerzo al aire libre, del que de hecho mi madre toda cenizas y peleando con brasas ya se ocupaba. Aquel parque, recuerdo, lleno de pequeños senderos por donde se aventuraban parejas que buscaban soledades cómplices a sus escarceos amorosos, o familias en busca de juegos con sus retoños, o algunos intelectuales que se aislaban para leer en paz y analizar temas a los que nunca hallarían solución, porque para estos valiosos personajes el cometido es el buscar y debatir, más nunca la prosaica praxis del encontrar. Allí mi padre, a petición mía, accedió a darme una clase de conducción, como las de antaño en el pueblo cuando éramos chicos. Y yo feliz con este mimo indirecto que solicitaba a mi padre y que él accedía gustoso a concederme. Mi padre instalado a mi lado en su doble función de copiloto e instructor, orgulloso él también. Que paz. Los dos solos en el carro verde, camuflados por entre la naturaleza verde. Verde que te quiero verde leí años después que había escrito el poeta español, el tan maltratado, el tan asesinado, el que un dictador con ínfulas de rey condenó por libre, por anticipado a su época. Entonces, verdes por entre tantos senderos verdes solitarios, sin peligro diferente que el de malograr furtivos besos de los enamorados que deambulaban sintiéndose dueños de estos parajes íntimos. Yo acelerando a voluntad y sin control, y mi padre olvidando a don Guillermo, permisivo y con sonrisa de vanidad y satisfacción observando a su vástago, yo, que bastante me le parecía, dominar aquel corcel verde y constatar con esta muestra de pericia que estaba casi listo para desenvolverme en la vida, no sólo por la nueva destreza adquirida, sino porque le dejaba soñar que en otros temas habría de ser similar. Verde que me quería verde.

Y allí no muy lejos, sobre el mismo sendero adoquinado, a unos cincuenta metros una familia a lado y lado del sendero, instalados en picnic dominguero, reunidos alrededor de una gran olla, de la sacaban a profusión gallina asada, papas saladas y criollas, huevos cocidos y otras vituallas previamente preparadas en casa. La familia en pleno; por las edades se adivinaba que había varias generaciones aglutinadas alrededor de la nutrida vasija: abuela, hijos y nietos. Muy pegados todos al camino, de un lado la olla y sus comensales, del otro bordeando y adentrándose ligeramente en el camino, una toalla blanca enrollada con holgura. A medida que avanzaba hacia esa angostura del camino calculé rápidamente, medí mi destreza y deduje que de pasar del lado de la olla podría llegar a rozar a alguno de los apetentes comensales, así es que tomé la decisión de virar ligeramente el carro a derecha, hacia la toalla, con la idea de, incluso, pasarle las llantas un poco por encima, evitando así el importunar al grupo reunido a izquierda. Desaceleré, preparé una sonrisa a guisa de saludo y me introduje, sin invitación, entre la familia. Ya la llanta a punto de abordar la toalla cuando estallaron los gritos estentóreos al compás de muchos ojos desorbitados; el carro verde frenó en seco, instintivamente. Descendí confuso del carro y me percaté de que envuelto en la toalla un bebé sonreía y que con sus manitos ahora liberadas de la atadura de la toalla acariciaba el negro caucho de la llanta. Desde entonces se acabaron las clases de conducción de mi padre; desde entonces conduzco mi ser a trancazos, con un pie en el freno, desgastando libertades, precaviendo estrechuras…

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Me parece haberte oído contar esa anecdota con la que terminas tu relato. Por escrito está todavía mejor. Me has hecho recordar hechos similares de mi lejana infancia en esos carros majestuosos que tenían puertas como de nevera.
Un abrazo.
Nelson

Anónimo dijo...

Que maravilla. Me hizo revivir esa época. Me reí al recordar aquellos momentos ya guardados en recónditos sitios de mi memoria.
Gracias por estas memorias que nos hacen disfrutar reviviendo momentos tan típicos de nuestra familia.
Jairo Fernández

Anónimo dijo...

Me gusto mucho y me sorprendio al final, porque cuando todo parece calma, en tres lineas sin saber si es o no una metáfora, la explicación de detenerse ante el otro, desde muy temprana edad, es contundente.
Zoad

Anónimo dijo...

Muy bueno tu cuento y con un poco de escalofrí­o al final.
Coni

Anónimo dijo...

Bravísimo!!!! Me gusta cada día más tu estilo, más despreocupado, más alegre, más lleno de recuerdos de todos.

Me divertí muchísimo leyendo tu escrito. Mil gracias.
Un abrazote,
Martha

Anónimo dijo...

Qué buena historia.....paso al frente mío, paralelo a la lectura, mi infancia donde, bajo las instrucciones de Jaime, el conductor de mi abuelo, aprendí a conducir en las angostas calles de Pereira y el sendero de la finca, en un todopoderoso Jeep Willis, los todoterreno de las tierras cafeteras.

Juan Carlos Santander



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