miércoles, 28 de febrero de 2007

La Boda del primo José Agustín

Por Fernando Fernández

Mayo 9 de 2007

Desde que llegó la tarjeta de invitación hubo agitación por casa; a pesar de que la ceremonia se celebraría un mes después, mi madre conceptuó que no entendía tal apresuramiento y que el tiempo no era suficiente para elaborar un traje con la gracia que ella deseaba y consideraba se debería lucir. Mi padre por el contrario no encontraba inconveniente alguno para comprar en ese lapso la vajilla de porcelana rústica de doce puestos que siempre regalaba en estas circunstancias. Es más, la compró de inmediato. De manera que el primo José Agustín, el de su mujer, mi madre, se decidió finalmente, después de cinco años de noviazgo, a tirar la soltería, de la cual parecía complacerse mucho, más que mucho, pensaba mi padre y repetía un tanto extrañado a sus amigos y a su familia. La verdad era otra, para el primo el renunciar a este estado de aparente engolosinamiento civil, y contrariamente a toda conjetura, no le causaba gran preocupación, poco o nada perdía con el cambio. No se le veía en situaciones de juerga ni bochornosa ni sencilla, que era para lo que le hubiese servido su estado de soltería que ya avecinaba los cuarenta años, caso poco frecuente de los hombres de la época. Años sesenta.

La decisión de matrimoniarse la tomó José Agustín de repente, no consultó a nadie, ni siquiera le comentó a mi padre con quien compartía cafés y jugos de fruta después del trabajo de comerciantes de abarrotes, en el que ambos, aunque en establecimientos diferentes, ejercían. La noticia que le caló con chorro de agua helada, la conoció mi padre al recibir la esquela nupcial, al tiempo que todo el mundo, incluso que Hermelinda la novia. Cerca de cien personas fueron convocadas a ver y atestiguar el contubernio legal de José Agustín y de Hermelinda: ante los ojos de Dios, para el bien y para el mal, en las buenas y en las malas, en la salud y la enfermedad y en fin en cada cosa y su respectivo contrario y por la vida eterna. Amén. Teoría escrita y recitada automáticamente por el padre Monsalve para quien su experiencia en vida conyugal no iba más lejos que la que practicaba con la venerada estatua del niño Jesús de Praga. Tan precaria experiencia de convivencia no le era impedimento para prestar su charlatán consejo y asesoría conyugal con plena propiedad. Tuvo siempre el reverendo Monsalve curiosidad teológica de conocer lo que significaba la palabra Praga, la del apellido de su ídolo de devoción y amancebamiento, que por su consonancia atribuía a alguna orientación espiritual, de gran valía, expresada en griego, idioma en el cual –se lo habían dicho en el seminario– habían sido escrito las sagradas escrituras, las que, como muchos de sus colegas, recitaba sin haber leído juiciosamente.

El primo José Agustín era de los que poco hablan, de los que apenas si responden preguntas y que casi nunca, o mejor dicho nunca, miran a su interlocutor a los ojos; ese temor que le duraba desde siempre le impedía confrontar visualmente al interlocutor sobre lo dicho o escuchado con la verdad que se afirma; esa imposibilidad de afrontar la sutileza de un mensaje visual y el asentimiento de lo no dicho verbalmente con una mirada directa a los ojos, lo rodeaba de un cierto halo de misterio y generaba una inconsciente aprensión. Los ojos son las ventanas del alma decía a menudo el padre Monsalve y el primo José Agustín dejaba la impresión de que las suyas necesitan alguna limpieza. Por lacónica, dubitativa, vaga o asertiva que sea una frase, la mirada afirma y firma, ratificando lo dicho o su contrario. Eso talvez el primo José Agustín lo sospechaba en su natural simplismo. No era hombre instruido, sólo un gran trabajador al que le calcinaba la mirada de los demás. Talvez por timidez. Talvez por temor a develar su alma. A los clientes de su negocio no tenía necesidad de darles ni de recibirles miradas penetrantes que le desvistieran los arcanos de su introversión, le bastaba con escuchar una orden de pedido de los muchos artículos que vendía, anotarlos en un talonario de facturas y despachar la mercancía, todo este proceso sin intervención o interacción de los ojos, sin intercambio de miradas.

Ya tenía yo uso de razón –vaya, como si alguna vez realmente lo hubiese alcanzado- lo cual me daba derecho de asistir con mis padres a fiestas de grandes, como las de matrimonio que por esa época proliferaban. Sin embargo, y ahora que hago memoria, algunos de mis hermanos menores también asistieron al festejo del primo de mamá, talvez ellos tuvieron precozmente aquel poder de raciocinio el cual, en el mejor de los casos, obtuve yo a medias y tardíamente.

De corbatín y pantalón corto, con elegancia de pueblo, la que me dictaba mi madre, asistí a la ceremonia; mi padre de corbata, lo que le era bastante excepcional en aquellos tiempos, y mi madre muy vistosa e imposible de pasar desapercibida con un vestido de estreno encajado en su belleza natural. Repitió a saciedad a quien bien quiso escucharla que aquel nuevo traje lo había fabricado en total urgencia e improvisación, como si se excusara de no haber confeccionado algo más sofisticado; a mí me parecía que estaba radiante. Recuerdo la fiesta, pero no tengo en mi registro la ceremonia religiosa, talvez porque por allí no fui, o porque aquellos tumultos fumigados con incienso siempre me molestaron, incluso en alguna ocasión me desmayé debido al ayuno que exigía la comunión.

De entrada me epató ver y escuchar la orquesta, diez músicos bien entrenados, con grandes instrumentos de viento, percusión y cuerdas; todavía no había llegado la época de instrumentos eléctricos. Qué bien tocaban aquellos músicos. Qué bien bailaban aquellas parejas, menos la de mis padres; mi madre decía que su marido nunca había aprendido a bailar, que era su único defecto, y del trago, afirmaba, él poco usaba y menos abusaba, se jactaba de ello delante de sus amigas. Lo amaba y era correspondida.

¡Cómo se movían aquellas parejas, qué ritmo frenético! ¿Cómo lograban acompasarse con tanta precisión? Y, por entre ellos, haciendo malabares con sus bandejas, los camareros, cargados de tragos y cerveza que distribuían generosamente. No sabía yo que diablos era el Tom Collins, pero me las arreglé para dar pronta solución a mi curiosidad: Ginebra con jugo de limón, un poquito de azúcar, un toque de soda, hielo y una rodaja de limón bien atada con un palillo a una cereza marrasquino flotando en este brebaje. Qué bonito contraste. Ah, y un chorrito de gotas amargas. No entendí por qué estropear esta combinación con algo amargo. Sería talvez para no olvidar que en medio de tanto dulzor no habría de perderse de vista los amargos que acompañan la vida, así lo decía el cura Monsalve cuando metía unos granitos de sal en la boquita de los que bautizaba.

Y mi padre bailaba y bailaba con mi madre, con la desposada y con todas, solteras o casadas; y entre vuelta y vuelta, zas, un Tom Collins. Qué bien lo disfrutaba a juzgar por su cara, y que hablador lo volvía aquel menjurje, que cosquillas debía de producirle a juzgar por las muchas risas, risotadas que le arrancaba. Qué sociable lo volvía, hasta consejos le dictaba a José Agustín sobre la vida matrimonial, y el primo sin responderle ni mirarle a los ojos lo escuchaba atento, aunque parecía ensimismado en otros mundos. Baile. Risas. Tom Collins. Baile. Risas. Tom Collins…Y mi madre que observaba el crescendo, ya se divertía menos, ya no deseaba más baile ni cotorreo de amigas, la jaqueca liberadora le comenzó, le continuó y le maduró tan rápidamente como la necesidad imperiosa de regresar a casa. Con su marido desde luego. Y mi padre, que no, que más tarde, que espera un momento y mi madre que es un dolor insoportable y mi padre que me tomo el último Tom Collins y que bailemos una pieza más y mi madre que está bien que bailemos la última pero sin Tom Collins y que luego nos vamos.

Desaparece mi padre de repente por entre tanto invitado y regresa tres Tom Collins después, por supuesto con otro vaso de los mismos en mano y anuncia a mi madre: nos vamos entonces… ah, pero no solos, nos llevamos la orquesta. Y diciendo y haciendo, la orquesta comienza a desmontar y empacar instrumentos, atriles de partituras, microfonía y otros cachivaches. Desde mi puesto de observación, detrás de la baranda del segundo piso de aquella casona festiva, en donde me parapeté desde el inicio de la fiesta, vi con claridad y hasta sentí la mirada de centella que Hermelinda arrojó a mi madre, y vi como ésta con su traje nuevo esponjado se hacía pequeña, imperceptible para no responder al reproche que contenía aquella mirada asesina. Vi como mi madre era incapaz de explicarse a sí misma y a Hermelinda por qué se le desbarataba la fiesta. Y vi como ésta en un intento de evitar la desbandada de sus invitados, que comenzaban a protestar, por el silencio musical que ya comenzaba a durar, les colocó en la radiola discos negros de 78 y 33 rpm, un poco rayados según informaban los saltos que daban las melodías. Y de nuevo la música, con menos volumen, dale que dale y la fiesta rumba que rumba con un ritmo que el alcohol que ya fermentaba en las cabezas de los asistentes hacía parecer inalterable. Y otra vez, los invitados con o sin orquesta baile que baile, beba que beba.

Mucho más tarde observé la fuga de los novios, fue uno de los momentos más bonitos de la fiesta, supe que ésta era la usanza, los tortolitos se escaparon en presencia y con la complicidad de los invitados. José Agustín y Hermelinda muy cogiditos de la mano huyeron a su luna de miel por entre los invitados quienes les arrojaron lluvias de arroz para garantizarles prosperidad, pero sobre todo fertilidad y prole masculina numerosa que asegurara la continuidad del negocio. Capté la mirada que recayó en mis ojos, la del primo José Agustín, cuando alzó la cabeza y esos dos ojos que no sabían mirar directamente se toparon con los míos, en ellos percibí incertidumbre, miedo y esas dimensiones misteriosas que sólo captan los niños. Y los invitados con o sin novios baile que baile, beba que beba.

No sé con exactitud cómo llegaron los músicos a nuestra casa, lo cierto es que cuando me di cuenta, éstos ya estaban instalados en nuestra sala, con sus atriles abiertos e instrumentos a todo volumen. Todo el mundo feliz -bueno, los pocos que eramos-, mi padre radiante. Menos, menos que menos, mi madre a quien este bullicio a toda máquina y la rabia masticada, ahora sí, le taladraba la cabeza. Nosotros, los niños, felices, nunca habíamos tenido una orquesta para nosotros solitos y para las dos muchachas de servicios que había en casa en ese entonces, para mis padres y para José Agustín. Sí, el primo andaba por allí; pero si me habían explicado que los novios se iban juntos de luna de miel, y yo los vi partir; algo escapaba a mi entendimiento, algo no se me había explicado. En todo caso el primo se divertía e incluso osaba algunos chistes y hasta algunas miradas directas a los ojos. ¡Qué espectáculo el de aquella tarde, grabada para siempre en mis memorias!

Y mamá con o sin jaqueca, con o sin ganas servía cerveza y aguardiente, atendía como buena anfitriona a estos invitados improvisados. A lo único que se negó fue a bailar y a preparar vasos de Tom Collins. Cooperó cuanto pudo. A regañadientes. Se mordió la lengua hasta el sangrado, jurándose, con cada trago servido, desquite con creces por aquella intromisión, sin su consentimiento, en la colmena en donde ella ejercía como reina. Olvidó de momento todo esto y sobre todo la cara de hiel de Hermelinda y la vergüenza que la carcomía por haber sido cómplice forzada del robaorquestas, del aguafiestas y de otros epítetos que le cabían y que sólo la diligencia debida del momento le impedían visualizar.

Como lucía aquella casa cuando finalmente mi padre, sin darse cuenta, se quedó dormido, y que al fin dejó de balbucear frases incomprensibles y de brindar con el primo y con los músicos, cuyos instrumentos sonaban cada vez más destemplados y menos acompasados con las partituras que para ese momento ya andaban olvidadas y desparramadas fuera de atriles. La improvisación y desarticulación de ritmos y palabras se erigió entonces en conductor de aquella parranda que ya no arrojaba más que tristes y desmedidos bemoles. Cómo lucía nuestra casa cuando mi madre se deshizo de los músicos y de sus aparatejos de ruido, cuando despidió al primo José Agustín con una mueca de no sé que diablos haces aquí. Cómo lucía aquel piso de madera que con tanto esfuerzo hacíamos brillar a punta de viruta y cera. Cuántas copas rotas y cuántas colillas y ceniza navegando fuera de los ceniceros. Cuanta paz reinaba después del ruidajón en que se convirtió tan maravillosa fiesta y de cuantas incógnitas dejó atiborrado en el tintero de mi entendimiento. Las miradas furtivas e inescrutables del primo José Agustín no me permitieron averiguar en dónde estaba Hermelinda, a quien poco tiempo atrás había visto tan ilusionada partir de viaje de bodas.

Cinco años después, cuando ya mi madre había olvidado aquella tarde que se culminó con la atención médica que necesitó mi padre por culpa de don Tom Collins, como también la cara de fastidio que exhibió por muchos días la reina de la colmena y que sólo le cambió con un viaje de compras a la capital al que mi padre la invitó, tanto tiempo después se encontró con Hermelinda, como cada jueves en el club de costura, y como siempre le hizo la misma pregunta anodina, a la que mi madre no esperaba nunca respuesta, pues la hacía sólo para entablar conversación. Pero este jueves, sí hubo respuesta. Enfática y con rabia le lanzó: ¿Que cómo va mi matrimonio? Y de un jalón le soltó a la cara, casi como un reclamo: soy virgen todavía…

4 comentarios:

Anónimo dijo...

gracias por reconstruir y refrescar esa historia, de la cual nunca fui parte. La habia escuchado en alguna oportunidad, pero ya la habia olvidado.
Me rei muchisimo. Ah, y la lectura... fue un deleite.

FELICITACIONES!!!

Un abrazo.

Juan Carlos

Anónimo dijo...

Muy bueno tu relato, Fernando. Aunque sea verídico o no, daría para mucho como comienzo de una novela, pues quedan muchos misterios por resolver. ¿Por qué decidió casarse el primo José Agustín? ¿Por qué decidió casarse Hermelinda? ¿Cómo es eso de que los músicos se fueron con tu padre? ¿Qué secretos guardaba el primo José Agustín dentro de su mirada esquiva? ¿Cómo terminó ese matrimonio?
Claro que nos dejas campo para la imaginación y armar nosotros mismos nuestra propia continuación.
Gracias.
Nelson

Anónimo dijo...

Impecable prosa. Me gustó mucho y sobre todo me gustó el buen aire que se respira en la obra.

Un abrazote mi querido escrito !!!!
Martha R.

Anónimo dijo...

Esta genial. Leyendolo me sentí transportada como a las épocas que narra Garcí­a Márquez.
Sigue así­.
Patricia Mártinez



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