miércoles, 28 de febrero de 2007

Solamente tú, Andrea del alma mía

Por Fernando Fernández
Enero de 2009



¿No es cierto ángel de amor
que en esta apartada orilla
más pura la luna brilla y se respira mejor?

Don Juan- Zorrilla




Mi Andrea, la del alma mía, es una de chica de excepción en todos los sentidos, así lo creo señor; su presencia me produce una intensa fascinación, rayana del fetichismo; me asombra su ser humano, pero, también debo confesarlo me extasía el deseo impetuoso y tórrido que me provoca su ser de carne y hueso, bien formado, su figura esbelta, sus senos generosos y exquisitamente redondeados y rematados placenteramente con aureolas de caramelo, en donde tantas veces me perdí; la sensualidad natural que transmite y que arrebata los sentidos, me descompone y me reduce al ser animal que soy, a mi naturaleza pura, al deseo nato; necesito embriagarme de su piel, de su contacto, de sus caricias atrevidas, y, para qué andarme con rodeos, señor, de su sexo inundado de efluvios de rosas y feromonas que ponen en éxtasis mis sensibilidades: todas, pero más marcadamente las de mi bajo vientre y en cuyos embelesamientos me siento trasladado hacia infinitos felices, lejos de racionalidades y en donde el instinto reina solo y se regocija de tibiezas lúbricas, de ternuras voluptuosas, de caricias incontables y de otras tantas lujurias, confidencias que lejos de sonrojarme, me exaltan y me confrontan con la elemental, y talvez fundamental, esencia de existir. Así es mi novia, señor.

Supongo que aquella noche Andrea notó el brillo repentino que producen mis pupilas cuando se me dilatan exaltadas por algún evento que me sorprende y que me deja sin posibilidad de ocultar la emoción causada, que delata la excitación interna que se desencadena sin darme tiempo para que mi consciencia tramite ocultamientos. No entendí el porqué de mi perturbación, ni menos aún porque los ojos se me iluminaron. Sentí que Andrea, intuitiva, me interrogaba con sus ojos vivaces, indagando el motivo, y es que al mismo instante padecía lacerantes sobre mí los ojos furtivos de aquel hombrecito todavía en formación. Veinte años le apostó mi calculadora mental que erró por poco; veintiuna primaveras, lo supe después de su misma boca. Esa boca. Ojos de mirada que se pavoneaba huidiza pero penetrante e impertinente como invitando, con alguna timidez, a entablar diálogo, así fuese tan sólo visual. Timidez que luego habría de aseverarse deliberada, que hacía proezas histriónicas y que enredaban a quien se atravesara en sus fugaces fulgores; y esa noche fue mi turno, y turno que duró mucho tiempo; tanto y suficiente como para desbarajustar mi vida y desmoronar mis convicciones, hacer volar en añicos mis certezas, sobre todo aquellas en las que me creía más afianzado. Qué tanto habría entendido Andrea ese tejemaneje visual, que muy corto fue aquella noche; qué tanto yo mismo entendí las fuerzas interiores que se me convulsionaron esa noche; no sé, pero que hubo consecuencias no cabe duda; de lo contrario no estaría yo aquí, señor, abriendo este baúl más grande que el de Pandora, y del que ignoraba su existencia y más aún la estiercolera que resultó ser su contenido.

Que aquellos ojos tiernos e inocentes fueron el inicio de tan grande patraña mental que me tejieron los sesos, o que más bien haya sido el destino, nunca lo sabré. Esto último me agrada más, o me conviene mejor creerlo, para no darle crédito a mis actos conscientes, o así, al menos, inocentarlos. Y es que la mirada tuvo continuación cuando la perseguí, atraído irresistiblemente como en la oscuridad los insectos por algún destello de luz, entre la jauría que colmaba de muchedumbre y deseo aquella disco. Taurus así se llamaba y era por esa época el sitio de moda y al que Andrea me había llevado casi arrastrado porque yo prefería –y sigue siendo el caso– lugares más pequeños, de menos bullicio y más proclives a la discusión entre amigos que a la cacería sensual de presas humanas encandiladas de oscuridad, alcohol y decibeles estridentes.

Que se me haya degradado y que mis galones militares hayan rodado de mis hombros con tal velocidad que desafió la lentitud y perseverancia con que había logrado hacerme a ellos, ahora me trae sin cuidado o, quiero pensarlo, en un arrebato autocompasivo; déjeme usted señor. Que la familia de Andrea que ya por entonces era como la misma mía, no desee saber de mí nunca jamás, me trae sin cuidado. Que mis amigos hayan abolido mi nombre de la lista de sus conocidos, me trae sin cuidado. Que mi propia familia haya mandado al olvido mi recuerdo y que no hayan venido en estos largos años de reclusión ni una vez a consolarme con sus palabras, así fuesen inquisidoras, me trae sin cuidado. Que el cura de la parroquia a quien siempre ayudé económicamente y a quien defendí del torrente murmuratorio de su grey y ante las autoridades eclesiásticas cuando intentaron destituirlo por sospechas, en parte fundadas, de mal manejo de fondos y por comportamiento escandaloso en su vida privada, me haya tornado la espalda y ni una vez haya acudido a mi llamado, ahora me trae sin cuidado. Que la vergüenza y humillación hayan sido mis únicos compañeros día y noche, pues me trae sin cuidado, creo que a ello me acostumbré, pero que por mis actos privados, aquellos que atañen sólo mi persona, se haya puesto en pie de duda mi honestidad y sobre todo la sinceridad y lo genuino de mis simultáneos sentimientos, eso sí me trae con mucho cuidado.

Y cuando aquella noche, señor, abordé las centellas tímidas de sus ojos, caí hipnotizado por su mágica rutilancia que por fuerte que fuera, era tan sólo un acompañamiento del resto de su figura y persona también deslumbrantes. Cómo no sucumbir ante la feria de sus contornos suaves, bien demarcados, rasgos ora estéticos, ora seductores que se acompasaban con destreza en cada gesto con una sonrisa suave y espontánea. Sus dientes blancos que envolvía seductoramente de vez en cuando con su rosada lengua, a medida que hablaba o escuchaba. Sus manos blancas, de dedos bien formados, sin coyunturas en los nodillos que accionaba delicadamente, sin arrebatos para darle énfasis a sus frases, las cuales, yo, la verdad señor, poco entendía debido al bullicio ambiente y porque mi cabeza estaba concentrada en otras distracciones cuyo fondo no atinaba o no deseaba identificar claramente, pero que hoy sin dubitaciones afirmo que eran lúbricas. El contorno de su cuerpo un poco indefinido a mis ojos por la penumbra reinante del lugar me recordaba las redondeces esbeltas de Andrea, por lo cual se me presentaba de gran atractivo. Qué confusión la de esa noche rodeada de música estridente, Whisky y rayos de luces de colores intermitentes. En ese contexto mis sentidos, entorpecidos por el alcohol, no diferenciaban –ahora lo sé señor– entre el efebo que tenía delante y mi novia Andrea que tenía en espera en otra de las salas de la inmensa disco.

Y por esa noche fue todo, digo como si hubiese sido poco señor. Anoté su número telefónico y regresé a donde mis amigos me esperaban y ya comenzaban a dar muestras de impaciencia, particularmente Andrea, a quien afirmé que en el baño me había topado con un viejo amigo con el que habíamos rememorado añejos tiempos. Y, entonces, sin darle tiempo de riposta, la besé apasionadamente y al oído le propuse irnos a mi apartamento a darnos una “revolcada”, así se lo dije para excitar más la situación. Ya en casa le serví un Scotch que ex profeso coloqué en generosa dosis; bajé la luz al máximo, la besé con desenfreno hasta que muy rápidamente nuestras ropas estorbaron a medida que proliferaban las caricias impúdicas y que la temperatura se subía de la cabeza a los genitales, o en sentido inverso, no lo sé; mi excitación era tan arrebatadora que no me di el tiempo para aquellos ardientes, pausados y largos pases preliminares de los que me sentía diestro y orgulloso, y de los que ella, también, tanto disfrutaba; entonces la penetré con violencia incalculada, animal, haciéndole sentir la destreza y potencia de mi miembro; me sentí más viril que nunca, adoré a mi hembra y la satisfice carnal y profundamente; las tantas y mil repetidas fricciones corporales con que se materializa el eros animal nos embrujaron los sentidos; aullamos de placer bien sincronizado y en el abandono de los espasmos, cuando ya navegábamos a la deriva de nuestros cuerpos exhaustos, y que la respiración se sosegaba a medida que los sentidos exaltados recobraban el control y la consciencia del mundo, terminamos en silencio de tomar el trago de whisky inacabado y en cada sorbo, lento y calmado, yo veía las luces de los ojos del efebo que seguían encandilando y perturbando inconscientemente mis ideas.

El lunes en la noche lo llamé por teléfono. Me sorprendió que él estuviese esperando con tal certeza mi llamada, la que daba por hecho que debería cumplirse; su voz era firme, varonil, pero con ese halo perturbador todavía infantil y que se me antojaba un tanto femenina; imaginé sus ojos huidizos mientras abordamos banalidades que preludiaban la cita que ya nuestra imaginación había premeditado y que se concretó en su apartamento para el día siguiente en las horas de la tarde; por la noche tenía yo una cena en la casa de los padres de Andrea que por entonces celebraban sus treinta años de aniversario de bodas: cita obligatoria e inaplazable.

Tuve dificultad para encontrar su apartamento que se situaba en un barrio más bien sórdido, comparado con el sitio distinguido en que yo habitaba, así como las personas y amistades que frecuentaba. Su vivienda resultó ser una vieja casona destartalada tanto por fuera como por dentro, así pude constatarlo cuando logré entrar. Digo logré porque tuve que convencer la cara agria y molesta de la propietaria de la casa que lo era también de un taller de reparación de electrodomésticos, el cual había que cruzar forzosamente para acceder a la planta superior. Mientras ensayaba una sonrisa seductora atravesé por entre montones de viejos televisores, lavadoras de modelos de museo, hornillos microondas de ventanillas rotas y muchos otros aparatos eléctricos desvencijados sin esperanza alguna de reparación, descuidados allí por sus desconsolados propietarios tiempo atrás con la vana expectativa de salvar lo insalvable, de robarle al tiempo su desgaste natural; talvez intentando, indirectamente, hacer lo mismo con sus propios cuerpos, imaginé yo irónicamente. Subí por la escalera al piso superior, la discreción que intenté me fue imposible debido al crujir y chirriar impertinente con que a mi paso se quejaba cada peldaño. No tuve que esforzarme demasiado para ver el techo manchado de grandes marcas que daban fe de las goteras permanentes y seguramente enraizadas allí de larga data, y que amenazaban con tumbar parte del pañete interior, así como de las desquebrajadas paredes; las ventanas a lo largo de la vetusta escalera eran un estupendo ejemplo de posibilidad de vista hacía ninguna parte, desde donde, de todas maneras, era imposible distinguir algo a través de tantos años de acumulación de polvo y mugre.

Me esperaba en la puerta de su habitación, que no era la única, se adivinaba fácilmente que más inquilinos ocupaban las otras tres que conformaban el austero piso, en cuyo pasadizo de acceso común se acumulaban algunos viejos y voluminosos muebles que tuvieron días mejores y que ahora y en este contexto no se entendía si estaban para su uso o sólo para almacenamiento; lo mismo pensé –olvidé decirlo señor– del carro que invadía el antejardín de la casona y del que sin ningún esfuerzo se podía concluir que en muchos años no había sido movido, de ello daban prueba su herrumbrosa carrocería y las malas yerbas que subían por sus llantas. Rápidamente me hizo entrar en su diminuta pieza, en donde se juntaban en perfecto desorden: ropa sucia y limpia, zapatos, objetos de aseo; destacaba, al lado de una amplía cama que consumía la mayor parte del reducido espacio, un moderno aparato de televisión de gran pantalla plana y toda la parafernalia asociada al esparcimiento multimedia. Desperdigados por todas partes muchos objetos de adorno: velas decorativas, pequeños candelabros de cristal, pebeteros cargados de aromas, muchos espejos, estatuillas de cerámica, artesanías de pueblo y muchos otros artículos de disímil factura: allí heteróclitamente se mezclaba la fina calidad con el dudoso gusto. Fue en un muy rápido recorrido visual que mis ojos abarcaron e hicieron inventario de este disparejo recinto y de su peregrino ornato.

Se disculpó, sin mayor insistencia, por el desorden y me hizo sentar en la cama, único mueble disponible en la habitación, si se excluye un taburete pequeño de cuyas cuatro patas, sólo tres permanecían en pie. Contrariamente a nuestro encuentro en Taurus, esta vez, él fue locuaz, me habló, acaparando la palabra, de sus estudios de enfermería que pronto terminaría, de su familia de provincia y de lo mucho que trabajaba para pagar su carrera y enviar algo de dinero a su madre enferma. Constaté que poco tenía que añadir a aquella letanía ininterrumpida de malaventura, me contenté entonces de complementar sus historias tan tristes como los ojos que desplegaba, con preguntas, que más que suscitarme interés, ayudaban a mantener la conversación. Era clara la desigualdad de condiciones que nos había sido asignada en este mundo a uno y a otro, al tiempo que clara la igualdad del deseo que se nos adivinaba en el fijo intercambio de miradas, a pesar de la gemebunda conversación que servía de sostén. Juro, señor, que está sensación era para mi inexperimentada, no hacía parte del inventario de mis emociones cuando de mi mismo género se trataba; a mis treinta y cinco años largamente cumplidos, y tantos de éstos dedicados a la vida militar, nunca me había encontrado en similar circunstancia, si por similar no ha de entenderse que no había frecuentado sitios sórdidos, que con alguna frecuencia me ocurría en pueblos adonde fui enviado en campañas castrenses, y en donde en las largas y mustias noches ahogaba mis soledades con meretrices de baja monta y costo, o con jóvenes mujeres en procura de mejora de su exiguo estatus social y económico. Pero, esto de aquel día era diferente, no tenía ni referencia ni parangón en mi memoria: yo estaba allí para admirar aquellos ojos, para dejarme consumir por no sé que deseo, por no sé que inconfensable atracción. Pude notar su gesto de sorpresa cuando en un pequeño arrebato de osadía rocé intencionalmente su mano que se me antojó de lozanía de pétalos; era la primera vez, no cejaré en mi insistencia, señor, que esto me ocurría con alguien de mi mismo género, y que poco tiempo después y con inusitada desenvoltura me acerque a sus carnosos labios para robarles ese néctar que escurrían, me topé con su lengua, me topé con un deseo tan ancestral como desconocido, me topé con mi destino tan oculto como inextricable, me topé con mi otro yo tan parecido como arcano, me topé con un sexo similar al mío y con el cual no sabía que hacer, pero que tal vez un instinto atávico me indicó febril su eficaz utilización. Me extravié en tantas fricciones desconocidas, me abandoné e improvisé con pericia de experto seductoras impudicias, me perdí en secreciones de mil olores, y finalmente exploté entre mil estrellas y mil túneles, y entonces vi en un instante eterno tantas oscuridades y brillos, tantos sosiegos y culpas. Me vestí presurosamente, no hablé, apenas si me despedí, no miré atrás, ni sentí las escaleras quejarse en mi frenética huida, aceleré a fondo el carro, no advertí que ahora le faltaba un retrovisor, aceleré aún más y llegué mancillado a mi apartamento, maquinalmente me duché, me purifiqué con largos y fuertes chorros de agua fría, muy fría. Cuando el olvido se instaló bajo la lluvia gélida del chorro hiriente, me vestí y corrí amoroso a refugiarme en los brazos de Andrea, la besé repetidamente, cariñoso, deseoso, su piel me hacía bien, sus besos y roces me reconfortaron. Andrea era una chica hermosa; siempre he estado muy enamorado de ella, bueno, si es que sé distinguir entre el enamoramiento y el deseo de apetencia sexual, entre la ternura y la concupiscencia, entre lo sentimental y lo carnal, entre el romanticismo per se y el preludio sensiblero con propósitos lascivos; lo cierto, es que su figura y su cara me evocan ternuras que me urge acariciar y su cuerpo de redondeces estéticas me aviva instintos que me hunden en premuras y calores hormonales que no dan cuenta de racionamientos diferentes de los animales, de los irreflexivos y básicos.

Y, ¿por qué en el brindis del aniversario de bodas de mis suegros, cuando el destello de los flashes de las fotos se estrellaron contra mis ojos, yo pensaba esquivamente en los ojos brillantes de aquel efebo de quien no conocía aún ni su nombre?

Tres días después ya no pude aguantar el recuerdo de su aliento, así es que contra todo propósito lo llamé nuevamente y acudí a una nueva cita en el mismo sitio: su lúgubre pieza. Seguí estrictamente la misma secuencia anterior que inicié con la misma ansiedad y que finalicé con la misma fuga y el mismo fastidio; aun así, regresé dos días después de nuevo manso a los brazos de aquel mozuelo de mil perdiciones. Y así se me fueron pasando semanas y meses, hasta acumular seis de estos largos últimos. Señor, yo lo amé y deseé, sin que haya dejado, ni entonces ni ahora, de desear a Andrea, así ella nunca haya logrado entender este hecho tan veraz que no me dicta la razón sino el corazón.

La rutina de esta alternancia se estableció sin que me pesara, pero sin que ello disminuyera tampoco mi creciente culpa, ni la exasperación que se me apilaba retadora en el alma más que en los sentidos, por mis fogosidades sin control. Muy rápidamente me involucré en la solución de su retahíla quejumbrosa y sin una decisión consciente –que yo recuerde señor– me vi colaborando en la ayuda a su necesitada familia, a su madre que no resultó estar tan enferma; hice aportes para la educación de sus numerosos hermanos, e incluso para la de algunos de sus familiares lejanos. Por demás está decir, señor, que a ninguno de ellos llegué a conocer. Si bien no transformé las desvencijada casona –y esto por falta de tiempo–, sí cambié radicalmente el aspecto y contenido de la infecta pieza del muchacho, que ahora lucía ordenada y con algunos muebles, y aunque mi especialidad no ha sido la decoración, logré colgar algunas repisas, en donde organizamos el montón de objetos decorativos que se diseminaban por todas partes, agregando incluso algunos de mejor calidad. También añadí al escaso menaje una pequeña nevera en donde conservábamos bebidas frías y cubitos de hielo con que acompañar el whisky, que también a mis expensas nos servíamos antes de quedarnos dormidos y rendidos por los embates que con mezcla de enorme lujuria y otra tanta de repugnancia libraba en aquel cuarto de las mil desgracias. Ah, porque también algunas noches completas las pasaba allí, pero siempre al término de las cuales corría despavorido hacia Andrea, previa purificación en las aguas frías de mi ducha, la cual convertí en tauróbolo.

Nunca hizo nada por retenerme, nunca me llamó, y ni siquiera se interesó en conocer en donde vivía; sabía con certeza que le bastaba con la llama de sus ojos, con la belleza de su rostro iluminado invitando a explorar infinitos y con la esbeltez de ese cuerpo que ya en poco lograba yo diferenciar del espléndido y sensual de Andrea.

Leía yo eternidades en cada una de sus caricias. Leía también futuros perennes en sus gestos dislocados. Aceptaba sin escrúpulos incitaciones a placeres desafiantes y osados que se materializaban en sensaciones interminables que sólo percibía mi sistema neural que por entonces en nada se relacionaba con mi comprensión racional, sí es que de esto último aún algo me quedaba. Él, que sabía interpretar lo ininteligible, había comprendido que yo era incapaz de negarme a cualquier lubricidad o a rechazar cualquier nueva experiencia que me fuera propuesta –digo yo mejor: impuesta– por el láser de sus tibios ojos, luego de lo cual yo me avergonzaba cuando las estampidas orgásmicas se detenían. Y, entonces, por venganza o por ostentar habilidad de buen alumno, aplicaba yo la misma receta a Andrea que aceptaba sumisa y voluptuosa estas dichas inmoderadas, tal como yo las asentía de mi verdugo.

Así fue que una noche de la larga cadena de encuentros y desencuentros, bella por sus ardores y siniestra por sus consecuencias, lo colmé de besos furiosos, lo ahogué con el vaho de las mismas pasiones que me enseñó, apagué con mis propias manos el esplendor de sus ojos, y forcé la dosis porque ese brillo se negaba a desaparecer, vi como éstos perdían la refulgencia que los hacía irresistibles, y torné con rabia sus encadenadores jadeos en respiración inexistente, vi como su cuerpo airoso y arrebatador se abandonaba al vacío de la nada liberadora.

Lo eliminé, señor juez, y esta es mi confesión, para escapar de esta insoportable e incontrolable dependencia, de esta atroz humillación que me amputaba la razón; quise liberarme, rompiendo las cadenas opresoras que yo mismo me até. Acabar con el suplicio de no comprender por qué. Es que en cuanto lo vi supe por la luz de sus ojos que mi vida estaba perdida, que no podría resistir a sus tremebundas embestidas. Entonces, maté el deseo para entregarme, sin vergüenza, sólo al tuyo Andrea del alma mía.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Al leer las palabras tan fascinantes de esta historia, tan llena de aquello que hemos dejado de ser, tan simplemente y maravillosamente humanos, para entregarnos a aquello que simplemente no somos: solo una fantasía de sueños e ilusiones, me siento verdaderamente sorprendido. Lo humano, lo pasional, lo carnal, lo animal tan solo eso es importante; al describir un mundo como el que nos muestras, solo eso es lo importante… Libertad! Esa es la verdadera razón de existir, pero no libertad para no ser, si no libertad para entregarnos a aquello que nos hace felices.

Gracias por este escrito, abusivamente lo reenviare a muchas personas que fascinantemente leerán tus palabras y como yo las disfrutaran,
Saludos,

Wilmer,

Anónimo dijo...

Texto apasionante lleno de pasión. Es curioso que el nombre Andrea sea femenino en español y masculino en italiano. Del efebo no se supo el nombre.
Nelson

Anónimo dijo...

El relato que escribiste en San Pelayo me parece fascinante, precioso, y a ratos resulta angustiante la dependencia que el protagonista tiene de su enamorado. Parece extraño que mientras te mostrabas tan relajado y tranquilo estuvieses escribiendo, y por tanto imaginando y viviendo, una historia tan intensa y de una sexualidad tan frenética. Es un relato exquisito y algún día me explicarás porque mata a quién es capaz de hacerle sentir de forma tan fuerte, da la sensación de que tiene miedo, al no ser capaz de controlar la relación, quiere encauzar sus emociones a lo que es socialmente correcto. Porque no seguir y dejarse llevar hasta agotar esa pasión. La forma en que lo relatas hablándole al juez es muy buena, te lo van a publicar. Felicidades, nos haces pasar unos momentos preciosos.

Inés



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